EL PAíS › PANORAMA POLíTICO
› Por J. M. Pasquini Durán
Cuando los piqueteros eran pobres fueron enjuiciados en todo el país alrededor de tres mil militantes gremiales y sociales, algunos sufrieron cárcel por crímenes tan terribles como pedir alimentos y otros perdieron la vida. Teresa Rodríguez, Kosteki, Santillán, Carlos Fuentealba, más de treinta caídos durante los cacerolazos en diciembre de 2001, forman parte de la más reciente lista trágica escrita con sangre por la represión salvaje de fuerzas de seguridad. Al cabo de cien días de lockout desabastecedor, que violó leyes y reglamentos, que impidió la libre circulación por rutas públicas y privó de alimentos, combustibles y también insumos industriales a poblaciones enteras y a numerosas empresas que licenciaron a miles de trabajadores, que desataron un proceso inflacionario en contra de millones de consumidores, que devaluaron el poder de compra de los salarios, que agravaron la indefensión de los grupos más vulnerables de la población, entre muchos otros perjuicios al bienestar general, a la economía nacional y a la estabilidad institucional, por todos los delitos y responsabilidades no llegan a treinta los productores agropecuarios que tienen algún expediente judicial abierto. Pese a los perjuicios que ocasionaban, los gobernantes, con máximo respeto por el derecho de protesta, jamás impartieron órdenes a las fuerzas de seguridad para que desalojen con violencia a los piqueteros rurales. En la comparación, pueden verificarse otra vez los prejuicios sociales de casi todo el Poder Judicial, reflejo cierto de algunas napas de la sociedad, que permaneció inerme ante la comisión de delitos flagrantes. Tampoco se escuchó a políticos, del oficialismo o de la oposición, reclamar a los tribunales para que hagan respetar la ley, los códigos y los reglamentos, tal vez porque pensaron que la prepotencia de los más fuertes es una regla válida o por mezquinos cálculos sobre los beneficios que podían obtener de las desventuras del Poder Ejecutivo. Por acción u omisión, la mediocridad, la avaricia, la arbitrariedad, la desmesura efectista, el oportunismo político y una extendida cultura autoritaria abandonaron a la intemperie la joven democracia, con apenas 25 años, aunque siguieron haciendo gárgaras con su nombre. Es una buena fórmula que para los problemas de la democracia haya más democracia, pero en esa concepción hombres y mujeres deben sentir que el sistema los protege de todos los abusos, no importa de dónde vengan.
El Congreso retomó un lugar que no debió desocupar hasta la indiferencia, pero si el Poder Ejecutivo no sacaba del freezer a los bloques oficialistas, ahora la misma presidenta Cristina les abrió la puerta para que salgan a cumplir con su responsabilidad. En un país de extremo presidencialismo, con un sistema de representación desprestigiado –aún nadie fue preso por el escándalo de la “Banelco” para la reforma laboral de la Alianza– y un arco opositor que fue incapaz hasta el momento de ser una opción de alternativa con un proyecto superador, no puede extrañar que el Poder Legislativo concite tan pocas expectativas populares. Esta es una extraordinaria oportunidad para levantar el prestigio caído y ofrecer a la sociedad algo más que otro acto de disciplina partidaria. Es lógico que el Ejecutivo quiera que su proyecto sea aprobado a libro cerrado, pero no iría en desmedro de su autoridad si los legisladores despliegan sus capacidades para mejorar la oferta hasta donde sea posible sin descalificar a la fuente de origen. También es razonable que los intereses exportadores y los productores traten de influir en las decisiones a favor de sus propios intereses, siempre que acepten las reglas del juego de las decisiones democráticas, sin la soberbia extorsiva que lucieron en estos cien días como si ellos fueran alguno de los poderes de la Constitución.
Ese es un esquema del siglo pasado, cuando cogobernaban los llamados “factores de poder” y “grupos de presión”. Eran los tiempos en que el campo y la industria definían las fronteras dentro de las que se movían los partidos políticos, la prensa, los grupos económicos y hasta los militares que asaltaban el poder. Por comodidad expresiva, cada vez que subía un gobierno nuevo, elegido o por golpe de Estado, era fácil prever su conducta “si olía a bosta”. Juan Carlos Onganía ingresó en calesa descubierta al predio de la Sociedad Rural mientras lo ovacionaban las tribunas, y José Alfredo Martínez de Hoz, ministro económico del terrorismo de Estado, fue recibido en ese mismo ámbito como socio distinguido. A partir de la segunda mitad de los ’70, mientras la economía mundial se “globalizaba”, el sector financiero ocupó la hegemonía de los negocios pero en lugar de sustituir a los otros dos sectores los incorporó a directorios de empresas compartidas.
La transnacionalización de la economía, con la apertura irrestricta del libre mercado, se engulló a la industria nacional, empobreció a millones de trabajadores que se quedaron sin empleo o con contratos basura y transformó los métodos productivos en el campo. Los ahora llamados “pools” de siembra, fondos de inversores dedicados a la producción y comercialización de commodities, en los años 90 ya funcionaban en el país y desde entonces siguieron expandiéndose, mucho más cuando los alimentos pasaron a las ligas mayores por la demanda mundial, incluso como materia prima para los combustibles que sustituyan al petróleo cada vez más caro, y el capital financiero viaja por el ciberespacio buscando oportunidades de negocios que ofrezcan ganancias rápidas y abundantes.
Fue Perón, en su etapa de “león herbívoro”, quien pronosticó que el mundo se quedaría sin alimentos y sería la oportunidad maravillosa para países productores como Argentina, que puede abastecer a quinientos millones de consumidores. Acertó, pero el poder sin alma del dinero, la dictadura genocida y la deserción del menemismo de los principios de la justicia social entregaron la oportunidad a la codicia de los grandes capitales, sacrificando al propio pueblo, con niños que mueren por desnutrición y la tuberculosis, enfermedad de misérrimos, hace estragos entre millones de pobres. El asunto que hoy tiene en sus manos el Congreso consiste en dotar al país del instrumento legal que potencie las posibilidades de producción a condición de que desaparezca el hambre de los hogares argentinos. Para eso, todas las facilidades para los negocios agropecuarios pero también la equitativa distribución de las riquezas. Entre los privilegios de los fondos de inversión está el anonimato de sus integrantes, pero los que mueren de hambre tienen todos nombres y apellidos. Sería bueno que los legisladores tengan sobre sus pupitres aunque sea la nómina de los chicos que murieron el último año por alimentación inadecuada, encima de las encuestas de opinión sobre clientelismo electoral.
El Gobierno merece críticas por estos cien días y es posible, por ejemplo, que lo que hizo el día 99 del lockout pudo hacerlo cuando le soltó la mano al joven ministro Martín Lousteau. Tuvo una comunicación deficiente y tardía para explicar su conducta y fundamentar sus decisiones. Nunca explicó bien la composición de la renta agraria, no identificó con precisión a los verdaderos apropiadores de las rentas extraordinarias ni diferenció a tiempo, por región y por tamaño, a los productores, que no son todos oligarcas, aunque los oligarcas siguen existiendo. Más allá de las opiniones tácticas, siempre relativas, olvidó sobre todo la batalla cultural que debe darse en una nación que fue gobernada, en casi doscientos años de independencia, la mayor parte del tiempo por variantes de la derecha, que pudo tejer una trama de alianzas, complicidades y hasta de idiotas útiles y sicarios que se pone en marcha cada vez que tienen que defender porciones de privilegios. “Los intelectuales no son un jarrón chino que cada partido necesita lucir en algún lugar visible”, apuntó un ensayista ítalo-mexicano y la experiencia internacional indica que los partidos que se ubican en el centroizquierda necesitan ser un partido para la política y para la cultura, “necesitan ser un centro irradiador de adhesiones en vez de un puercoespín que provoca rechazos”, dijo una reciente proclama de los socialistas catalanes.
Aun con ese consejo de prevención, una de las críticas injustificadas al Gobierno es la que lo acusa por su actitud “confrontativa”, puesto que siempre los Kirchner aseguraron en público que no gobernarían para las corporaciones. Y no fue “el campo” ingenuo, bucólico, de manos rudas, el que alentó el lockout desabastecedor, sino corporaciones de largas tradiciones en el país, casi siempre ajenas a los hábitos democráticos. Si pasado mañana el Gobierno impusiera un tributo a la renta financiera, que hoy en día goza de exenciones injustificadas, o lleva adelante una ley de radiodifusión que derogue la norma dictada por Jorge Videla, con seguridad afrontará otras batallas duras y crudas. Ojalá haya aprendido de sus aciertos y errores en esta experiencia todavía sin terminar y no pierda el rumbo. Sus enemigos, sobre todo los del propio palo, olfatearon sangre y se han lanzado sobre el rastro para ver si recuperan el espacio perdido. Al Gobierno le esperan días complicados, pero logrará salir adelante si no olvida la regla básica de toda idea de progreso: es la confianza del pueblo la que inclina los platos de la balanza. El único costo irrecuperable es el que pagan los gobernantes que desilusionan a sus votantes.
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