EL PAíS
› COMO NACIO LA CARRERA DEL CANCILLER, EN TIEMPOS DE ISABELITA
El joven Ruckauf
Ni la prosa ni el progresismo ni la lealtad están entre sus fuertes. Carlos Ruckauf llegó al gabinete de Isabel Perón de la mano de El Loro Miguel. Como ministro de Trabajo, mostró sus tendencias derechistas y su obediencia. Si embargo, no fue consecuente: terminó recostado en otros apoyos y, cuando cambió el viento, habló con los militares. Una historia de cuando la “mano dura” era corriente.
› Por Susana Viau
“La guerrilla de fábrica se debe a los sectores empresarios, que tomaron militantes de ultraizquierda para romper las conducciones sindicales peronistas. El problema vital es acabar con la subversión. Los empresarios decían que iban a chupar a la izquierda, que luego terminó manejándolos.” El basto análisis de situación fue difundido por la pantalla de Canal 11. Su autor era el titular de la cartera de Trabajo. Corría 1975 y el ministro en cuestión –el más joven del gabinete pese a que no lograba batir el record de Carlos Florit, el canciller veinteañero de Arturo Frondizi– también se llamaba Carlos, Carlos Federico Ruckauf. El comentario calza a la perfección con el informe que la filial argentina de la automotriz Mercedes Benz dirigió en 1976 (y que publicó este diario el jueves) a su central explicando que los despidos de 114 trabajadores –14 de los cuales fueron secuestrados y asesinados– “eran pedido urgente del entonces ministro de Trabajo y de la dirección de SMATA” para “eliminar elementos subversivos de las fábricas”.
El parto que colocó a Carlos Ruckauf en el mundo de la función pública ocurrió el 11 de agosto de 1975. El que le tocó en suerte era un cargo clave, aunque debiera asumirlo entre un pelotón: uno de los tantos nuevos gabinetes que, mediante enroques y desplazamientos, constituían los ensayos de Isabel Perón –en realidad, María Estela Martínez– para conformar a tirios y troyanos, aunque conservando la impronta ultraderechista que caracterizaba la gestión desde el inicio. Este último cambio de figuras dejaba en el tablero al coronel Vicente Damasco como sustituto de Antonio Benítez en el ministerio del Interior; Angel Federico Robledo dejó vacante la embajada en Brasil para ocupar la plaza de Canciller, en reemplazo de Alberto Vignes; Pedro Arrighi relevó en Educación y Cultura al fascista Oscar Ivanissevich; Carlos Emery se encargó de Bienestar Social y, por fin, Carlos Ruckauf, con el absoluto respaldo de quienes habían sido sus patrones, las 62 Organizaciones, se ubicó en Trabajo desalojando de allí al efímero Cecilio Conditti.
Las tensiones extremas habían desaparecido del último gobierno de Juan Domingo Perón con el despido de las alas progresistas que lo integraron en un inicio y la inclusión de un espectro proveniente de la ortodoxia tradicional. Con la muerte del general, su viuda completó la faena de homogeneizar su entorno alentada por dos sectores que, a la vez, habían comenzado una dura y solapada disputa por el control de la ex bailarina llegada de manera fortuita a la jefatura del Estado, lo que equivalía a controlar el poder desde detrás del trono: los seguidores del Hermano Daniel, Josecito, “el Brujo” o José López Rega, y los metalúrgicos de Lorenzo Miguel. Unida en un principio bajo las banderas del aplastamiento de las corrientes combativas, clasistas y de izquierda que habían irrumpido durante las dictaduras de Juan Carlos Onganía, Roberto Marcelo Levingston y Alejandro Lanusse, la cruzada reaccionaria que la calle definía como “brujovandorismo” se resquebrajaba por la intensidad de la lucha facciosa.
Miguel –”el Loro”– manejaba con mano de hierro no sólo la UOM. Tenía atados y bien atados los hilos de “las 62” y los de la CGT, donde había rodeado con sus lugartenientes al secretario general, el albañil Segundo Palma. Para completar el damero, desde la primera hora, desde la pitada inicial del gobierno peronista, el 25 de mayo de 1973, también había obtenido para sí el ministerio de Trabajo en el que colocó a Ricardo Otero, la “Cotorra”, apodo que hacía “pendant” con el sobrenombre ornitológico de la jefatura. Según se recuerda con detalles desopilantes en el libro “El Golpe”, el inventario del peso metalúrgico en el gobierno consignaba además cuatro vicegobernaciones, la presidencia de la Sala de Representantes de Buenos Aires, 28 diputados de estirpe sindical y tres senadores. Fuerza nada desdeñable por cierto y a la que había que sumarle una impresionante capacidad de movilización.
El mejor enemigo, el muerto
La pelea abierta y declarada del miguelismo estaba en las fábricas: en las automotrices en las que la izquierda clasista pisaba con fuerza, sobre todo en las cordobesas, donde el SMATA, impulsado por los obreros de IKARenault, había elegido como dirección a René Salamanca, líder de la tendencia 1 de Mayo, vertiente sindical del PCR, más tarde secuestrado y asesinado. La FIAT, con sus plantas Materfer y Concord, se había creado un problema mayúsculo al intentar restarle adeptos a las corrientes clasistas del SMATA, borrando a los obreros de su organización natural y organizando a cambio sindicatos de empresa, los famosos Sitra-C y Sitra-M que con la conducción de una variedad de grupos de izquierda acabaron protagonizando “el viborazo” y haciendo retroceder a las tropas desplegadas por el ejército para desalojarlos. Quizás a eso se refiriera luego Ruckauf al hablar de la responsabilidad empresaria en el desarrollo de “la guerrilla de fábrica”.
Pero el nuevo gremialismo que desvelaba a las 62, a Miguel y a Ruckauf se había diseminado también en las metalúrgicas. Por algo, en las horas previas al golpe del 76, se acuñaría la fórmula de “la ribera roja del Paraná”, aludiendo a Acindar, Propulsora y al imaginario foco de Villa Constitución. La “Cotorra” Otero no tuvo pelos en la lengua al clausurar el congreso de la CGT con una contundente advertencia: “Iremos a las fábricas a persuadir. Y si la persuasión no alcanza, a sacar a patadas a los mercenarios”. Fue a patadas. Lo cierto es que, tal como señala El Golpe, el miguelismo tenía un aliado de hierro: el ejército, enfrentado con el Brujo porque la Triple A, si bien incluía a algunos de sus generales y elementos de la “patota sindical”, armaba un tremendo desbarajuste en su cadena de mandos y le cuestionaba “el monopolio de la fuerza”.
La sonrisa de acero
Nadie recordaría el 26 de junio de 1975 de no haber sucedido ese día la célebre reunión de gabinete en que la “Cotorra” Otero corrió alrededor de la mesa al ministro de Economía Celestino Rodrigo, que se oponía a homologar los convenios colectivos. El 27, en vano, la CGT sacó sus fuerzas a la calle. “Cotorra” Otero presentó su renuncia y el ministerio recibió a Cecilio Conditti. Las huelgas salvajes campeaban en las fábricas y entre los asalariados. Buenos Aires era el epicentro del malestar. El 5 de julio, la CGT blanqueó la situación convocando a un paro de 48 horas que contuviera el irrefrenable ascenso de las “coordinadoras” multiplicadas por fuera de su dirección. “Lopecito” estaba en el ojo del huracán, ese era el único punto en común entre el miguelismo y las jóvenes camadas de gremialistas. El 11 de julio, el ciclo del sargento ascendido a comisario terminó. Isabel remozó el gobierno y cambió a Conditti por un muchacho que representaba la nueva relación de fuerzas, demoledoramente favorable al triunfador Lorenzo Miguel: el abogado Carlos Ruckauf.
La profundización de la crisis, sin embargo, dividió aguas: mientras la CGT, con disimulos, empezaba a tomar distancia de “Isabelita”, el miguelismo seguía asido a sus faldas. El cisma iba a redundar en un recorte en el poder de Miguel. No obstante, la pieza de “el Loro” en el gabinete sobrevivía a los terremotos políticos. Ruckauf había comenzado su carrera en el Sindicato del Seguro, en cuya revista Nuestro Tiempo ponía de relieve que ni la prosa ni el progresismo serían jamás puntos fuertes de su personalidad: “Es indudable que en nuestro país el Movimiento Obrero Organizado constituye (al igual que las Fuerzas Armadas y la Iglesia) un factor de poder vertical y disciplinadamente organizado con clara conciencia nacional. De la mayor o menor desunión entre ellos devendrá como conclusión una Nación enclenque y esclerotizada o fuerte y poderosa”. Ahora, desde el ministerio, abastecía con diligencia las exigencias del “Loro”. Para él firmó el Laudo Arbitral 29, que pasó de un plumazo miles de obreros mecánicos al gremio metalúrgico. José Rodríguez respondió al atrevimiento con un acto en el Luna Park y la convocatoria a un paro de dos días, de inmediato declarado ilegal por el ministro. Pero, se relata en el libro “El Hombre que Ríe”, la llegada a su despacho de Rodríguez munido de un portafolios obró el efecto mágico que no habían podido lograr los gritos de rabia de centenares de mecánicos reunidos en el Luna: Ruckauf aseguró que se mantendrían inalterables todos los convenios. En eses tejes y manejes iban a quedar enredados los 114 obreros de Mercedes Benz, cuyos despidos la empresa justificó con una nota a su matriz alemana que aclaraba: “Los despidos mencionados eran pedido urgente del ministro de Trabajo y de la dirección del SMATA” para “eliminar elementos subversivos de las fábricas”. Del mismo modo, hizo la vista gorda al asalto del sindicato de la carne por parte de una patota armada que destituyó a Constantino Zorila. Al día siguiente, el ministro legalizó el golpe de mano al recibir al nuevo secretario general Lesio Romero, un incondicional de Miguel.
Se asegura que en aquellas épocas los secretarios privados de Ruckauf, Aníbal Martínez y Alberto Onetto, procedían de “la pesada” de la UOM: que Oscar Anselmo, “el negro Hacha”, jefe de automotores y dueño y señor de “los fierros” en los que se asentaba la seguridad del ministro, militaba en “la pesada” de la UOM. La UOM no era un colegio de señoritas. Sus hombres de confianza nutrían la Triple A y desde su sede se planificaban las intervenciones a los sindicados indóciles y la expulsión de sus dirigentes. Los rumores urdían una historia fantasiosa en torno de un horno demasiado pequeño para consumir entero el cadáver de “el Polaco” Dubchak, un loquito bravo que se le había desmadrado a Miguel. No se sabe muy bien, en cambio, qué hacía en ese ambiente de “culatas” que pululaban por las oficinas del ministro un asesor licenciado en Letras de nombre Carlos Grosso.
Fue muy pronto, en esos años del ministerio de Trabajo, que Ruckauf se ganó una fama dudosa: la de que la lealtad no se contaba entre sus mayores virtudes. Dicen que en cierto momento dejó en la estacada a su valedor, “el Loro”, para acercarse sin mediaciones a la presidente. Y agregan que algo más tarde –todo era vertiginoso entonces–, al despuntar el ruido de sables, volvió a cruzarse de vereda y se enroló en el ala del gabinete que sustentaba la postura de una salida polémica: el juicio político a Isabel y la instalación de Italo Luder en el sillón de Rivadavia. En la misma medida que se alejaba de su padrino se acercaba a Casildo Herreras, el dirigente cegetista que huiría primero a Montevideo y luego a España con una breve explicación: “Yo me borré”. Antes del golpe y de su alejamiento del gobierno isabelista, el ministro alabado por la revista El Caudillo alcanzó a poner su firma en un decreto histórico: el 261/75, llamado “de aniquilamiento”, que habilitó a las fuerzas armadas para retomar el camino de la represión interna.