Dom 14.12.2008

EL PAíS  › OPINION

La salvación por las obras

› Por Mario Wainfeld

“No es un listado de obras, es un plan”, le explican a este diario desde, los pisos altos del presentable edificio de Economía, donde moran Julio De Vido y su equipo. Habla una de las, contadas, manos derechas del hiperministro. El cronista le había preguntado por las medidas que anunciará la Presidenta y se basaba en la experiencia tangible. A su ver, el Ministerio de Planificación no hizo mucho honor a su nombre, más bien funcionó como una cartera de Obras Públicas y de Energía, de matriz activa y asistemática.

Cuesta explicar (o empardar) la carencia con que se topó en 2003, tras una larga década de parálisis casi total. La hiperquinética respuesta de Néstor Kirchner fue aplicar dinero y obras, en contrapunto permanente con provincias y municipios. La mejor técnica para “entrarle” al ex presidente era acercarle una carpeta con proyectos. Julio Cobos lo hizo, en el pasado remoto, siendo gobernador de Mendoza. Había pedido consejo al actual diputado Héctor Alvaro. El Pampa Alvaro, que conoce al ex presidente desde los ’70, lo aconsejó bien: “No le pidas plata, se fastidia. Llevale propuestas de obra pública”. Alvaro y Cobos no practicaban una ciencia esotérica: gobernadores e intendentes aprendieron a tener “un banco de carpetas”, según el garboso dicho de un jefe comunal del norte argentino.

El esquema fue desordenado y quizá superpuso acciones o diseminó esfuerzos. En contrapartida, compensó la falta de propuestas macro, consecuencia de una larga década de desmantelamiento del Estado. Supera las incumbencias de esta nota proponer un balance riguroso de ese mecanismo. Sí se puede glosar que, como muchas prácticas del primer kirchnerismo, no fue una imposición despiadada sino una respuesta a la emergencia, que consultaba necesidades mutuas... y computaba la asimetría de poderes.

Medido con la vara política, tal vez insuficiente pero no superficial, funcionó. Los gobernadores e intendentes, por lo general, revalidaron sus mandatos, mejoraron su reputación, la pasaron mucho mejor desde 2003 en adelante que en épocas previas.

Ese pasado, ay, pasó. El desafío actual para el Gobierno exige un armado más denso que ese método silvestre. Página/12 sondea cómo piensan superar la dispersión que fue regla, le responden que ahora hay saber acumulado, entre otras cosas el Plan Estratégico Territorial presentado en marzo de este año. Es el relevamiento oficial más ambicioso, la foto más precisa de un país que cambió mucho y en el que no sobra información creíble. Algunas cifras llaman la atención, aun sabiendo la magnitud del desmantelamiento del Estado y de la estructura de servicios públicos.

Los caminos, acumulando rutas nacionales, provinciales y municipales, cubren 500.000 kilómetros. Menos del quince por ciento, 71.000 kilómetros, están pavimentados.

La red ferroviaria tiene 28.841 kilómetros. Un poco menos del 70 por ciento de la existente en 1957, 43.938 kilómetros.

Muchos equilibrios se buscarán, el geográfico para empezar. También la compatibilización de las prioridades sociales (salud, educación, cloacas y vivienda) con las estructurales (transporte terrestre y ferroviario, obras energéticas).

Un objetivo esencial es promover la actividad de empresas grandes, medianas y pequeñas. Las grandes obras de infraestructura, por definición, conciernen primero a las megaempresas.

Las licitaciones de viviendas pueden fragmentarse en conjuntos de 50 ó 100 y dar oportunidad a pymes o cooperativas. “En eso estamos mejor que cuando llegamos. No había suficientes empresas, se crearon miles. Faltaba personal capacitado, que se fue formando en estos años”, ensalza el funcionario.

Otras iniciativas se sacarán del freezer, entre ellas el Plan Social al que –según prometió la Presidenta en plena brega campestre– se afectaría el plus obtenido por las retenciones móviles.

Son evidentes las funcionalidades de un vasto programa de obras públicas imaginables: la generación de empleo, la activación del desarrollo local entre muchas otras.

El resultado del plan (no del listado de obras, ejem) dependerá de la capacidad estatal para llevarlo a cabo en un contexto de escasez de crédito y relativa estrechez fiscal. En los ’30, un tanguero precursor del keynesianismo escribió “¿Dónde hay un mango, viejo Gómez?”. Una versión actual, en rock nacional, debería estilizar la pregunta: algunos mangos hay, Gómez debería responder cuántos serán, si alcanzarán y si serán bien aplicados.

En cualquier caso, es la mayor iniciativa anticrisis del Gobierno, de magnitud incomparable con las que ha venido desgranando, moderadas ellas. ¿Moderadas ellas? Veamos.

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Suena exótico hablar de moderación para describir anuncios del gobierno kirchnerista. Entre muchos consensos invisibles (constitutivos del clima de época) sus partidarios y sus adversarios prefieren exacerbar los adjetivos. Cualquier debate es a todo o nada, tal es la consigna común, inconfesa. Sin embargo, las medidas que lanzó la Presidenta tienen (¿cómo decirlo?) una templada racionalidad, congruente con un sentido común desarrollista.

Lo que se busca es incitar el crédito, el consumo de bienes durables, infundir confianza a virtuales compradores y a empresarios.

Desde luego, está por verse si los bancos privados se avendrán a prestar a tasas no usurarias o si seguirán apegados al repliegue que ordenan sus casas matrices; si los consumidores potenciales de autos o de plasmas se sentirán tentados a gastar y no a encanutar dólares. No es sencillo pues hablamos de conductas proverbiales, hasta atávicas. Dependerán de la sensación térmica que se instale.

Algunos economistas críticos dignos de lectura dicen que casi no se afectan fondos “nuevos” y que se interpela a quienes igual comprarían rodados o electrodomésticos. Alguno agrega que el Gobierno se equivoca si piensa recapturar, de paso, votos perdidos. Para el cronista esos abordajes pecan de parciales. Un objetivo evidente es atenuar los temores de las corporaciones productivas y la retracción de los consumidores. La conciencia de la crisis cala hondo y paraliza, induce a conductas conservadoras. Convocar a las industrias y al comercio tiene funcionalidades políticas y económicas un poco más sutiles que ganar votos en un santiamén.

El Gobierno desanda en parte su torpeza del primer semestre, cuando emblocó en su contra a todas las corporaciones empresarias. Ahora les ofrece incentivos, las motiva a deponer resquemores y belicosidad, a sumarse. La gestualidad recíproca de las semanas recientes es bien distinta de la de meses atrás.

Si la cadena se pone en acción, otros rebusques del capitalismo (la publicidad entre ellos) podrían amenguar los recelos de los papás de Mafalda. No tendría sentido apuntalar el mercado interno sin insuflar confianza de los dos lados del mostrador. El más excitado, de momento, es el de la oferta.

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La derogación de la “tablita de Machinea” sí va derechito a la demanda y es de impacto inmediato. La reconfiguración de la clase trabajadora determina que haya laburantes en relación de dependencia que pagan impuesto a las Ganancias. Son una minoría, no irrisoria numéricamente. Se mejora su capacidad adquisitiva, se supone que eso derive a consumo y no a especulación financiera.

El lado ciego del anuncio, máxime si se contempla el cuadro general, es la equidad. Hasta ahora los estímulos conciernen a estratos medios o altos, con cierta capacidad adquisitiva previa y con algunos problemas resueltos. Están quedando afuera los que más necesitan inyección de dinero, los que malamente paran la olla. Eventuales aumentos de jubilaciones o una política social de ingresos audaz mejorarían la ecuación, en términos de política económica proactiva y de justicia social. La movilización del viernes de la CTA (que enardeció a los medios y a Mauricio Macri, siempre más sensibles al “caos” urbano que a la desigualdad) remachó sobre ese clavo, con toda razón y buena convocatoria.

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El Gobierno prodiga atención a la burguesía nacional, cuya dirigencia (con escasas excepciones) reincide en la pobreza franciscana puesta a proponer ideas. Los productores agropecuarios forman parte de esa burguesía estrecha de miras, malcriada e intratable, que de todos modos es lo que hay. El oficialismo debería esmerarse para servirle de referencia y contenerla ahora que las coordenadas cambiaron malamente.

El debate político es estridente, desacoplado de las necesidades colectivas. La oposición más representativa desecha plantear diferencias ideológicas o programáticas: traduce todos los conflictos en clave de legalidad o ilicitud, empobreciendo el debate. El oficialismo, a su turno, incurre en el ditirambo de todas y cada una de sus jugadas. El efecto, indeseable, es aplanar, dificultando la comprensión. No es serio, ni didáctico, emparejar “el plan” con la moratoria o con la infausta “repatriación” de capitales, que son, como máximo, imposiciones agrias de la coyuntura.

Mal de muchos no debe ser consuelo de tontos, pero la competencia democrática es despiadada por doquier. Barack Obama raya alto en su discurso, pletórico de autopistas y promoción de la industria. Los republicanos le complican la vida, le sacan ventajita de un escándalo de corrupción en Illinois. Falta un siglo para el 20 de enero, que será referencia para la economía global, para bien o para mal.

En la Argentina aún hay espacio para amenguar la crisis, para construir un escenario de 3 o 4 puntos de crecimiento del PBI (la mitad, de arrastre estadístico de 2008), lo que configuraría un buen desempeño, cotejado con otros países o con las respuestas domésticas a otras crisis. Construir ese horizonte será arduo, por vía de ensayo y error, tal como ocurre en todo el planeta. El rompecabezas se rearma cotidianamente. En el primer diseño, trazado desde noviembre, todavía está pendiente lo esencial, la obra pública y la política social expansiva.

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