Lun 14.04.2008

EL PAíS  › OPINIóN

Quién o qué

› Por Eduardo Aliverti

Muy cada tanto, en Argentina, desde 1983, aparece algún cuestionamiento oficial u oficioso a los grandes medios de comunicación. Después no pasa nada. Los gobiernos reculan porque tener a los medios en contra –y sobre todo a uno en particular– supone enfrentarse a gente que influye en el humor social todas las horas de todos los días. Y los medios retroceden, un poco o bastante menos que los gobiernos, porque una confrontación abierta y permanente podría significarles la hipótesis (muy dudosa, es cierto) de que sus negocios queden desnudos en extremo. Es así que las amenazas de trompearse no se concretan. Hacen fintas, bailan alrededor del ring, jabean para marcar distancia y eternizan lo que se llama “round de estudio”. Jamás entran en la pelea corta, palo por palo. Jamás.

El round actual entre el Gobierno y Clarín, aunque también terminará en nada, es lo más parecido que se vio a un combate de, al menos, semifondo. Nadie tiene el medidor adecuado para saber cuánta importancia o interés le presta la sociedad a este tema. Es presumible que poco, porque “la gente” se siente ajena, desinformada y confundida respecto de los intereses que se juegan en el finteo. Y cualquiera sabe, al fin y al cabo, que lo que quiera que sea circula dentro de los medios pero nunca hacia el espacio exterior. Cuando se da la oportunidad, entonces, hay que aprovecharla porque en medio del revoltijo quedan “habilitadas” ciertas observaciones cuyo señalamiento persistente es imposible, debido a lo desproporcionado de la correlación de fuerzas entre los dueños de los medios y el resto del mundo.

El Gobierno movió la Dama y usó una tribuna de acto de masas para cuestionar una caricatura del más célebre y respetado dibujante político del país, el uruguayo Hermenegildo Sábat; de quien, lamentablemente, la gran mayoría no tiene ni la menor idea de quién es. La reacción clarinetística y del mundillo cultural fue comprensible y justificada, y el clima empezó a calentarse. La Dama se mueve otra vez. Recibe a algunos académicos de Ciencias Sociales que analizaron rigurosamente los roles periodísticos durante el conflicto con “el campo”. Y presta su apoyo a un observatorio que sea capaz de evaluar la conducta de los medios. El establishment de éstos –con la colaboración inapreciable de individualidades que en algunos casos obran de operadores ideológicos, y en otros de tarados funcionales– responde denunciando que hay ataque directo contra la libertad de prensa. La Dama, esta vez, se queda en posición expectante pero son avanzados los peones, como fuerza de choque. En este Gobierno, para estos casos, eso se llama Luis D’Elía, que va al programa televisivo más referencial del Grupo Clarín (es decir, al programa periodístico, que está en cable porque el vértigo clip de la televisión abierta, intra o extra Clarín, ya no permite productos de opinión política. El cable está para eso. Para que la lógica massmediática diga que hay lugar para todos y que los “públicos” están “segmentados”. La prostitución fashion va por aire y los “debates” rapiditos con políticos y economistas, con pátina de pluralismo, van por cable. Los medios son irreprochablemente representativos y el mercado es un espectador inocente).

D’Elía es un personaje cuya sola imagen remite a las configuraciones simbólicas más repudiadas por el sector bienpensante de esta sociedad. Patotero, morocho, soez, agresivo, peruca tradicional. Un barrabrava, resumamos. Un tipo al que le cabe toda la sintomatología del energúmeno y que le cae como anillo al dedo al espanto pequebú tilingo, que acomoda sus culpas con el rápido expediente de estar en contra de “los violentos”. Los medios lo usan como ariete para trazar la raya de lo que no debe aceptarse, y se reservan la prerrogativa de ser comprensivos con la fauna que conviene a sus intereses. El piquetero agrario Alfredo De Angeli, sin ir más lejos, fue expuesto como un chacarero harto que se transformó en líder natural del derecho a cortar las rutas. Figura simpática a la que le falta un diente, ya habrá tiempo para presentarlo como un desdentado fanático si es que hace falta. Y el vicepresidente de la Sociedad Rural, Hugo Biolcati, convocó a reparar en que era gente de piel blanca la que esta vez paró el país, pero nadie se escandalizó. D’Elía es en cambio una herramienta maravillosa para que el caceroleo de teflón se sienta a salvo con su conciencia, porque es tan brutal como para que más de allá de él no parezca que haga falta profundizar nada. Su tipología de “negro de mierda” es el cínico salvoconducto de los frívolos para concluir ahí mismo todo análisis. Pero, así se admita que es un energúmeno, deberá reconocerse que no tiene un pelo de tonto. Brutal y bruto no siempre significan lo mismo. Fue donde tenía que ir y dijo buena parte de lo que, en síntesis, no es más que lo que decimos todos los periodistas y animadores y cronistas y columnistas y grandes o medianos o últimos orejones del tarro mediático cada vez que nos cruzamos en radio-pasillo. No respecto de Clarín en particular, como lo hizo él, sino en torno de los multimedios en general. ¿En qué se convirtió el debate (¿debate?) sobre la nueva incursión de D’Elía? En discutir si quien lo mandó a hablar fue Kirchner. ¿Qué clase de discusión es ésa, en la que se polemiza sobre quién y no sobre qué? Justamente porque eso no es una discusión sino una trampa, hace falta redireccionar sentidos.

¿Cuál es el problema de que haya un observatorio mediático que como tal no tiene ni podría tener pretensión punitiva? ¿Qué es lo que tanto les preocupa de lo que pueda decir un mirador donde intervendría la universidad, una vez en la vida que la universidad pública se mete a decir algo público cumpliendo su función de generar pensamiento crítico? ¿Cuál es el miedo que les despierta un Gobierno que encima los ayudó para que los medios continúen concentrados en menos manos todavía? ¿Es cierto o no que hay choque con el oficialismo porque Clarín presiona para entrar en el negocio del triple play? ¿Hay o no una puja de intereses por la que los grandes emporios mediáticos impiden, desde hace los 25 años de democracia, sancionar una nueva Ley de Radiodifusión? ¿En qué país del mundo se permite que un permisionario se alce con una cantidad virtualmente ilimitada de licencias de radio y televisión? ¿La SIP no tiene nada que decir acerca de eso? ¿La norma digital que vaya a adoptarse para la tevé no tiene nada que ver en la batalla de estos días? Contesten. Sobre eso, no sobre D’Elía.

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