Mar 17.01.2006

EL MUNDO • SUBNOTA  › OPINION

La creatividad democrática

› Por Mario Wainfeld

Si Sebastián Piñera hubiera ganado las elecciones de anteayer en Chile se las hubiera visto negras para gobernar. La Concertación tiene mayoría en ambas Cámaras del Congreso, producto de su amplia ventaja en la primera vuelta. La división de la derecha que le permitió a Piñera llegar al ballottage le hubiera jugado en contra. Sus perspectivas de gobernabilidad hubieran sido sensiblemente más estrechas que las que dispone la presidenta electa Michelle Bachelet. Su llegada también habría implicado la de una elite poco entrenada, mucho más extrañada de las rutinas del gobierno que los cuadros del oficialismo chileno.

La situación tiene especificidades propias de Chile pero, sin negarlas, vale anotar que replica una tendencia que se extiende en la región. Es la primacía de las fuerzas de centroizquierda (asumiendo la vastedad y hasta la ambigüedad del concepto) y el hecho de que son éstas y no sus antagonistas de derecha quienes, en principio, dan un marco de gobernabilidad.

Esa gobernabilidad en Chile, posiblemente, se complejice con cambios en el sistema político, si el sector de Piñera consigue sobrevivir tras el revés en las urnas. Si el pinochetismo civil entra en lo que parece un previsible ocaso, Piñera podría intentar, con más tiempo, la movida que no llegó a plasmar en campaña: desbloquear a sectores de la Democracia Cristiana y traccionarlos a su redil. Su rostro más presentable posibilita la jugada a la que también puede ayudar la preeminencia socialista en la Concertación. Dos presidentes socialistas se han sucedido, la interna entre Bachelet y Soledad Alvear se canceló porque presagiaba goleada y, para colmo, Ricardo Lagos es un gran prospecto a presidente en 2010. El síndrome de abstinencia del poder puede tener su impacto, alterando la ecología del oficialismo chileno, que en tal caso debería (quieras que no) virar un poquito a izquierda. Le queda mucho lugar para allá, no le sobra voluntad de desplazarse pero tal vez los vientos de la historia los arrastren. Si así ocurriera, una enorme victoria de la Concertación (el fin de la coexistencia con el pinochetismo) habilitaría una crisis de identidad y un desafío. No es mal escenario, ni una mala moraleja, la democracia es así.

Y ya que de eso hablamos. La llegada de una mujer, hija de una víctima de la dictadura, divorciada y agnóstica por añadidura es un cambio de aire. Ocurre contemporáneamente con la presencia de un obrero como presidente de Brasil y de un indígena como primer mandatario de Bolivia. La magnitud de esos cambios culturales será difícil de medir, aun andando el tiempo, y es impredecible hoy. Pero sin duda esas novedades achican las fronteras de la discriminación, tienen un carácter ejemplar e inducen a un sano contagio. La historia, como siempre, está por hacerse y nada está sellado de antemano. Pero se trata de cambios promisorios, edificantes que ocurren en la región más desigual del mundo (Chile prima aún dentro de esa tendencia).

Muchos reproches válidos pueden formularse respecto de las deudas de las democracias en este confín del mundo. Sin renegar de esas críticas vale a cuento subrayar que los advenimientos de Bachelet, de Lula, de Evo Morales, formidables cambios de época, ocurrieron dentro del marco de la democracia representativa. Los cimentaron las luchas populares, la aguerrida presencia de las minorías, el voto masivo y, en suma, la inteligencia y la creciente tolerancia de las sociedades civiles. No es poco.

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