EL PAíS › OPINIóN
› Por Amílcar Salas Oroño *
1 Sin comprender las ideas –junto con los espacios institucionales y los actores que las enuncian– es imposible aprehender el movimiento general de una sociedad; hay que observarlas en su verdadero papel, con sus dimensiones y límites: como organizadoras de la experiencia y motivadoras de la acción. Proponemos aquí un repaso genérico de los principales universales democráticos desde 1983 hasta hoy.
2 Aprovechando determinadas atmósferas internacionales, Alfonsín persiguió con interés los elementos que podía contener un arsenal socialdemócrata. Hubo una gimnasia declarada hacia los representantes europeos de esa corriente y un lugar institucional para las adaptaciones teóricas a ser elaboradas por un grupo de intelectuales vueltos del exilio. La “solidaridad” se volvió un recurso retórico de la inaugurada “transición”: hacia afuera, por ejemplo, con el Grupo de Apoyo a Contadora o los planteos comunes para los países “endeudados”; para adentro, con un compromiso estatal ante las asimetrías sociales. Sin embargo, estos “llamados a la solidaridad” –compatibles con el corazón moralizante de la estructura ideológica krausista– no lograron imponerse en la esfera pública. La “promesa alfonsinista” nunca tuvo un piso real de traductibilidad política; es que sus presupuestos eran contradictorios: como anota Alfredo Pucciarelli, por intermedio de un actor oficiosamente corporativo –los partidos políticos– se creía capaz de destrabar la injerencia permanente de las otras corporaciones sociales (militares, sindicatos, empresarios). En este escenario, una invocación a la res publica como pasión política no pudo sino quedar en una zona marginal, incluso al interior de su propio partido.
La opción de “lo privado” frente a “lo público” –el privatismo– del menemismo se acopló con un “realismo periférico” desburocratizado cuyo paisaje publicitario fueron las propias empresas privatizadas y la deuda estatal. Su impacto fue tan negativo que incluso la idea de Nación quedó tambaleando. Un esqueleto ideativo poderosísimo que daba espacio para “relaciones carnales” en el plano internacional y, de manera fundacional, habilitaba un específico camino para resolver los problemas de la inseguridad –como quedó evidenciado con las discusiones abiertas por el caso del ingeniero Santos–. Un poco más tarde y en la misma línea, como complemento, la Alianza dispuso como única respuesta para sostener la convertibilidad la financiarización definitiva de los lenguajes: “megacanje”, “blindaje”, etcétera.
3 La huida de la Alianza es, también, el deterioro del poder como ideología activa, de sus ideas como organizadoras de la experiencia y justificación de las instituciones sociales. Frente a la necesidad de recomponer los circuitos reproductivos de la vida colectiva, distintos sectores de la sociedad civil entran en articulación unos con otros. La productividad de la etapa es, sin dudas, de abajo hacia arriba: como diría R. Schwartz, se trata de “ideas fuera de lugar”. Que esta articulación fuera interesada y, en la mayoría de los casos, inconsciente, es motivo para otra discusión; lo cierto es que se transforma en una representación rectora y modula al cuerpo político en su conjunto. Es lo que está en la base de las redes y encuentros de organizaciones sociales –por ejemplo, al primer encuentro piquetero nacional concurre el propio Hugo Moyano– y culmina en su traducción estatalista con el pacto social anunciado por Cristina Kirchner. Una articulación que asume, para cada caso, una propia autodefinición de la representación.
En lo que compete al kirchnerismo, éste juntó elementos de diversos órdenes: políticas públicas que apelan a la “solidaridad”, reposicionan la injerencia de “lo público” y discuten la ubicación geopolítica del país. También hay “corporativización”, “privatismo” y “extranjerización”. Ahora bien: contra lo que usualmente se argumenta, el kirchnerismo es el conjunto más sustancioso de ideas, aunque no sean estrictamente propias, desde aquel 10 de diciembre de 1983 hasta la fecha. Las ideas circulantes entran –o salen– de la agenda: en eso consiste su condición de gobierno en disputa. Desde los sectores subalternos o las elites llegan demandas y presupuestos que son clasificados y procesados. El punto es que, siendo un conjunto de ideas, éstas son de naturaleza operativa y tecnocrática, no de índole ideológica, en el sentido constructor que aquí intentó explicitarse. Esto se ha perdido en la vorágine de la historia reciente: primero, porque las ideas provienen de múltiples ángulos y el ritmo y las metodologías de su “instalación” se han sofisticado extraordinariamente; segundo, porque las ideas no logran componer una “visión del mundo” que objetive un compromiso con el futuro, privilegio que ningún país periférico se puede dar –dado que el capitalismo trasladará siempre hacia los márgenes sus peores consecuencias–.
4 Cualquier democracia implica el rodeo de las ideas y, en ese sentido, podemos hablar de que son puntos de apoyo. En estos 25 años los puntos de apoyo existieron, están ahí; forman parte de un patrimonio no siempre grato. Pero faltó otra cosa, que es la que viene a ponerse en evidencia ahora: una perspectiva democratizadora y/o una vocación democratizante. La propia democracia se aceptó como presupuesto, sin interrogarla. Por eso se hace necesario no sólo tener ideas para la democracia como ideas sobre la democracia. Porque está claro: si no las discutimos, nadie lo hará por nosotros.
* Investigador del Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe (UBA).
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