EL PAíS › PANORAMA POLíTICO
› Por J. M. Pasquini Durán
Lo primero que debería ponerse en claro es que la denominación “campo” define realidades muy diferentes. No es lo mismo tener cien hectáreas en la Pampa Húmeda que en las provincias del Nordeste. Tampoco son equiparables la situación del chacarero con la del invernador de ganado, la del exportador a granel que la del que vende al acopiador, la del propietario que trabaja su tierra con la del que la alquila a cambio de una renta para que la explote alguna corporación nacional o extranjera, y así de seguido. La variedad tiene tantas tonalidades diversas que ni siquiera podría afirmarse que las cuatro entidades en conflicto agrupen y expresen a la totalidad del “campo”, del mismo modo que no es verdadera la afirmación que atribuye al sector un aporte decisivo a la recuperación económica del país.
Cuando comenzó el gobierno de Kirchner, en 2003, el Banco Nación –con fondos que son de todos– tuvo que acudir al rescate de 45 mil explotaciones agrarias que habían llegado al borde del abismo en las crisis de 2001/02. Luego, tanto los productores agrarios como el país fueron –lo son todavía– beneficiarios de una excepcional demanda por parte de economías a escalas desmesuradas, como son China e India entre las principales, de un volumen tal de “commodities” que si el 10 por ciento de los alumnos de escuela primaria en India recibiera un vaso de leche diario, Uruguay podría colocar su producción tambera completa. La producción de combustibles alternativos, a partir de soja y granos, también contribuyó a fomentar la excepcionalidad del momento. Esas demandas elevaron los precios de la soja, por citar una, a un ritmo todavía superior al del barril de petróleo, de tal modo que resultaron atractivas a los fondos internacionales de inversión que hacían contratos de compra a futuro de materias primas para cubrirse de la devaluación del dólar. No hay que ser muy imaginativo para suponer las ganancias que están acumulando los “campesinos”, ni sus deseos de colocar hasta el último gramo de producción en dólares, aunque eso signifique reducir el abastecimiento del mercado interno a lo que quede, sea poco o nada.
Con la misma lógica que aplicó el Estado para usar los recursos del Banco Nación en rescate de propiedades privadas, ahora exigió una porción de las ganancias extraordinarias mediante tributos especiales que fueron llamados “retenciones” sobre los volúmenes de exportación. De este modo, nadie exhibe pérdidas, en todo caso recortes parciales de rentabilidad, pero la administración gubernamental tiende a redistribuir las ganancias en la medida en que aplique la recaudación a obras en favor de los que menos tienen, incluso en el “campo”, acumular fondos que le permitan resistir las consecuencias de las crisis internacionales y, también, orientar la producción hacia la variación de cultivos para que la soja o el grano que más cotice no termine por convertirse en monocultivo. Las entidades productoras, cuando se trata de pensar en términos de comunidad, resisten el “atropello” estatal, así como demandaron la urgente intervención cada vez que sus intereses particulares lo necesitaban.
En el afán de oponerse a la recaudación de los impuestos extraordinarios, se forjó un frente común que reúne a los diferentes en una misma protesta, por la cual los chacareros de la Federación Agraria se mezclaron con las elites de la Sociedad Rural y devinieron “piqueteros”, esa práctica que instalaron los pobres, repudiados en su momento porque violaban el derecho al libre tránsito, pero que adquiere un valor diferente si el ejercicio es de clase media, como en Gualeguaychú, o tienen el respaldo de aristocracias campesinas. Por supuesto, los discursos de los dirigentes, multiplicados por los altavoces mediáticos como si transmitieran en cadena nacional, expresan valores que trascienden el mero materialismo para internarse en los laberintos de las ideologías políticas y, con perdón del término, de los criterios de clase.
La Federación Agraria está asociada a la CTA, en cuyo programa se reclama la reforma agraria y la protección de los “sin tierra”, pero eso no la inhibió para sumarse, por “izquierda” para decirlo de algún modo, a las proclamas antigubernamentales de la derecha. La Sociedad Rural, como la más emblemática, no oculta sus nostalgias por aquellas épocas en que los presidentes, militares o civiles, terroristas o liberales, paseaban en calesa o en automóviles descubiertos por el predio ferial de Palermo y se sentaban en el palco a escuchar los sermones de los “campesinos” 4x4. De tradición gorila y oligárquica, estas escaramuzas contra el odiado hegemonismo populista los ubica en el lugar más cómodo de la protesta. Nunca les importó la sociedad, un concepto marxista para muchos de ellos, ni la solidaridad con anónimos que, a lo mejor, “no trabajan porque los políticos los consienten”. En sus leyendas de fogón todavía los más veteranos deben recordar que otro régimen populista les impuso el Estatuto del Peón Rural, que quebró esa preciada relación paternal, severa por definición, que tenía el estanciero con la peonada. Ahora, el neopopulismo les mete las manos en las alforjas, como si ya hubiera llegado el socialismo a estas tierras. De seguir por este camino, ¿adónde va ir a parar la querida Patria?, se preguntan los insurrectos, mientras botan mercadería en las rutas en lugar de donarlas a la gente, no es poca, que todavía pasa hambre en este país generoso de “commodities”. Que no se mal acostumbren a recibir todo de arriba, contestarían al reproche.
Por diferencia de estilo, la presidenta Cristina no se subió al atril todavía para responder a los argumentos de los ruralistas, pero si el próximo martes deciden continuar las protestas, el silencio no podrá prolongarse sin convertirse en abochornada conciliación. Tampoco el Gobierno reprimió con la fuerza a los piquetes, de modo que no es previsible que modifique esa conducta, pero no puede renunciar a las obligaciones de proteger el abastecimiento sin restricciones forzosas y a precios adecuados para proteger al consumidor. No es cuestión de socialismo o de hegemonía autoritaria sino de los derechos y deberes de una república democrática. Hay que insistir, democrática, en una semana que comienza con el recordatorio del 24 de marzo, una jornada de dolor y espanto, también de renovado compromiso por la verdad y la justicia, por la libertad y los derechos civiles y humanos. Para dejarlo en claro, otra vez después de 32 años pasados desde 1976: aún está pendiente el debate en la sociedad sobre las complicidades civiles con el terrorismo de Estado y, a la hora de rendir cuentas, seguro que habrá más de un patricio, cuyo retrato cuelga de alguna pared en alguna entidad agraria, que debería ser descolgado, como el de Videla en el Colegio Militar.
Hay un debate no terminado acerca de la decisión oficial de hacer feriado el lunes 24, que este año prolonga el fin de la Semana Santa. Aunque hay razones para considerar entre los que apoyan y los que critican, también sería bueno considerar en ambos bandos si el nivel de conciencia de la población podrá determinarse por el almanaque. Si algún incentivo alentó la comprensión popular que descartó la teoría de los dos demonios, que la ayudó a vencer al miedo a cualquier violencia, como si todas fueran idénticas, y que la impulsó a reivindicar los derechos humanos hasta que el impulso se convirtió en políticas públicas, no fue el calendario sino las infatigables luchas de Madres, Abuelas y de organismos que mantuvieron la memoria despierta y en alto las reivindicaciones justicieras.
Extenso y fatigoso es el camino recorrido y más de uno podría preguntarse si los objetivos alcanzados son suficientes para justificar la larga marcha. Hay mucho para resaltar en el balance, pero no hay dudas de que la democracia está en mora, sobre todo por tribunales morosos, por no llamarlos cómplices de conciencia, que todavía aguantan sin tramitar los expedientes de los terroristas encausados por crímenes de lesa humanidad. Si no fuera por tanto fallo pendiente, a lo mejor el debate sobre el feriado carecería de sentido, pero la fecha, en colorado o en negro, sigue ahí para recordar a todos que la lucha continúa. Y seguirá después que desaparezcan las generaciones que estuvieron involucradas de manera directa, porque la experiencia histórica demuestra, aquí y en el mundo, que estas llamas sólo se apagan con verdad y con justicia.
Que la reflexión de estos días ilumine a la sociedad actual, con sus progresos y conflictos, aunque sea para recordar que una sociedad que está viva y libre nunca es bucólica ni resignada. Ningún disenso debería asustar a nadie, pero la justicia social es parte irrenunciable de los derechos humanos que fueron violados de tantas maneras por el terrorismo de Estado y sus continuadores ideológico-políticos, por sus cómplices abiertos o subrepticios, por los idiotas útiles de la derecha, aunque en los discursos de los poderosos la retórica maliciosa pretenda usar el disenso y la libertad para negar las dimensiones de la Justicia indispensable. El país de las “commodities” forma parte de una región que todavía mantiene sumergidos a 200 millones de sus 530 millones de habitantes y no hay otra razón que los privilegios consentidos para tanta injusticia sin misericordia. Tal vez una resolución adecuada del conflicto con productores agropecuarios sea un paso más hacia la igualdad de oportunidades y la redistribución de las riquezas. Si la política no sirve para eso, jamás podrá recuperar la confianza de las mayorías populares.
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