Norma Giarracca *
En los finales del siglo XIX el sector agropecuario argentino comenzó una etapa que se cierra en 1930, con la crisis mundial, en la que se generó un importante excedente que habilitó el crecimiento deslumbrante y recordado durante todo el siglo con cierta nostalgia. Ese período expansivo, “agroexportador”, estuvo favorecido por condiciones de altos precios internacionales que estimularon la demanda externa de la producción de cereales y carne. Fue acompañado, además, por la expansión de la frontera agraria y el asentamiento de colonos de origen extranjero en esas vastas y fértiles tierras disponibles.
La provincia de Santa Fe fue clave, tanto por recibir una gran cantidad de colonos como por la posibilidad de producir cereales para la exportación. La agricultura estaba en manos de colonos arrendatarios que debían pagar una alta renta a los propietarios de la tierra. En los comienzos del siglo XX el territorio agrario provincial estaba habitado por una trama de actores agrarios –terratenientes propietarios; arrendatarios de grandes extensiones, pequeños arrendatarios; compañías colonizadoras; acopiadores de cereales; trabajadores rurales; exportadores, etc.– con relaciones asimétricas alrededor de la generación de la fabulosa renta agraria debido a fertilidad de las tierras.
No hay dudas de que el factor determinante de la gran protesta agraria en la localidad de Alcorta en 1912 fue económico: la baja de los precios de los cereales, el aumento del precio de los insumos y condiciones de arrendamientos muy desfavorables. No obstante, la trama del conflicto agrario estuvo atravesada por componentes políticos ya que, desde nuestros inicios como nación, la subalternización de ciertos sectores en el capitalismo argentino no fue naturalizada (más bien resistida) y esto es válido tanto para los chacareros como para las comunidades indígenas o los trabajadores en general. Recordemos, por ejemplo, que los colonos inmigrantes, como extranjeros, no eran sujetos de derecho y no había recepción de sus reclamos. La Iglesia tuvo un significativo papel en la alborada del conflicto cuando los curas párrocos de Alcorta –Pascual y José Netri– apoyaron las luchas y, además, pusieron a los colonos rebeldes en contacto con otro de sus hermanos, abogado residente en Rosario, Francisco Netri (importante asesor legal quien fuera asesinado en 1916).
La huelga agraria, los cortes de rutas y el cese de entrega de la producción fueron las formas de acción de los chacareros rebeldes. El domingo 25 de junio de 1912, en una de las asambleas donde los agricultores de las localidades vecinas llegaban en sus “sulkies”, se anunció la huelga general. Los relatos cuentan que las caravanas en “sulky” que llegaban de La Adela, La Sepultura, Bigand, Firmat, etc. alcanzaban más de cinco kilómetros de largo. La asamblea en el local de la Sociedad Italiana de Socorros Mutuos declaró la huelga y se anunció el nuevo proyecto de arrendamientos y aparcerías. Alrededor del 8 de agosto, cuando un significativo número de terratenientes propietarios ya habían aceptado los términos del nuevo contrato agrario, se levantó la medida.
Estos colonos herejes –como los caracterizó un trabajo reciente– pelearon por condiciones de labranza dignas como las empresas colonizadoras les habían prometido y luego, por la tierra. En ellos se imbricaban culturas de lucha socialistas, anarco-sindicalistas, antiliberales europeas con la generación de una política que irrumpía en el país de la mano del radicalismo. En ese mismo año crean la Federación Agraria Argentina (FAA), que se convertiría desde entonces en el arma gremial de los colonos rebeldes luego convertidos en pequeños propietarios.
La FAA estuvo aliada al Partido Socialista para pasar sus leyes por el Congreso, acompañó al partido radical y a los gobiernos populares peronistas. No existen registros que la conecten con golpes de Estado o posiciones de derecha. Durante la dictadura militar, por ejemplo, la FAA presidida por don Humberto Volando tuvo una coherente y honesta actuación en favor de los derechos humanos. Sin embargo, después del arrinconamiento al que sometieron a los pequeños productores las políticas de los ’90, la FAA aceptó sin críticas el modelo del “agronegocio”. Los últimos dirigentes de FAA –Bonetto y Buzzi– se equivocaron y desoyeron críticas que hacen los ambientalistas, la agroecología, Vía Campesina, entre otros, al nuevo modelo neoliberal para el campo, bajo el supuesto de que con él “salvarían” al sector. Y no es así. A mi juicio se equivocaron y se siguen equivocando ahora con sus alianzas. El capitalismo concentrador no acepta en sus producciones de punta la pequeña propiedad como pasaba hace casi un siglo. Sólo bajo las coordenadas de otro modelo agrario, para la soberanía alimentaria, y sin las fabulosas ganancias actuales, podrá sobrevivir como sector y reconciliarse con otros sectores subalternos del campo argentino.
* Socióloga, profesora titular de Sociología Rural de la UBA.
Ricardo Forster
Observar la escena contemporánea constituye, para quien busque atravesar la capa de superficialidad mediática, una excelente oportunidad para leer en espejo nuestra historia, para entablar un diálogo imaginario entre ciertos momentos decisivos del pasado argentino y una actualidad que tiene la extraña virtud de permitirnos descubrir los fondos espectrales de una realidad destemplada pero cargada de inéditas posibilidades. Como si algunas voces olvidadas se mezclaran entre los actores que hoy se expresan en el escenario de un conflicto de cuya resolución dependerá el sentido de lo que vendrá en los próximos años. Porque lo que se juega en estos días arduos, complejos y decisivos no es sólo el mañana sino, también, los relatos del pasado, la trama más profunda y significativa de los derroteros históricos de un país que nunca deja de dirimir sus diversos relatos fundacionales allí donde lo que parece acontecer es del puro orden del presente.
Que hoy se hable del “partido del campo”¡”, y esto más allá de sus posibilidades ciertas de cristalizar en esa dirección, implica que nos enfrentamos a un actor cuya larga presencia e influencia en la historia argentina es más que evidente como para sorprendernos ante su actual protagonismo. Lo que tal vez resulte novedoso, hasta cierto punto, es la claridad meridiana a través de la que los exponentes de los intereses agropecuarios manifiestan su “vocación” de poder, su entrada con bombos y platillos en la batalla política, la que hoy se da, entre otras cosas, para definir el rol del Estado junto con una sorprendente capacidad para apropiarse de tradiciones que le eran ajenas del mismo modo que destiñen hasta apagarle toda coloración las diferencias históricas que separaron a la Federación Agraria de la Sociedad Rural, que es lo mismo que decir a los pequeños productores de los grandes estancieros. Lo “nuevo” de esta nueva derecha agraria radica precisamente en sus giros virtuosos hacia lenguajes democráticos y hasta progresistas en el preciso instante que asumen la plena naturalización de los ideales neoliberales, aquellos que giran en torno del valor absoluto de la riqueza, del festejo del derecho a disolver la presencia “asfixiante” de un Estado “confiscatorio” y a la potencialización del “goce individualista” de la renta propia. Su originalidad es que han logrado mimetizar sus intereses sectoriales, su avidez rentística, con los imaginarios de amplios sectores medios de una sociedad que hace tiempo han perdido la brújula dejándose orientar por las retóricas brutalizantes de las corporaciones mediáticas que, en la actual coyuntura, han optado clara y decisivamente por los dueños de la tierra. Extraña parábola argentina en la que el kiosquero de la esquina considera que Miguens o Buzzi defienden los intereses nacionales frente al avance de un Estado depredador y populista.
Pero lo que hay que pensar es el modo en que han logrado apropiarse de los “discursos de la patria” generando una alquimia de retórica normalista (vehiculizada desde siempre por la machacona insistencia de cierta docencia argentina en afirmar al campo como eje de la nación, como núcleo genuino de nuestras riquezas y de nuestras virtudes) junto con una extrema capacidad para entramarse en expresiones y modos supuestamente populares (la figura de De Angeli ahorra todo comentario, su semblanza de gringo de la tierra, simple en su decir, honesto a fuerza de representar al hombre de campo, al chacarero que se desloma de sol a sol trabajando con sus propias manos mientras los otros, los de la ciudad, los políticos, los de palabras difíciles, se dedican a vivir a costa de sus sacrificios, de su enorme capacidad para producir “la riqueza nacional”; ya Horacio González hizo una fina descripción de lo que se guarda en la figura de un De Angeli como núcleo de un decir campechano que vehiculiza mediáticamente los intereses de la derecha). Una retórica que también ha buceado en las antiguas querellas entre unitarios y federales con el afán de imponer, sin decirlo, las ideas de un liberalismo antiestatalista que, por las necesidades del día, se viste de federalista allí donde serlo supone debilitar la posibilidad misma de asumir, por parte del Estado, la función distribucionista de una renta extraordinaria. Un federalismo de pacotilla, ausentado de sus raíces populares e igualitaristas, para ponerlo al servicio de la defensa a ultranza de su propia renta. El ejemplo de lo que está sucediendo en Bolivia, el chantaje autonomista de los grupos económicos concentrados de Santa Cruz de la Sierra y Tarija entre otros estados en los que la fertilidad del suelo y las riquezas gasíferas y minerales que le pertenecen a todo el pueblo boliviano son el verdadero motor de su autonomismo, constituye un ejemplo de primer orden para leer lo que puede significar entre nosotros el retorno de un federalismo construido desde el puro oportunismo de los poderes económicos agropecuarios. Hablar hoy de centralismo porteño no supone asumir la tradición de Dorrego sino defender, sin decirlo, intereses sectoriales.
Tal vez le quepa a la Federación Agraria la mayor responsabilidad en dotar de novedad discursiva a esta nueva derecha agraria, allí donde le ha transferido banderas y tradiciones que hunden sus raíces en genuinos movimientos emancipatorios, aquellos que desde principios de siglo veinte se enfrentaron denodadamente a la brutalidad arrogante de la vieja oligarquía. La sagacidad de un Buzzi no ha sido otra que la de posibilitar esta transferencia de insumos ideológicos en una época dominada por el desfondamiento y el travestismo que permite, entre otras cosas, que en un acto como el del último 25 de mayo y rodeado de la flor y nata del mundo agroganadero, se hayan podido mezclar las palabras conservadoras con las retóricas igualitaristas, el ultraliberalismo de Llambías con la figura de Evo Morales o de las Madres de Plaza de Mayo. Oportunismo garantizado por una época en la que cada mañana se puede comprar en el mercado persa de los valores el que mejor se adecue a las necesidades del día. Es en este sentido que entre Buzzi y De Angeli se despliega el núcleo original de este intento de partido agrario en el que todo se puede conjugar: los intereses de la Sociedad Rural, su acérrimo antiestatalismo construido de acuerdo con sus conveniencias, las cacerolas reaccionarias y procesistas de Barrio Norte, el conservadurismo clericalista de amplios sectores de “tierra adentro”, el pasado progresista de la Federación, el Grito de Alcorta con Martínez de Hoz, el PCR con la Coalición Cívica, el espectáculo mediático amplificado por las corporaciones encabezadas por el grupo Clarín, y un profundo gesto antipolítico de amplios sectores de nuestra sociedad que ven precisamente en “la gente del campo” la verdadera instancia que puede enfrentar el avance del populismo. Un partido “ecuménico” que dice representar a diversos actores sociales cuando en realidad lo que hace es defender a ultranza la renta agraria de aquellos mismos que ellos han canonizado como “los productores”.
Una nueva derecha que intenta, entonces, asociar distintas tendencias de época y que busca constituirse en portadora de un relato capaz de reescribir al mismo tiempo la historia y el presente de acuerdo con una pastoral que hace centro en las virtudes del campo, en especial aquellas que logran asociar, en el imaginario colectivo, trabajo y riqueza junto con honestidad e intenciones genuinas. Una pastoral amplificada por los medios de comunicación que se han cansado, a lo largo de estos meses, de resaltar el papel de “la gente” frente a los “piqueteros rentados y violentos”, que no han dejado de recorrer una tras otra todas las formas del sentido común más burdo y reduccionista, aquel que suele culminar en el racismo y el prejuicio pero travestidos en la opinión de la gente decente, la que quiere trabajar y vivir con seguridad. Una nueva derecha que buscará asociar ese relato bucólico con las demandas de seguridad y libertad de mercado que se manifiestan entre las clase medias urbanas junto con una retórica “políticamente correcta” propia del universo de gran parte del progresismo contemporáneo que ha hecho del “estilo de vida” el norte de su existencia hedonística, esa que debe protegerse del avance del demonio populista. Las cartas comienzan a echarse, habrá que ver cómo se comportan los jugadores.
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