EL PAíS › OPINION
› Por Ernesto López *
Hace tiempo me rondan dos recuerdos. Uno: el Cid era Campeador, porque hacía la guerra. Campear, en aquella época, era guerrear. Dos: el recordado Juan Carlos Portantiero, en el exilio, consultado por la TV mexicana en medio del conflicto de Malvinas dijo: “La guerra podría haberse evitado; ahora, si me toca elegir entre ser un patriota argentino o un patriota inglés, elijo, obviamente, lo primero”. Estas memorias vienen a cuento del problema con el agro.
Que hay un conflicto grave en curso es obvio. Su motivo alegado es el rechazo campero a las retenciones móviles. Si se observa el movimiento de los precios internacionales de la soja, se entiende rápidamente por qué: como bien informó David Cufré en este diario, el pasado 25 de mayo, la tonelada cotizaba 356 dólares en octubre del año pasado, al momento de la siembra; a la fecha de su nota el precio era de 463 dólares. El jefe de Gabinete, Alberto Fernández, anunció que ya sobrepasa los 500 dólares. En ocho meses ha tenido un aumento de más del 40 por ciento. Una cosa parecida ocurre -–o puede ocurrir– con los otros cultivos. Con retenciones móviles en reemplazo de las anteriores fijas (35 por ciento) el campo pierde participación en la renta extraordinaria que resulta de la fertilidad pampeana. Hasta aquí se trata de un mero conflicto de intereses. Pero hay, lamentablemente, más.
Recientemente, la Aduana informó que las exportaciones de granos básicos fueron mayores en el período enero-mayo de 2008 que durante el mismo período de 2007. Pero entonces, ¿qué pasa? Hace ya más de tres meses que vamos de lockout en lockout, remachados éstos por piquetes que se encargan de controlar que ningún distraído haya despachado granos al puerto (además de decidir a piacere quién pasa y quién no). Entonces, ¿con qué se llenan los embarques? Tal vez se trate del viejo asunto de “la chancha, los veinte y la máquina de hacer chorizos”. Algunas de las instituciones comprometidas en la asonada son expertas en este tema. Pero conviene no ser ingenuos. No se trata sólo de una pequeña malicia chacarera ni de la conocida codicia esquilmadora de los otros. Porque todavía “hay más noticias para este boletín”.
Sí, porque también está la contumaz voluntad de imponerle al Gobierno no sólo resultados (decisiones), sino también condiciones. Esto último es, para mí, lo más significativo. Los camperos han mostrado un desmesurado afán de condicionar el diálogo, de imponerles pesados marcos a las eventuales conversaciones con el Gobierno, de marcar la cancha de manera tal que éste se viera como vencido, como el toro que ha bajado la testuz en la lidia. Esa fue la intención del 25 de mayo pasado, cuando lo descalificaron groseramente (“los Kirchner son un obstáculo para el desarrollo”) y se regodearon con el “¡cagones, cagones!” que el coro les endilgó a los gobernadores y otros funcionarios que no se les allanaron. Los grandes diarios completaron la acción. Clarín, por ejemplo, tituló el lunes 26: “El campo protestó fuerte y hoy vuelve a negociar”. La mesa estaba puesta: el Gobierno debía recibir a los campestres pese a los agravios y desplantes.
Hay, como dicen los amigos de la Carta Abierta, un clima destituyente, una intención esmeriladora que delata la existencia de una aviesa intención de lucha por el poder.
Nuestros campestres campean –con minúscula, claro–, retraducen a guerra, solapadamente, un reclamo sectorial: peligrosísimo y antidemocrático juego. Lo digan o no, lo reconozcan o no, lo hacen. Conviene tenerlo claro.
Si de una guerra campestre se trata elijo ser, como Portantiero, un patriota argentino. Aunque no puedo dejar de recordar, con Clausewitz, que aun sobre la guerra es conveniente que mande la política.
Q Sociólogo, embajador argentino en Guatemala.
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