EL PAíS › GUALEGUAYCHU, EL DIA DESPUES DEL LEVANTAMIENTO DEL LOCKOUT AGROPECUARIO
Terminaron los cortes y el sur en Entre Ríos empezó a retornar a su movimiento habitual. Decenas de camiones fueron cargados en las plantas de almacenamiento de soja que hay en esa zona. Los productores rurales están disconformes.
› Por Emilio Ruchansky
Desde Gualeguaychú
La noche está en cenizas. En la ruta, a la altura de lo que hasta el viernes era un corte, se percibe la tregua y el cansancio. Durante el día, no pasaron muchos autos ni micros. La niebla cubrió el acceso a Gualeguaychú, donde brotan las pintadas de “De Angeli Diputado”, y las calles de la ciudad estaban apagadas por los nubarrones. El frío hizo el resto. La gente pasó el día después del levantamiento del corte en su casa o refugiada en bares. En los paradores hubo pocos camioneros y sólo una resaca de periodistas, movileros, productores y fotógrafos. El de ayer fue un sábado sin pena ni gloria, pero con bronca. Es que a puertas cerradas se mascullan muchas cosas.
A 40 kilómetros de Gualeguaychú, cerca de Larroque, se ven cientos de enormes gusanos blancos sobre el campo. Son “los silos bolsa”, donde duerme el poroto de la discordia: la soja. En esa zona hay plantas de almacenamiento y distribución de semillas y ayer decenas de camiones hacían fila para cargar e irse. Todos andaban sigilosos. PáginaI12 entró en una de las plantas con la intención de fotografiar los enormes silos de metal. Después de pasar de la garita de entrada y hacer una cuadra sobre el barro, la consulta fue atendida por dos secretarias en una moderna oficina, ambientada como si estuviera en el microcentro porteño.
Enseguida salió el gerente, trajeado, para decir que no había ningún problema, que bastaba con avisar al dueño. Volvió a su oficina. Cuando salió ya no sonreía. “Dice que no. Pasa que recibió muchas amenazas, acá no tenemos líneas fijas, nos manejamos con celulares. Eran amenazas personales”, explicó el administrativo. “El miedo es tonto –continuó–, yo sé que es sólo una foto, que nadie se va dar cuenta de qué lugar es éste, pero el dueño es un hombre de campo y es medio terco, no entiende.” –¿Siempre trabajan los sábados? –preguntó este diario
–Sí, hasta el mediodía. Hoy sacamos 15 camiones con soja. Eran de contratos con precio fijo. El resto de los contratos no tiene precio especificado, en cuanto mejore la situación se venden –respondió.
Sobre la ruta 16, a mil metros de la planta, Martín miraba la tele en una casilla donde paran los camioneros para comprar aceite, cargar gasoil o agua caliente. Estaba solo. “Es como lo de Yabrán –dijo cuando se enteró de que sus vecinos se habían impedido fotografiar los silos–. Los grandes no dan la cara. Si los investigás, seguro que andan en algo raro, pero andá a investigarlos.” Larroque fue cuna y fortuna del desaparecido empresario y Cristina Fernández Kirchner fue la primera presidenta en pisar ese pueblo, en marzo pasado, un día antes de que aumentaran las retenciones. Allí inauguró una escuela y durante el acto Alfredo De Angeli le acercó un petitorio solicitando audiencia. Según contó el dirigente, allí le preguntaba “por qué no recibe al pequeño y mediano productor y sí a los sectores concentrados”.
“La vieja se quiere quedar con todo, juega para los grandes a costa de los chiquitos, no invierte en el pueblo”, repetía Martín (“La vieja” es CFK). Los chiquitos, aclaraba, tampoco la pasan tan mal. “Acá no hay tanta desocupación, no hay villas –aseguraba–. Todos se tratan de ayudar. Además no es como en la ciudad, no tenés que andar con la plata en la mano como para tomarte un colectivo, andamos en bicicleta.”
–Mucha de la gente que vive en la villa y no tiene trabajo viene del campo.
–Puede ser. Acá los peones no tienen tierra, viven en chacritas. Pero de eso no se habló mucho. Se sacaron varios trapitos al sol en estos meses, pero no todos.
Larroque estaba desierto. Era mediodía y en uno de los almacenes del pueblo se notaba que el horno no estaba para bollos. Un escultural productor agropecuario, vestido con recias botas, bombacha, camisa y sombrero verde puso cara de piedra cuando el panadero le dijo iba a hacer un paro porque no había pan negro por el desabastecimiento de harina integral. “No sé de qué te quejás”, respondió por lo bajo. Después partió al único bar abierto, el de la estación del pueblo, y se sentó a meditar. Era el único comensal.
De regreso a Gualeguaychú, en el parador La Posta, mozos y noteros de prensa se saludaban con la certeza de no verse por un buen tiempo. “A ver si vuelven de visita y no por el paro”, decían detrás del mostrador. Atormentado por los cortes y los reclamos maritales, un camionero solitario que tenía que esperar hasta mañana para descargar compartía su bronca. Rubén Ceballos decía que la cura a sus males era manejar, estar en movimiento.
“Todos tenemos razón, pero si te cortan la ruta no te dejan vivir. Los hospitales no cierran la guardia cuando hacen paro, con eso te digo todo. Pero lo que más me molestó fue el trato, te hablaban como si ellos mandaran en la ruta. Si me decís ‘loco, aguantá cinco horas y después te vas’, todo bien. Voy, me baño, morfo y listo. Pero no. Hacían lo que querían”, sostuvo el camionero, afiliado al gremio de Hugo Moyano.
Sin embargo, no se lo notaba molesto. Ceballos tiene 37 años y desde los siete que anda arriba de camiones. Acompañaba a su papá y cuando se murió, él sólo tenía 17 y se puso el camión al hombro para mantener a sus cinco hermanos. “Una sola vez casi me agarro a las trompadas por un corte –-recordó–, hace como quince años. Había un piquete en Pehuajó porque los patrones no querían pagar un impuesto para los maestros, que era una oblea que te ponían en el camión. Yo la tenía pegada. La cuestión es que me querían parar por 8 días. Se hizo de noche y con otro camionero quisimos pasar por el costado y nos empezaron a tirar desde un camión con un escopeta.”
Esa noche los obligaron a bajar y Ceballos tenía tanta bronca que todavía se acuerda de la matrícula del agresor, al que le prometió una paliza si lo volvía encontrar (seis meses después se lo cruzó y le tiró el camión hasta dejarlo varado en la zanja). “Me decían que la protesta era a favor mío pero igual me paraban. Encima era invierno. Los cerealeros y los chacareros no tenían nada que hacer, porque cuando hay siembra laburan, nunca protestan”, explicó el camionero, antes de que Hugo, uno de los mozos, interrumpiera la conversación.
“Esa que está ahí sentada es Graciela Pross Laporte, la jueza del caso Yabrán. Antes venía cada 15 días –chusmeó el mozo–. Un día le pregunté: ‘¿Y? ¿Se murió Yabrán?’. Me dijo ‘me extraña, usted que me conoce, Hugo’, como si yo dudara de ella. Debo ser el único que le cree.” Ceballos asintió. Sonó su celular y se quedó charlando con su mujer (la vio sólo dos días el último mes). En el centro de Gualeguaychú los bares anochecían vacíos y la gente suspendió hasta el tradicional paseo en auto por la rambla. Algunos seguían mascullando con el vecino en la puerta de su casa, otros aprovecharon para dormir de largo, como quien busca renacer de sus cenizas.
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