Dom 15.06.2008

EL PAíS

Curarse en salud

› Por Mario Wainfeld

Sucedió el lunes pero es como si hubiera sido una década atrás. La Presidenta anunció un Plan de Redistribución Social (PRS), con fuerte acento en la inversión pública en salud. Un fondo de afectación específico, formado con el plus de recaudación de las retenciones móviles a soja y girasol, se destinará a la construcción de 30 hospitales y 300 Centros de Atención Primaria (CAP, en adelante). También se instalará un acelerado programa de formación y capacitación de enfermeras. Habrá otras medidas, construcción de viviendas e infraestructura vial, pero esta nota prefiere centrarse en la propuesta de política sanitaria.

Cristina Fernández de Kirchner fijó una meta ambiciosa, muy llamativa en términos histórico-comparativos. La dirigencia de las entidades agropecuarias recogió el guante con delicadeza, sin que lo cortés quitara lo valiente: reconoció que la imputación de los recursos era estimable. Y se mantuvo firme en sus reclamos sectoriales, señalando que la carga fiscal respectiva se reparte con inequidad entre “el campo” y otros actores capitalistas. La dirigencia opositora, en su abrumadora mayoría comenzando por la Coalición Cívica, ninguneó el tema y profirió denuestos similares a los que propina al tren bala. En minoría, pero con conducta destacable, los integrantes del SI retrucaron al Gobierno mocionando una política social más extensiva e inclusiva. Desgranaron un rosario de proyectos de ley ya presentados, colocándose en el lugar de una izquierda sistémica opositora.

Aun con las diatribas empobrecedoras y frustrantes de casi todo el espectro opositor, el Gobierno, la Mesa de Enlace y el SI parecieron abrir una hendija en la noche de exasperación que es la acción política argentina. Fue una estrella fugaz, que merece siquiera un abordaje parcial aun en este domingo vanamente exasperado. A eso vamos.

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Se cayó el sistema: Nuestro país tuvo el más extendido y generoso Estado benefactor de la región. En materia de salud, el primer peronismo, bajo la dirección augusta de Ramón Carrillo, diseñó un sistema muy asentado en el sector público. La presencia de las obras sociales se expandió en la década del ’60. El sector privado siempre existió pero creció años después, pari passu con la erosión del Estado providencia obrada durante la dictadura. El círculo se cerró, de modo vicioso, cuando el neoconservadurismo menemista descentralizó las políticas sociales, transfiriendo a las provincias las respectivas funciones mientras se le retaceaban los condignos recursos. Las consecuencias, que fueron fatales, estaban contenidas en una “idea” liminar absurda: dividir un país en 24 áreas, promoviendo tendencialmente que hubiera 24 sistemas educativos, 24 sistemas de salud. El primer resultado fue acentuar las –de por sí– tremendas asimetrías preexistentes entre las provincias. Ese desorden forzado pervive, emparchado por acciones locales, insuficientes e incordinadas. Las obras sociales sindicales, muy imbricadas con el sector privado, atienden como pueden (con gran disparidad en el interior de la clase trabajadora) a sus prestatarios.

Nada parecido a un sistema de salud existe hoy. Los indicadores respectivos son malos, comparados con décadas atrás. Un clásico en una nación que tuvo mejores tiempos en casi todo, evocables por cualquier ciudadano de a pie.

Las cifras, incluso las que dieron a conocer la Presidenta y la ministra Graciela Ocaña, deben tomarse siempre como aproximativas. Hay miles de CAP, más de 6000 según la versión oficial, en toda la geografía nacional, carecen de articulación en red o cosa que se le parezca. Nada semejante a una red hospitalaria general cubre la atención de los ciudadanos. El Estado nacional es un incitador de políticas pero, desprovisto de estructura, sólo funge como generador de programas (algunos muy meritorios, como el Remediar). No existen casi hospitales nacionales, el Posadas y (en parte) el Garrahan lo son.

En ese contexto desordenado, reproductor de las desigualdades e ineficaz, la erección de 30 hospitales podría ser el paso inicial de la trabajosa, muy ardua, reconstrucción de una política nacional de salud.

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Trazos gruesos: El oficialismo no discriminó aún los lugares en los que se construirán los hospitales, cada uno con dos CAP satélites muy cercanos destinados a atender las dolencias menores, diagnosticar las más severas, munir los exámenes y análisis necesarios y, eventualmente, derivar con data a los pacientes al hospital. En entrevistas a medios electrónicos otorgadas por Ocaña y en charlas informales con funcionarios de primer nivel de su ministerio y de otros, se habla de alrededor de diez en el conurbano bonaerense, alguno más en el interior de la provincia de Buenos Aires, el resto en otras provincias. El Gobierno articulará las tareas con provincias y municipios. Los costos de la obra pública correrán por cuenta del Estado nacional, también los de la instalación respectiva: insumos, instrumental, etc. Es de imaginar que a ese stock de recursos públicos la Nación deberá agregar el flujo para bancar los gastos regulares, empezando por los sueldos de los recursos humanos necesarios. Un gran hospital y varias “salitas” son una inversión importante, es dudoso que la mayoría de las provincias y municipios puedan hacerse cargo de esos costos. Máxime si, como se desliza en despachos empinados, se privilegiarán las ciudades y las regiones (conurbano, NOA) con población más desvalida. Si esa masa regular de plata no fluye, los hospitales podrían devenir elefantitos blancos. Hay sobrados ejemplos previos. Uno muy conspicuo es el hospital regional de Formosa, erigido hace pocos años, con gran erogación. La falta de presupuesto para pagar al personal general, médicos y enfermeras lo mantuvo inactivo durante bastante más de un año.

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De cara al enjambre: La implementación de la medida, así se dijo, debe articularse con provincias e intendencias. El diseño actual es endiablado, los hospitales y algunos CAP son provinciales. Otros CAP son municipales, su vinculación con la administración provincial tiene sus bemoles.

Los nuevos acuerdos serán complejos en términos políticos y prácticos. Instalar hospitales en zonas pobladas desata problemas surtidos: encontrar los terrenos propicios, desanudar problemas dominiales, sólo para empezar.

Mucha política haría falta para designar las prioridades, consensuarlas y concretar el proyecto en un plazo razonable. En el oficialismo no se emiten certezas, pero algunos pronósticos hablan de dos años. Suena muy voluntarista, tanto como deseable.

Desde luego, también es necesaria la discusión de los especialistas acerca de qué es lo más urgente y más eficaz en cada territorio.

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Recursos humanos: La falta de camas hospitalarias es un flagelo. También lo es la pasmosa escasez de personal capacitado. La formación de decenas de miles de nuevas enfermeras (leyó bien) y la capacitación de las que trabajan en condiciones sobreexigentes es otra flagrante necesidad. El Gobierno piensa consagrarle recursos del PRS y también requerir un aporte a las obras sociales (una cápita anual para formar profesionales) que también sufren la falencia.

Es otra medida encomiable, que también requiere convocar a otras instituciones, para empezar las educativas.

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Ideas fuerza: El cronista cree que la idea fuerza que emitió Cristina Kirchner es interesante. Y como profano, se excusa de juzgar la pertinencia estricta de las medidas que ameritan un debate público de calidad, de esos que por acá no se consiguen.

Pero, en medio del fragor del sábado, se permite consignar que esta sociedad se merece abordajes inmediatos (despojados de la frivolidad y exasperación imperantes) de cuestiones como ésta. Y también las condignas polémicas públicas. En una tierra asolada por la inequidad y la falta de solidaridad tangible con los más humildes, es toda una urgencia. Pero la vocinglería y la intemperancia expandidas disipan esas virtualidades, en un escenario opresivo que el cronista comenta (y lamenta) en las páginas principales de este mismo diario.

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