EL PAíS › OPINION
› Por Mario Rapoport
En el último medio siglo que vivió el país, bajo gobiernos civiles y militares, se aplicaron una y otra vez retenciones a las exportaciones agropecuarias que dieron lugar a reacciones de un tenor diferente por parte de las principales entidades rurales. Es cierto que esos impuestos fueron acompañados por devaluaciones y los porcentajes eran menores, pero también lo eran los precios internacionales.
Para empezar, durante la “Revolución Libertadora”, mediante un decreto de octubre de 1955, y acompañando una fuerte devaluación, se establecieron retenciones de hasta el 25% del valor exportado, existiendo una amplia lista de productos involucrados. De nuevo, en diciembre de 1958, bajo el gobierno de Frondizi, se volvió a fijar retenciones para los principales productos agrícolas y ganaderos del orden del 10 al 20% del valor de las exportaciones. En este caso, ya en agosto de ese año se había desdoblado el tipo de cambio y los exportadores de carnes y productos vacunos debían liquidar el producido de sus ventas al exterior en un 65% al tipo de cambio único y en un 35% al tipo de cambio libre, que era mucho mayor, por lo que las divisas que obtenían se veían igualmente mermadas. Además, en enero de 1959 se fijó un impuesto adicional del 15% a las exportaciones de trigo y otros cereales. Debemos recordar que la mayor parte de estas medidas siguieron rigiendo bajo el ministerio de Alvaro Alsogaray, entre junio del ’59 y abril del ’61. En su Memoria Anual de 1961 la Sociedad Rural las criticaba señalando que eran la “demostración evidente de un tratamiento discriminatorio” y la Memoria de 1962 decía abiertamente: “Para incrementar las exportaciones debe reducirse la influencia de los dos factores que las disminuyeron en los últimos veinte años: el consumo interno y las medidas de gobierno que despojaron al campo en beneficio de una industrialización forzada llevada a cabo en forma inorgánica”.
Durante la presidencia de Arturo Illia, además de fijarse controles sobre la exportación, por un decreto del 19 de abril de 1965 se puso en vigencia una retención del 13% al valor exportado del trigo, del 9,5% al de las carnes y del 6,5% al del maíz, a pesar de que la SRA en su Memoria de 1963 ya señalaba que esos impuestos constituían “un elemento regresivo para incrementar la producción rural”. Pero la más resonante medida en este sentido la iba a tomar bajo la dictadura de Onganía un economista del establishment, Aldalbert Krieger Vasena, como parte de su plan económico lanzado en marzo de 1967. Krieger realizó una devaluación del 40% del tipo de cambio, al tiempo que estableció un derecho de exportación para los principales productos agropecuarios de un 20 a un 25%. Como afirman Mallon y Sourrouille, fue el primer intento de una devaluación casi plenamente compensada. Junto a una rebaja de cerca del 50% de los derechos de importación se impusieron fuertes retenciones a las exportaciones tradicionales, una forma de “compensar la mayor parte de los efectos de la devaluación sobre los precios internos”. En este caso, en respuesta a las declaraciones públicas del ministro denunciando presiones para que esa medida se revea, la Memoria de la Sociedad Rural de 1968 replicaba con cierta prudencia: “Cuando la SRA, convencida de que una justa política de ingresos requiere la eliminación de los impuestos a la exportación ha expresado sus puntos de vista, que podrán ser o no compartidos, lo ha hecho en un tono mesurado, (...) de ninguna manera ha ejercitado o pretendido ejercitar ‘presiones’”.
Nuevamente, en 1970 y 1971, en forma conjunta la SRA, la FAA, Coninagro y CRA coincidieron en protestar ante los poderes públicos por la vigencia de las retenciones. Pero la respuesta del gobierno militar, en el breve interregno de Levingston y luego con Lanusse, se reveló sorda a esos reclamos. El 16 de noviembre de 1971 se impusieron derechos de exportación de un 11% a aquellos productos que estaban exentos y se aumentaron las retenciones a los que pagaban más de un 20%. Más tarde, el 22 de febrero de 1972, el Poder Ejecutivo fijó derechos especiales móviles a la exportación, con un tope del 15% del valor exportado, a fin de evitar, entre otras cosas, un aumento de los precios internos, y en noviembre de ese año se prohibió la exportación de ganado vacuno en pie para mejorar el abastecimiento de la población. Finalmente, la última dictadura militar, en el ministerio de Roberto Alemann, impuso de nuevo retenciones a la exportación –que habían sido suprimidas– antes aun de la guerra de Malvinas, retenciones que luego fueron aumentadas cuando estalló el conflicto. La Memoria de la SRA de 1982 expresó en esa circunstancia una aceptación condicionada: las retenciones “no entran dentro de nuestra filosofía, pero en el momento difícil que vive el país las aceptamos aunque no compartamos la idea de su conveniencia”.
No obstante, en ninguno de esos episodios tuvieron lugar “paros” agropecuarios. Estos sólo se realizaron con los gobiernos de Isabel Perón y Raúl Alfonsín. En el primer caso, sobre todo, partir de la creación, en agosto de 1975, de una nueva organización empresaria, la Asamblea Permanente de Entidades Gremiales Empresarias (Apege) con propósitos abiertamente golpistas. En ella se congregaron los miembros de las agrupaciones empresariales más importantes. En sus declaraciones la Apege criticaba duramente el Pacto Social y responsabilizaba a la CGE y a la CGT de la crisis, al tiempo que llamaba a responder a las amenazas planteadas por el “desmedido avance sindical”. En octubre y noviembre de 1975 se organizaron lockouts ganaderos, que hicieron escalar el precio de la carne. La práctica se repetiría en febrero de 1976, en forma aún más extensa, abarcando a todo el sector y con expresos objetivos de desestabilización, que se concretaron con el golpe militar del 24 de marzo de ese año.
Este tipo de medidas de fuerza se repitieron durante el gobierno de Alfonsín, en 1987, como respuesta a las retenciones mismas, y en 1988, como consecuencia de un desdoblamiento cambiario. Los presidentes de las organizaciones agropecuarias más importantes del país –la SRA, la Confederación de Productores, la Federación Agraria y Coninagro– coincidieron en que esa política era “confusa y lamentable”. “Nos obligan a rechazarlo en todos sus términos”, decía el representante de una de esas entidades. Los productores agropecuarios advertían que la liquidación de sus exportaciones según el tipo de cambio llamado comercial –que se cotizaba un 20% menos que el denominado financiero– era un “impuesto encubierto”. En esta ocasión también esas acciones contribuyeron a acelerar la caída del gobierno y Alfonsín tuvo que traspasar el mando, en medio de una galopante hiperinflación, antes de terminar su mandato.
Por el contrario, con Martínez de Hoz y un peso notoriamente sobrevaluado, se perjudicó al campo sin fuertes reclamos por parte de las entidades rurales. Y hacia el fin de la vigencia de la convertibilidad, cuando ya se estaba verificando la forma en que esa política afectaba no sólo la rentabilidad sino incluso la supervivencia de las explotaciones agropecuarias, Enrique Crotto, presidente de la SRA, la defendió repetidas veces. Aunque el mismo Crotto, en momentos en que se intentaba salir de la crisis, en su discurso en la exposición rural de 2002, criticó la aplicación de nuevas retenciones al agro.
Como vemos, la problemática de las retenciones tiene una larga historia en las relaciones entre el campo y gobiernos de muy distinto origen e ideologías, que trasciende el conflicto actual y que en ocasiones tomó nítidamente un carácter político que en otras no tuvo. De cualquier modo, si como dice el viejo lema de la SRA “cultivar el suelo es servir a la patria”, se trataría de una patria especial, donde el excedente del sector no tiene que ver con las políticas públicas ni con una distribución más equitativa de las riquezas del país.
Sin embargo, la historia nos muestra también el otro lado de la moneda. Para los intereses rurales la intervención del Estado puede justificarse si en vez de excedentes se tienen pérdidas, como ocurrió en la década de 1930. Entonces, para paliar la crisis que vivía el sector por la baja de los precios internacionales de sus productos, los gobiernos conservadores de aquellos años crearon las Juntas Reguladoras de Granos y de Carnes, que tenían por finalidad compensar esas pérdidas. En este caso se invertían los términos: era “la patria” la que ayudaba a los que cultivaban el suelo. La taba no cae siempre del mismo lado y el campo, o más bien la parte del campo que representan las entidades rurales, debería recordarlo.
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