EL PAíS › UN CASO QUE AGITO LA SOCIEDAD VICTORIANA DEL SIGLO XIX
Los Kent llevaban una apacible vida en su mansión. Un día, el hijo de tres años apareció degollado. Doce personas dormían esa noche en la casa. Un caso perfecto para el detective de moda.
› Por Carles Geli *
Un niño de tres años degollado en una mansión rural cerrada. Una docena de personas que pasaron la noche en su interior, cada una con sus motivos para cometer el crimen. El príncipe de los detectives de Scotland Yard, al frente del caso. La tan encorsetada sociedad victoriana, escandalizada. La prensa, canallesca como nunca hasta entonces. Charles Dickens, Wilkie Collins y Henry James, haciendo sus cábalas. Y, claro, una resolución con demasiadas dudas. En resumen: el primer crimen mediático que conmovió al mundo anglosajón.
Esas son las coordenadas del asesinato que se produjo el 29 de junio de 1860 en la casa georgiana de la familia Kent, tres plantas y 19 habitaciones que dominaban la colina de Road, a ocho kilómetros de Trowbridge, laboratorio de la Inglaterra que galopaba: 11.000 habitantes que gozaban de una estación de tren que había llegado hacía poco. Brotaban las incipientes clases medias, como cambiaban y crecían las fábricas que ahora se movían por máquinas de vapor. De fábricas entendía Samuel Kent, que se dedicaba a inspeccionarlas, lo que no le granjeó muchas amistades.
En casa, sin embargo, reinaba la paz: la niñera, Elizabeth Cough dormía con los dos pequeños; Saville y Eveline, de 3 y 20 meses, en una habitación a escasos metros de la del matrimonio Kent, que lo hacía con su hija mayor, María Amelia, de cinco años. En el piso de arriba, junto a la criada y la cocinera, estaban los cuatro hijos del primer enlace del señor Kent, Mary Ann y Elizabeth, de 29 y 28 años, que dormían juntas, y Constance, de 16, y William, de 14, que tenían habitaciones propias.
Tras levantarse de madrugada ese 29 de junio para abrir al deshollinador, la niñera se percató de que Saville no estaba en su cuna: se observaba aún su hueco marcado en el colchón; su madre le debió de oír llorar por la noche, como otras veces, y se lo llevó a su habitación. Pero pocas horas después se comprobó que el niño había desaparecido. No estaba en ninguna de las tres plantas. La criada encontró uno de los inmensos ventanales traseros de la casa entreabierto. Se inició la búsqueda por el inmenso jardín. Nada. Uno de los trabajadores lo halló: el niño estaba dentro de las letrinas junto al muro limítrofe de la mansión, con el cuello desgarrado de punta a punta y una cuchillada en las costillas. Su manta estaba en el suelo.
La policía y el tribunal local, tras interrogar a los criados, trabajadores y, muy levemente, a los hijos, estaban desorientados: no encontraban nada. “Considero, señores, que es el asesinato más extraordinario y misterioso jamás cometido, por lo menos, que yo sepa”, admitió el forense. Las autoridades se agarraron a su única corazonada: no podía ser que la niñera no hubiese oído nada estando en la habitación; además, había dicho más de una vez que el niño era un mimado y que lo contaba todo a su madre. Se contradijo al asegurar que se había percatado desde el primer momento de la ausencia de la manta, para después negarlo. No le ayudaba Samuel Kent: se complicó también con el tema de la manta y dejó encerrados en la cocina, con vagos pretextos, a dos policías enviados al poco a registrar la casa. Hipótesis: la niñera tenía un romance con el señor, el niño los vio y el hombre y ella lo asesinaron. También jugaba en contra el historial del padre: la actual señora Kent había sido la anterior institutriz de la casa, con la que mantuvo relaciones en vida de su primera esposa.
La detenida fue, claro, la señorita Gough. Se contabilizaron ocho periodistas en la declaración. Lo nunca visto. La falta de pruebas tras los interrogatorios provocó la intervención del Morning Post, diario nacional que lanzó a las dos semanas el grito de alarma: “Se ha cometido un crimen cuyo misterio, complejidad y crueldad no tienen parangón en nuestra historia criminal. La seguridad de todas las familias y lo sagrado de los hogares ingleses exigen que no se conceda descanso a este caso hasta que se haya despejado la última sombra de su oscuro misterio con la luz de la incuestionable verdad”. El artículo fue reproducido por The Times. El Somerset and Wilts Journal puso la frutilla: “Que el mejor detective del país se haga cargo”.
El poder de la prensa se dejó sentir y el gobierno envió quizás a su mejor hombre: Jonathan Whicher. Pelo castaño, 1,72 de estatura, 45 años, piel pálida, ojos azules, parco en palabras, gran capacidad deductiva. Whicher estaba llamado a ser la estrella de los ocho primeros oficiales de la nueva policía metropolitana, la de Scotland Yard, creada para controlar el incremento de crímenes, facilitado por las muchedumbres anónimas que iban agolpándose en el pujante Londres que acababa de construir el Big Ben y la Victoria Station. Whicher venía precedido de su fama de brillante sabueso tras resolver sonados robos, como el de un cuadro de Leonardo Da Vinci al conde de Suffolk. Su fama le llevó a ser el primer detective inglés descrito en una publicación: fue en 1850, cuando el ayudante de Dickens lo vio en plena acción en un hotel y lo describió en la revista del escritor, Household Words. Dickens mismo lo había tratado, interesado como estaba por esos nuevos héroes de la modernidad a los que, junto a Poe y Collins, dedicaba colecciones de cuentos en ediciones baratas de tapa blanda y revistas donde se planteaban misterios. Whicher sería el primer gran modelo de detective literario.
Tenas, intuitivo y deductivo como pocos, lo tenía claro: el asesinato de Road Hill tenía que haber sido cometido por alguien de dentro de la casa. ¿Pero quién? Primero pensó en Constance: aunque había sido enviado con 15 días de retraso, el inspector sabía de la actitud fría de la niña tras conocerse el crimen, y de sus celos por el pequeño Saville, como había confesado a las compañeras de escuela a las que interrogó. Además, era la única que, junto con William, tenía habitación propia; eso sin contar los supuestos ataques de locura que se le atribuían como herencia de su madre, así como el episodio protagonizado cuatro años antes cuando huyó de casa con su hermano, tras cortarse el pelo y tirar su ropa de chica... en la letrina donde fue hallado su hermano asesinado.
Constance fue detenida, pero, en sus informes a sus superiores, Whicher pedía ayuda para atar bien sus sospechas. El caso se desbordaba: en una auténtica marabunta, una treintena de periodistas siguió las diligencias, que reproducían íntegramente. Era el signo de los tiempos: si en 1855 se publicaban en Gran Bretaña casi 700 diarios, sólo cinco años después su número era ya de 1100, como cuantifica Kate Summerscale en el meticuloso El asesinato de Road Hill, algo así como lo que Truman Capote hizo en A sangre fría en 1965.
El caso que tenía que encumbrar al detective se le convirtió en un boomerang: todo tipo de gente enviaba cartas a Scotland Yard o a los diarios lanzando sus teorías u ofreciéndose para medir cráneos, analizar la última imagen en la retina del niño o dar con el culpable a partir del sonambulismo. Todo lector y todo diario tenían su culpable. Hasta Dickens desarrolló su versión de la teoría del adulterio, como le explicó por carta a su colega Collins: “El señor Kent tiene una aventura con la niñera, el pobre niño despierta en la cuna y se incorpora, contempla movimientos gozosos. La niñera lo estrangula ahí mismo. El señor Kent hace cortes en el cuerpo, para confundir a los que efectúen el descubrimiento, y se ocupa del mismo”. Turistas que acuden a la casa a ver el lugar del crimen; aristócratas que escriben a Constance para que visite sus salones. Y frente a ese vendaval, Whicher seguía sin hallar el probable camisón manchado de sangre que debía de llevar la chica en el momento del asesinato.
El investigador era el epicentro de un terremoto sociológico: el tipo de crimen horrendo que no hacía ni 20 años la sociedad inglesa miraba cómo ocurría en los arrabales de Londres estallaba ahora en pleno comedor de la burguesía. Las investigaciones de la prensa y de los detectives (de clase social inferior) se consideraban intrusiones intolerables en la vida privada victoriana. Whicher, el arquetípico héroe detectivesco, asociado a la ciencia, era también el paradigma del espía. Había acusado a una niña, seguramente desequilibrada, sin pruebas. El cayó en desgracia (no se le asignó ningún caso significativo más) y la chica quedó libre.
La familia Kent abandonó Road Hill tras subastar los bienes (la gente pagaba más por sus camas u otros objetos morbosos). Constance fue internada en un colegio. Empezaron a editarse los primeros libros y folletines sobre el crimen, y Whicher acabó en 1864 solicitando la jubilación. Un año después, Constance confesó ante un juez su culpabilidad. El móvil: la venganza contra su madrastra por ocupar el lugar de su madre. Hizo hincapié en que estaba bien cuerda, que se había desecho del camisón ensangrentado (tal como Whicher conjeturó) y que lo hizo sola. Ante las dudas del caso, se le conmutó la pena de muerte por 20 años de reclusión.
Cuando salió de la cárcel, el 18 de julio de 1885, Constance se fue a Australia. Tiempo después se supo que ahí vivía su querido hermano William, ahora biólogo. Ella se hizo enfermera y vivió 100 años. Whicher había muerto hacía ya mucho, en 1881, olvidado y con una imagen que hace pensar que las características que Sherlock Holmes luciría como investigador no fueron escogidas casualmente por Arthur Conan Doyle.
* De El País, de Madrid. Especial para PáginaI12.
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