EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
Era imposible, hace un año, prever que los ingredientes políticos de 2008 desembocarían en un balance tan poco relacionado con lo que se esperaba a grandes rasgos. No es habitual que suceda algo así.
Imprevistos siempre hay y cabe otorgarse, siempre, un margen de equivocación que puede ser más alto o más bajo según sea la previsibilidad de las convulsiones. Mirado desde la asunción de Cristina Fernández (que, cayendo en un lugar común pero certero, no parece haber sucedido un año atrás sino varios), no había en el horizonte ninguna amenaza, absolutamente ninguna, que pudiera estimarse apta para sacudir con fuerza el tablero. Había dudas sobre su capacidad de gestión. Era incierto qué grado de protagonismo tendría el marido. Algo se olía con los sectores agropecuarios. Y se aguardaba, con pronóstico reservado, que el Gobierno definiera, de una vez por todas, un modelo de desarrollo de mediano y largo plazo, superador de la soja-dependencia, porque en eso también se veía (y ve, sobre todo) que las complicaciones a futuro pueden ser muy grandes. Hasta ahí. Ninguno de esos aspectos, unidos a una oposición dividida y sin figuras relevantes o tan siquiera creíbles, más la fiesta del precio internacional de los granos, alcanzaba para imaginar un 2008 que termina casi todo al revés de lo pensado excepto por que la oposición sigue igual que entonces (aunque ya con movimientos que prenuncian la posibilidad de que se arme un rejuntado).
Bien que de la mano con culpas propias y groseras (al fin y al cabo los K se sucedieron a sí mismos), la Presidenta debutó –a horas de asumida– con el caso de la valija, que los medios transformaron en un escándalo de proporciones descomedidas, hasta el punto de señalarlo como un episodio que, poco menos, ponía en riesgo la estabilidad institucional. Si hoy se compara la trascendencia que se le dio a ese affaire con lo que acabó sucediendo –o sea, nada, como era fácil de prever– se tendrá una dimensión del clima notablemente adverso que le esperaba, de entrada, a este segundo tramo de la administración kirchnerista. No con raíz en el grueso de la sociedad, porque consta que él se fue y ella llegó con muy altos índices de popularidad, sino en algunos núcleos duros del establishment (con la prensa casi a la cabeza). Después sí: vinieron los errores y horrores cometidos por el oficialismo en el manejo de la guerra gaucha –al margen de lo que se jugaba en lo ideológico– y las barbaridades perpetradas en el Indek, junto al hecho de que Cristina no termina de dar imagen de firmeza conductiva o, si se quiere, que en torno de eso el rol desempeñado por su esposo era, es, en extremo determinante. Y más tarde arribaría en plenitud la crisis mundial, para dar vuelta como un guante el solaz y esparcimiento que se calculaba gracias, en primer lugar, a los valores de las materias primas exportables. En ese paquete de circunstancias, autoinfligidas y ajenas, los K rifaron mucho de la confianza o contemplación que la clase media les dispensaba, por más que esté por verse si eso se traduce en una sangría de votos. Pero está claro que ya antes de esos acontecimientos venían con un viento en contra antes provocado que natural. La ratificación más ostensible y grotesca de ese señalamiento fue la virulencia con que los grandes medios de comunicación entraron en cadena, contra el Gobierno, durante el choque con el movimiento campestre. Quizá haya que retroceder hasta la etapa trágicamente bizarra de la última dictadura, con todo el periodismo tradicional sumado al coro de los genocidas, para encontrar unanimidad semejante en un posicionamiento político.
La propuesta es pensar que ése es o podría ser el eje, desde el cual ejercitar una intentona de recuento del año que se va. La tentación habitual, en cambio, a la que suele rendirse el común de las cuentas políticas, es enumerar descripciones –y omitir otras tantas– como si se pudiese hacerlo desde un lugar a-ideológico. Los arqueos de este tipo dan para todos los gustos porque no se trata de contabilidad sino de política, justamente. Puede decirse que se va un año en que el Gobierno demostró ser, de modo innecesario, un elefante en un bazar. Continuó siendo una estructura reducidísima que decide desde una habitación de Olivos o El Calafate, y casi nada más. Acerca de la inflación se emperraron en tapar el sol con la mano. En el conflicto con “el campo”, primero no tuvieron la elemental habilidad de desgajar al frente adverso y después, en el Congreso, se les escapó la tortuga. Más luego, medidas de corte popular significativamente reclamadas, como la reestatización del bochornoso sistema jubilatorio o el lanzamiento de combos crediticios para las franjas medias, sonaron más bien a manotazos de ahogado frente a las muy malas noticias que vienen de afuera. Se puede decir eso, entre otros tantísimos elementos negativos, y es válido. E igualmente puede decirse que es una gestión “reasumida” a la que no le perdonaron una desde el cambio de banda; que hubo y hay el feo olor a reagrupamiento de las porciones más reaccionarias; que quienes denuncian la corrupción e ineficacia oficiales pretenden haber nacido ayer. También es válido. El punto es que, siendo el sentido común que ninguno de los dos fardos puede aprobarse a libro cerrado como si los matices no existieran, el recuento final invita, compele, a que aquello de la ideología sea el gran marco bajo el cual se sacan las conclusiones.
Una pregunta que se reavivó en estos días de balance y perspectivas, en parte por las tensiones ideológicas e históricas reinstaladas, y en parte porque es año de elecciones, consiste en inquirir si acaso hay algo con incidencia de poder real más progre que el kirchnerismo. La contestación generalizada –inclusive desde sectores y referentes de la oposición– es que, claramente o partiendo de definiciones convencionales, este Gobierno no es de izquierda, ni por asomo; pero que resulta improbable encontrar a su izquierda cosa alguna. Cabe remarcar hasta el cansancio: izquierda o progresismo con alcances efectivos de penetración, de organización, de crecimiento, de confiabilidad. Porque no es cuestión de referirse a sectores, grupos o individualidades testimonialistas, culturales, de base, sindicales, de género, radicalizados, etcétera, en los que resulta obvio que hay mucho a la izquierda de lo que gobierna. Estamos hablando de Poder, no de poder expresarse.
Tal vez haya que cambiar esa respuesta, ésa de que a la izquierda de los K está la pared, y reemplazarla por una pregunta de las denominadas “retóricas”. No en su acepción semántica en cuanto a que son formuladas sin que importe lo que se contesta, sino en la de que sirven para generar dudas en el destinatario. Tal vez, la pregunta no sea qué hay a la izquierda de este Gobierno sino cuál es el volumen de lo que hay a la derecha.
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