EL PAíS › OPINION
La columna vertebral y la clase trabajadora, peripecias. La política de la Corte. El impacto de su fallo en el Gobierno y en la CGT. Las sospechas, las desconexiones y las reflexiones. Los desafíos a las dos centrales de trabajadores. Sus reclamos a la Casa Rosada.
› Por Mario Wainfeld
Las imágenes del augural 17 de octubre muestran un conjunto de personas muy similares. Eran, muy mayoritariamente, hombres, migrantes de las provincias al conurbano en pos de ascenso social, trabajaban en los mismos establecimientos, seguramente su abanico salarial era muy estrecho, máxime si se lo mira desde 2008. Una clase en sí, diríase, un colectivo a punto de caramelo para la solidaridad por semejanza de la que hablaban los filósofos y sociólogos alemanes, hasta el viejito Durkheim. El flamante líder de una fuerza política que tiene 63 años, muerto hace la friolera de 34 años, supo convencerlos, conmoverlos y proponerles un modelo organizativo.
Eran tiempos de Estado benefactor, pleno empleo, de columna vertebral bien erguida. Algunos discursos de Perón decían que la clase trabajadora era la columna vertebral, en otros señalaba que lo era el movimiento obrero organizado. La diferencia no era baladí, primó la última interpretación. A veces se hablaba de “clase obrera”, una concesión a los orígenes, mucho más ligados a la fábrica que a las actividades de servicios.
Desde entonces, mucha agua pasó bajó los puentes y desde muy poco después de la partida del tres veces presidente, la cosas empeoraron y mutaron, a grados inimaginables.
El modelo sindical estatalista y centralizado atravesó décadas acompañando las vicisitudes de los trabajadores. Las embestidas más brutales y eficaces provinieron de la última dictadura militar y del menemismo, que así se apodó el peronismo de los ’90.
La praxis de la mayoría de los líderes cegetistas fue preservar con más ahínco el régimen sindical que las conquistas sectoriales de los laburantes. El derecho colectivo fue un bastión mejor defendido que la Ley de Contrato de Trabajo. Si se quiere ser brutal: los sindicatos de hoy se parecen más a los de décadas atrás que los laburantes a sus pares de antaño, a ellos mismos en el pasado reciente. Hubo (hay) en esa constante táctica una combinación variable de mezquindad corporativa y una lógica racional de largo plazo: si la organización persiste, es posible retornar cuando mejore la correlación de fuerzas.
La unidad fue, para el peronismo y su rama sindical, un mito fundante, una referencia ideal inalcanzable pero orientadora. Un recurso, un emblema contra la fuerza de los adversarios, de la patronal, de la represión. A menudo, una bandera para macartear a lo nuevo, lo distinto, lo desafiante.
A esta altura de la soirée, cuando el peronismo convoca a una movilización de clase se hace patente la fragmentación del mundo de los trabajadores. Los hay sindicalizados, dotados de atención médica, con firme representación en paritarias. Algunos revistan en sectores de pleno empleo, ganan buenos sueldos, superiores a los de profesionales universitarios de nuevas camadas. También hay desocupados, algunos de larga data o informales que viven a los saltos. Las diferencias entre los proletarios explotados y quienes lo son por temporada (o aspiran vanamente a serlo) podrían expresarse en talla, en kilos, en estado de la dentadura, en grados de autoestima ligados a la cultura del trabajo, en la integración de sus núcleos familiares. La comunicación privada de masas activa sobre esas diferencias, azuzando el odio interclasista con el pretexto de la inseguridad.
La informalidad, el desempleo y las retribuciones que no exceden la línea de pobreza fueron exóticos durante décadas en la Argentina. Ahora son una condición con tufillo a estructural. La CGT, en tendencia, careció de propuestas y hasta de discurso para contrarrestarlas. Tal vez pesó el atavismo, quizá el vizcachismo de replegarse al territorio dominado. Ni siquiera bregó por una cobertura expandida para la desocupación temporal, alguna modalidad de “seguro de desempleo”. Quienes pontifican, como artículo de fe, la ínsita superioridad mundial del régimen legal argentino omiten que, en esa cuestión, juega en el Nacional “B”.
La Central de Trabajadores Argentinos, incubada durante el auge neoconservador, siempre atendió a esos nuevos desafíos. Su agenda fue más vasta y adecuada a los tiempos. Su peso relativo, con relación a la CGT, menor. Esas dos asimetrías empiezan a pintar el universo de la representación actual de los trabajadores, sin completarlo para nada.
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Sorpresazo: La sentencia de la Corte Suprema en el expediente “ATE c/Ministerio de Trabajo” sorprendió a la CGT, a la propia CTA, al oficialismo. Era un caso minúsculo, basado en un conflicto ya superado, la Corte no estaba urgida (apenas habían pasado dos meses desde el dictamen de la Procuración, un término escueto para sus usos) ni tenía que hacerlo con fundamentos tan extensibles a otras situaciones. Se trata, pues, de un hecho político generado por la cabeza de un poder del Estado. La sorpresa es parte del combo. La imposición de agenda al oficialismo, también.
El momento forma parte de la opción y habilita el debate consecuencialista: ¿no es deber del tribunal evaluar las secuelas de sus decisiones, en general? Y, entrando en detalle, ¿no es regla aceptada limitar los sobresaltos en momentos de emergencia nacional e internacional? La Corte supuso, con voto unánime de seis firmantes, que el trance era adecuado. Cabe inferirlo porque el fallo calla sobre sus evidentes proyecciones virtuales. El habitual vocero del Tribunal, su presidente Ricardo Lorenzetti, enfiló hacia Estados Unidos sin emitir palabra. Carlos Fayt dijo unas pocas, provocativas para los peronistas, a quienes detesta con cierta erudición desde hace más de medio siglo.
El tribunal consagró los pertinaces reclamos de la CTA ante organismos nacionales e internacionales. Reconoció a los tratados con la OIT el rango constitucional que habilitó la reforma de 1994. La Organización Internacional del Trabajo viene formulando observaciones al modelo sindical argentino, no desde su raíz pero sí en su actual legislación.
El Gobierno tenía la llave del reclamo de personería gremial de la CTA pero eligió manejar (en los hechos, diferir demasiado) su aprobación. Su hipótesis era que dominaba toda la escena y que quedaba a su arbitrio la fijación de la oportunidad. Fue un flojo análisis de la coyuntura, emparentado con los que lo llevaron a la débacle del conflicto por las retenciones móviles.
La sorpresa motivó sospechas en algunos integrantes de la cúpula cegetista, quienes pensaron en un guiño entre la Corte y el Gobierno para darle una manito a la CTA, desligando a la Casa Rosada de poner el gancho. La suspicacia (que Hugo Moyano y Julio Piumato dejaron de lado en un rato) no tiene asidero, como tampoco la tienen las tesis conspirativas de la cúspide kirchnerista. La Corte hace política, más vale, pero no hay cómo ni por qué achacarle intervención en el TEG partidocrático.
En verdad, el Ejecutivo no tiene canales de comunicación fluidos con la Corte. Es una falencia institucional y no un mérito. La independencia de poderes no se sustenta con la falta de intercambio o con el ejercicio de las respectivas tareas jugando en paralelo, como hacen los pibes en salita de tres. Carlos Zannini conversa espasmódicamente con Lorenzetti pero el flujo informativo, chimentan en Palacio, es escaso. Elena Highton y Juan Carlos Maqueda dialogaban con Alberto Fernández, perdieron ese contacto con el advenimiento de Sergio Massa. Y el ministro de Justicia, Aníbal Fernández, consagra una fracción enorme de libido y su hiperquinesis hacia el área de seguridad, en detrimento del engorroso tejido de relaciones con los magistrados.
El giro ingenioso de la sentencia también dejó fuera de la posibilidad de predicción a la Procuración General y al Ministerio de Trabajo. La causa, sencillamente, no tenía color de ser lo que es.
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Broncas: Néstor Kirchner tuvo su rato de bronca con el fallo. Hizo zumbar algunos celulares. Las primeras réplicas de la CGT y del Gobierno fueron, respectivamente, estentóreas y pobres en su contenido. Los jefes sindicales se ensañaron con las (francamente poco felices) citas de autoridad de gobiernos de facto. Ese rebusque y la acusación de gorilismo menoscabaron el núcleo del fallo que es la doctrina internacional y una interpretación del artículo 14 bis.
Pasado el sosegate, Kirchner convocó a Carlos Tomada y Hugo Moyano para conversar en reserva sobre el camino a seguir. La sentencia pone en cuestión al complejo modelo sindical, las chances en sustancia son dos: dejar que se acumulen demandas judiciales o reclamos administrativos, zanjándolos por goteo. O tomar el toro por los cuernos y actualizar la legislación vigente, tratando de armonizar la necesidad de no dispersar la representación gremial y moderar las reglas actuales, limitativas de la democracia interna. No es una tarea sencilla, más vale, ni se puede construir desde cero.
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Las palabras y las cosas: El “modelo” estipula una sola central, un solo sindicato reconocido por rama de actividad, monopolio de la representación y de otras potestades para ambos en sus respectivas esferas. La vida y las luchas han diseñado un mapa bastante más intrincado. Mencionemos algunos ejemplos trillados, al acaso. Podrían multiplicarse con facilidad.
- En épocas remotas, el Sindicato de Mecánicos del Automotor se abrió de la hegemónica Unión Obrera Metalúrgica (UOM) inaugurando una competencia que habla de los cambios de paradigma productivo. Hoy por hoy el Smata le gana en varios terrenos (niveles de ocupación, salarios, beneficios sociales) a los otrora dominantes compañeros metalúrgicos.
- Los 17 sindicatos que representan a los docentes porteños no se corresponden con actividades distintas ni con otro parámetro que pueda manejar cualquier profano.
- En Aerolíneas Argentinas, es conspicuo, conviven cinco sindicatos para una sola empresa.
- Bajo la vigencia de la normativa actual existieron huelgas muy relevantes, como las del Hospital Garrahan (delegados de izquierda, de la CTA pero opositores a su conducción) que lograron gran repercusión mediática y coronaron con reivindicaciones importantes. O las aún más “silvestres” comisiones internas de los trabajadores del subte, refractarias a cualquier lazo orgánico con el sindicato del ramo, la UTA.
La unidad no es tal. La anarquización o diseminación de las bases no es un horizonte desdeñable pero tampoco uno inexorable. La habilitación de una nueva frontera se conjugará con los saberes de los trabajadores que tienen una acumulación de experiencia sobre sus necesidades, sobre el poderío patronal y el sindical. Dar por hecho que caerán en el anzuelo de fragmentarse es una simpleza parecida a creer que llegó la hora de la democracia y la liberación. Sencillamente, se habilitó una ventana para un nuevo escenario, a los protagonistas les cabe ir articulando su sentido.
A pocos meses del surgimiento de la Mesa de Enlace, un precedente patronal exitoso de la tan peruca “unidad en la acción”, los dirigentes sindicales tienen un reto singular que es no debilitarse en la diversidad. La CGT y la CTA estuvieron unidas en varias encrucijadas de estos años: el asesinato del maestro Fuentealba el año pasado, la Marcha Federal antaño, el apoyo a la reforma estatalista del sistema jubilatorio ahora mismo. Ha cambiado su peso proporcional, en alguna medida. La CTA conserva su impronta combativa natal. El secretario general de la CGT, Hugo Moyano, se enardeció un rato defendiendo en bloque a la central única. Pero su trayectoria muestra, en espejo, las abdicaciones de muchos de sus actuales compañeros de ruta. El líder camionero llegó a la cima porque articuló con ellos, tras vencerlos. Los venció porque se diferenció de los Gordos durante el menemismo, porque es exitoso en la pulseada con la patronal, porque ganó la calle contra el ajuste, la convertibilidad y las concesiones al FMI. Con esas credenciales, debería ser cauto a la hora de vaticinar catástrofes por un cambio en el sistema de representación.
A las dos centrales, cuyas discrepancias no se pueden subestimar, les cabe gerenciar la crisis de modernización empujada por la Corte, pequeña dentro de una que los supera, que va más allá de las fronteras nacionales y que no toca su fondo.
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Oy, oy, oy: El presidente electo Barack Obama se desligó de implicarse en la catástrofe económica de su país antes de su asunción, que se avizora en lontananza, dentro de dos meses. Lo presumible es que se agrave la entropía de George Bush, un pato cojo y torpe desbordado por la consecuencia de sus acciones. En tanto, la Unión Europea entra en recesión por primera vez en su historia, las equivalentes chilenas de las AFJP acentúan su declive a la quiebra, el cobre y el petróleo bajan más que la soja, y ya es decir. El contorno mundial alerta sobre lo obvio, nadie se ahorrará las secuelas de la convulsión, lo que está en juego son los alcances.
Las centrales sindicales le piden al Gobierno conductas cercanas a su pensamiento, sí que más enfáticas. Es del caso apuntar que son las que están de moda en todo el globo: incitar el consumo, promover la obra pública, el “compre nacional”. La limitación de los despidos es una bandera compartida y esencial. El Gobierno dispone de herramientas de emergencia: los procedimientos preventivos de crisis y el régimen de reconversión productiva. Promete habilitar líneas de crédito para trabajadores suspendidos. La acometida patronal, muy subsidiada por los grandes medios de difusión, es crear pánico para domesticar reclamos, bajarles el copete a los sindicatos más poderosos y, como es regla, conseguir ventajas fiscales. Uno de los planteos sugestivos de la CTA es adecuar el principio constitucional de protección contra el despido arbitrario, que consagra el artículo 14 bis, un ómnibus que lleva de todo encima. En la interpretación que dominó históricamente la protección se limitó a una indemnización tasada legalmente en caso de despido sin causa, salvo contadas excepciones. La moción sería tornar más riguroso el principio y declarar nulos los despidos no fundados en justa causa.
El tablero laboral es uno de los escenarios de la puja de poder real en la Argentina. La Corte añadió complejidad al cuadro, todo lo demás estaba dado de antemano y sigue en disputa.
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