EL PAíS › OPINION
La crisis internacional y el regreso del Estado. Desde el rescate a las entidades financieras del mundo desarrollado hasta la canasta navideña. La necesidad de coordinación inter e intragubernamental y de políticas para los menos favorecidos.
› Por José Natanson
Dos meses atrás, el presidente mexicano, el muy derechista Felipe Calderón, envió al Congreso un plan de infraestructura que lleva un título con gerundio –Creciendo con México– y que contempla nuevas carreteras, la construcción de la primera refinería en treinta años y una red ferroviaria; en Chile, Michelle Bachelet anunció 1550 millones de dólares de créditos para bancos, exportadores y pequeñas y medianas empresas; en Alemania, la coalición de gobierno discute una propuesta de estilo lozanista: entregar cupones de 500 euros a todos los adultos para dinamizar el consumo. Finalmente, el 7 de octubre pasado el colombiano Alvaro Uribe anunció una amnistía tributaria para los capitales que regresen al país.
No se trata de ensayar comparaciones fáciles. Alemania no es Argentina y los trenes de Felipe Calderón no son los de Pino Solanas. Y no es lo mismo blanquear capitales en Colombia, donde buena parte de la economía vive del narcotráfico, que en la Argentina, donde, pese al auge del turismo mexicano, el dinero de la droga no cumple una función económica relevante, aunque en ambos casos se trata de medidas éticamente reprochables, muy injustas para quienes pagaron sus impuestos.
Lo que se quiere subrayar es que cada gobierno echa mano de los recursos que puede para capear el temporal de la crisis mundial. Y a esta altura ya es posible llegar a algunas conclusiones, la primera de las cuales es también la más básica: en todos los casos el eje de los planes es el viejo, castigado e incomprendido Estado-nación, cuyas funciones van desde el rescate de las entidades financieras del mundo desarrollado hasta la selección del pan dulce y la sidra incluidas en las canastas navideñas anunciadas la semana pasada por Cristina.
La crisis está redefiniendo los límites de la soberanía. Por un lado, el Estado es el encargado de diseñar y aplicar respuestas de contingencia que son básicamente nacionales. Incluso en la Unión Europea, la región más integrada del mundo, las políticas sectoriales y de fomento industrial –-aunque no las macroeconómicas– tienen un alcance nacional.
Pero la crisis revela también las limitaciones de los enfoques nacionales en tiempos de globalización. La semana pasada, cuando Cristina anunció el plan de los 0 KM, algunas voces cuestionaron la medida con el argumento de que uno de sus grandes beneficiarios será Brasil, donde se producen los autos baratos que eventualmente comprarán los argentinos, sin advertir que Lula trabajaba en un programa parecido: el viernes pasado, el gobierno brasileño anunció la reducción del Impuesto sobre Productos Industrializados para la compra de autos de hasta 1000 centímetros cúbicos de cilindrada.
En este marco, la coordinación regional –o al menos bilateral, entre la Argentina y Brasil– de las políticas anticrisis es una asignatura pendiente. En sectores tan integrados como el automotor, resultan notables las dificultades para una gestión conjunta entre dos gobiernos que en general se entienden razonablemente bien, y que con toda probabilidad podrían mejorar sus políticas a través de una articulación más efectiva. Sinergia, en la tecnojerga de los administradores de empresas.
Este mismo argumento puede aplicarse a la comentada cuestión del tipo de cambio, que en el Mercosur sigue reservada a cada gobierno. Contra lo que sostienen algunos neoliberales desmemoriados, de esos que dicen acá que todo se hace mal y en Brasil todo funciona bien, el primer gran shock a la coordinación macroeconómica desde que en 1991 se firmó el Tratado de Asunción no lo produjo la Argentina sino Brasil, que en 1999 decidió una sorpresiva devaluación del real que marcó el comienzo del fin de la convertibilidad.
Pero no se pretende un ejercicio inútil de reparto retrospectivo de culpas, sino subrayar las dificultades para consensuar los entornos macroeconómicos, y en especial el tipo de cambio. En los últimos tres meses, desde el inicio de la crisis subprime, el real se devaluó cerca de 40 por ciento. Los industriales de la UIA, con su centenaria inclinación al lobby, reaccionaron reclamando una corrección cambiaria que les devuelva la competitividad perdida.
La propuesta tiene un costado razonable –algo habrá que hacer si el principal socio comercial de la Argentina devalúa de esa forma– pero también merece un comentario: desde 2003, los industriales argentinos se beneficiaron por la combinación de un peso superdevaluado con un real cada vez más caro; de hecho, el tipo de cambio real multilateral –que pondera el tipo de cambio en relación con los de los demás países– sigue siendo favorable para la Argentina. Por otra parte, una devaluación entraña siempre el riesgo de que se produzca una corrida contra el peso y una salida de depósitos, algo bastante previsible en una sociedad como la nuestra, con una gimnasia de crisis consolidada a lo largo de los años.
Quizá la respuesta no consista tanto en una riesgosa devaluación como en el despliegue de políticas sectoriales más eficaces. En los últimos años, Brasil, con una tradición de políticas muy activas para la industria pero muy lerdas para mejorar las condiciones sociales, pudo incrementar sus exportaciones y mejorar su saldo comercial a pesar de la revaluación del real, en buena medida gracias la intervención del Estado: el rol del Bndes, cuya cartera de créditos hoy supera a la del Banco Mundial y el BID sumados, fue fundamental.
Una respuesta adecuada a la crisis exige una buena coordinación intergubernamental, por ejemplo entre la Argentina y Brasil, pero también intragubernamental: las tensiones entre el flamante Ministerio de Industria y la omnipresente Secretaría de Comercio alrededor de las nuevas medidas no deberían asustar, siempre y cuando se resuelvan de forma que los resultados sean claros. La coordinación debe enfocarse también al sector privado, al fin y al cabo el gran protagonista de los anuncios, y a las instancias subnacionales: resultó notable la ausencia de Juan Schiaretti en el proceso de elaboración del plan para la compra de autos y el silencio de Hermes Binner en los anuncios vinculados con el campo.
El problema es que esto implica una serie de cualidades –capacidad de articulación, diálogo horizontal, un cuerpo de funcionarios de segunda línea con poder y atribuciones, sofisticación gestionaria– que no son el fuerte de los Kirchner, tan adeptos ellos al trazo grueso. Pero que será necesario ir construyendo si se quiere que la complicada etapa de implementación, esa que viene después de los anuncios, no haga que los planes queden en la nada.
Y si es el Estado el que se encarga, de un modo u otro, de pilotear la crisis, es notable que, tras quince días de anuncios oficiales, las medidas orientadas a los sectores más pobres brillen por su ausencia. Hasta ahora, las decisiones del Gobierno se orientaron a la clase media o los directamente ricos: desde el beneficio del blanqueo para el que ahorró unos dólares y los mandó a Nueva York hasta los créditos para el que puede cambiar el auto o utiliza la tarjeta para irse de vacaciones a Pinamar o comprarse un plasma.
El plan para frenar los despidos también apunta en esa dirección, y hasta puede generar efectos no buscados si las empresas, conminadas a no echar a los trabajadores formales (aquellos encuadrados gremialmente y que figuran en las planillas del Ministerio de Trabajo) exploran otras alternativas: por ejemplo, despidiendo a empleados en negro o reduciendo los contratos tercerizados. El riesgo es el de siempre: que el hilo se corte por lo más delgado.
Y en este sentido resulta notable la pereza con la que en estos días de crisis se mueve la política social kirchnerista. Aunque su énfasis cooperativista y comunitario es muy interesante, no queda claro por qué implica desatender otras estrategias, como si se tratara de opciones excluyentes. El viernes pasado, la CTA realizó una marcha a Plaza de Mayo en reclamo de una asignación universal por hijo. La propuesta es discutible –el hecho de que ningún país del mundo aplique una política de estas características debería ser cuanto menos un llamado de atención– pero de todos modos merece un debate. Hay otras opciones, como la transferencia de renta a los hogares más pobres: en Brasil, el programa Bolsa Familia llega ya a la asombrosa cifra de 50 millones de personas (unas doce millones de familias), mientras que en la Argentina las asignaciones no solo se mantienen congeladas, sino que la cobertura se ha ido achicando en la era K, desde los dos millones de hogares que llegó a cubrir el Plan Jefas y Jefes en el gobierno de Duhalde.
El comentario también es político. Es curioso que haya sido Daniel Scioli –insospechado tanto de progresismo ideológico como de audacia política– quien se animó a lanzar una asignación universal para los niños de la provincia, y que sean los Rodríguez Saá –insospechados de progresismo, aunque ciertamente no de audacia– los primeros en haber aplicado un ingreso universal a los desocupados de San Luis. A la hora de intuir un resurgimiento opositor, el Gobierno debería mirar hacia esta dirección más que a la intransigencia de Elisa Carrió, el tacticismo radical o la hiperexposición monocorde de Cleto, pues todo indica que será desde ese lugar –habitado por esos gobernadores peronistas que no son nada y lo son todo– desde donde soplarán, tarde o temprano, los vientos del poskirchnerismo.
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