EL MUNDO • SUBNOTA
› Por Angeles Espinosa *
Desde Qana
“Si tengo que morir moriré aquí. No quiero que me pase como a los palestinos, que se fueron y perdieron su tierra”. Abbas Hachem resiste aunque sus ojos enrojecidos traicionan una noche de lágrimas. Es el propietario del edificio de Qana bajo el que el día anterior perecieron 57 personas, entre ellas la mayor parte de su familia. El no tiene ni un rasguño. “Había dejado el sótano y me refugié en la casa de al lado”, explica a los periodistas que acuden en morbosa peregrinación a este nuevo monumento al horror. El ruido de sus generadores no logra cubrir el estruendo de la artillería israelí unos kilómetros al sur. Antes, su aviación ha bombardeado a pesar de su promesa de suspender los ataques durante 48 horas.
“Menos mal que los otros se habían ido. Llegamos a ser 110 en el sótano”, recuerda Hachem con la mirada perdida. Cuando el bombardeo arreció un par de familias decidieron buscar otro refugio. Sólo quedaron los Hachem y sus vecinos, los Shalhub. Todos viven en el barrio y creyeron que estarían más seguros en este edificio porque tenía sótano. Las casas de la zona son de una planta, pero Hachem, de 29 años, había construido una vivienda grande con dos alturas, planta baja y sótano, tal vez planeando su próxima boda. Se acababa de comprometer.
Ahora ya no piensa en ello. Tiene tres hermanos en el hospital que aún no saben que sus mujeres y sus hijos están muertos. Ha perdido a sus padres, a un primo y a un montón de sobrinos. Al final, había 29 niños cuando el edificio se derrumbó poco después de la una de la mañana del domingo, a consecuencia del intenso bombardeo al que la aviación israelí sometió al barrio. Ventanas reventadas, tejados llenos de agujeros, postes eléctricos retorcidos y los cascotes que invaden las calles testimonian la orgía de fuego que durante dos horas sufrió Qana. No sólo aquí sino también a la entrada de la localidad y en el centro.
Pero fue en este fatídico sótano donde se consumó una nueva tragedia para Qana, 10 años después de que otro ataque israelí convirtiera en mártires a 105 de sus habitantes que se habían refugiado en un cuartel de la ONU durante la Operación Uvas de la Ira. La inspección visual de la zona no descubre ningún elemento que permita sospechar la presencia de hombres armados o material militar. “Hemos sacado 57 cadáveres del edificio”, confirma un cabo de la gendarmería en el lugar. Ocho heridos fueron trasladados al hospital gubernamental de Tiro. El policía explica que había 29 niños. Basam Mokdad, uno de los voluntarios de la Cruz Roja Libanesa que participó en las tareas de rescate, descarta que 15 de ellos fueron discapacitados como el día anterior anunció la diputada Bahia Hamriri y ayer recogía la prensa local. “Había tres minusválidos, un adulto y dos niños”, afirma desde Bint Jbeil, donde se ha trasladado.
“Recuperamos 22 cadáveres de niños, de los otros siete sólo fragmentos”, añade el gendarme, que no se identifica porque no está autorizada a hablar con la prensa. Sin embargo, en el hospital gubernamental de Tiro, en cuyo depósito se guardaban ayer los cadáveres, sólo dijeron haber recibido 27 cuerpos de menores de 12 años. El interlocutor se negó a precisar cuántos adultos. Mokdad contó “19 niños y 8 adultos: 6 mujeres y dos hombres”. Pero las cifras ya no importan. “En Mayadin, en Srifa, en Kafarun y en Yater, los perros y los gatos se están comiendo los cadáveres y no podemos hacer nada”, asegura el cabo con creciente indignación. “¿Es ésa la democracia de Estados Unidos? En Líbano sí que somos democráticos ya que estamos todos unidos, musulmanes y cristianos. Sólo necesitamos que nos dejen libres”, increpa.
Su cólera encuentra eco entre los miles de libaneses que ayer se pusieron en ruta hacia el norte, tras escuchar que Israel suspendía sus operaciones aéreas durante 48 horas. “Son unos mentirosos”, grita una mujer cuyo coche, igual que varios cientos más, ha quedado bloqueado ante el cráter que acaba de abrir un misil israelí a la altura de Qasmiye, en la única salida de Tiro hacia Beirut. Dos automóviles aún están hundidos en el boquete. El estrecho camino de tierra que servía de alternativa desde que la autovía y la carretera vieja quedaran inutilizadas por los ataques no permite el paso de dos vehículos al mismo tiempo. Los apenas tres kilómetros hasta que se alcanza la carretera de la cota alargan 90 minutos una huida que ha empezado muchas horas antes en Raeich, en Yarun o en Dhaira. Apretujados en viejos Mercedes o en los remolques de pequeñas furgonetas destinadas al transporte de productos agrícolas, familias enteras huyen hacia el norte y miran con incredulidad a los periodistas y voluntarios que se dirigen hacia el sur. De las antenas de los coches y de las ventanillas, penden ajados trozos de sábanas o camisas a modo de bandera blanca en busca de una protección más ilusoria que real.
* De El País de Madrid. Especial para Página/12.
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