Lun 21.01.2002

EL PAíS  › OPINION

¿Puede desaparecer un país?

Por Daniel Link

Mi abuela paterna llegó a la Argentina antes de la Segunda Guerra Mundial. Había atravesado el mundo, desde la pequeña aldea en la que había nacido. Cuando era chica, contaba, antes de la Primera Guerra Mundial, en la cocina-comedor-sala de su casa campesina reinaba un retrato de Elizabeth, la emperatriz Sissi. Mi abuela había nacido y pasado sus primeros años de vida en el Imperio Austrohúngaro. Cuando en los años sesenta pudo volver a visitar a los parientes que le quedaban vivos, tuvo que sacar pasaporte checoslovaco. Su “país” había desaparecido. Hoy, Checoslovaquia tampoco existe. Pero mi abuela ya está muerta y no se enteró de esa última –y tal vez no definitiva– transferencia de la aldea Uzrede-Radihe a la República Checa. De todos modos siempre supimos que ella era “checa” y no “austríaca” ni “eslovaca” (por citar unidades más bien burdas). Mi abuelo paterno era bávaro (por extensión, alemán, pero fundamentalmente bávaro), pero su ascendencia era tirolesa. De hecho, los primos de mi papá habían reconstruido en el sótano de su casa de las afueras de Munich un ambiente tirolés con rigurosidad de museo (ellos se dedican a la restauración de castillos alpinos). Mi abuela materna era de ascendencia calabresa. Mi abuelo materno era criollo, con un alto componente de sangre amerindia. Era, por decirlo mal y pronto, cordobés hasta la médula.
En una familia como la mía, todas las historias que se contaban servían para abonar la tesis del desajuste permanente entre nación (o patria) y Estado. Que un Estado pueda desaparecer (o aparecer) siempre me pareció un avatar más del precario equilibrio político del mundo. Para poder, efectivamente, sostener un proyecto de integración continental, la vieja Europa tuvo, primero, que potenciar las autonomías regionales. En España, de manera dramática, porque había menos tiempo: y ahí están los catalanes como demostración de ese raro sentimiento de pertenencia a Europa antes que a España. O el caso vasco, cuya irresolución sólo se explica por razones geopolíticas. O, para no ir tan lejos, la obsesión de los administradores de Argentina en los últimos años por “provincializarlo” todo, desde la educación hasta la salud, los aeropuertos y, ahora, se sugiere, los sistemas de jubilaciones y pensiones.
Los ejemplos de que los países importan más bien poco en términos de identidad son innumerables. Casi tanto como los ejemplos de que lo que importan son los proyectos políticos. Si el Mercosur fuera un proyecto político interesante para todos sus ciudadanos, nadie tendría problemas -a la larga– en que esas unidades administrativas heredadas de los intereses y tensiones del siglo XIX se unificaran, por ejemplo.
Hace poco uno de esos amigos paranoicos capaces de plantear los más fascinantes comienzos de novela gótica o de aventuras insinuó que la Argentina podría ser el primer país que se viera obligado a canjear territorio por deuda externa. El estado actual de la economía argentina, la “preocupación” del mundo todo por nuestro futuro (que suena un poco oportunista, no nos engañemos), el proyecto de declarar a nuestro país en convocatoria internacional de acreedores, la unísona vocación de los Estados Unidos y Chile de ayudar a la Argentina en este duro trance, todo corre a ubicarse en relación con la síntesis formulada por este amigo paranoico.
Lo que habría que plantearse, entonces, no es tanto si un país puede o no desaparecer, porque la historia demuestra que eso no es sólo posible sino una consecuencia inevitable de la historia –que no es otra cosa que un campo de tensiones (¿hay que recordar el incumplido sueño bolivariano? Eso sí que sería hoy un pedazo de mercado interno, ¿no?)–. Lo que habría que plantearse es en función de qué proyecto aparecen y desaparecen los países. Y ahí sí, sentarse a discutir.

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