EL PAíS › OPINION
› Por Washington Uranga
La más reciente mención que se tuvo en la Argentina sobre el ahora fallecido cardenal Pío Laghi la hizo el obispo Jorge Casaretto, titular de Pastoral Social, el pasado 22 de diciembre en la Basílica de Luján y ante la presidenta Cristina Fernández. Fue para destacar el papel fundamental que, a su juicio, tuvieron Laghi y quien fuera presidente de la Conferencia Episcopal Argentina, el también cardenal Raúl Francisco Primatesta, en la mediación papal que permitió hace treinta años arribar al tratado de paz y amistad con Chile y superar el riesgo del enfrentamiento armado entre los dos países. Casaretto es uno de los obispos que reivindican la figura de Laghi contra quienes lo acusan de complicidad con la Junta Militar encabezada por Jorge Videla. Laghi no es una figura fácil de analizar y ahora su muerte reabre el debate sobre la relación entre la jerarquía católica y la dictadura.
Vivió en la Argentina como nuncio apostólico, es decir, representante diplomático del Vaticano, entre 1974 y 1980. Sobre él existen historias y versiones contradictorias. Por un lado, denuncias de organizaciones de derechos humanos que lo acusaron de “complicidad” con la dictadura, sobre todo porque, teniendo información a su alcance sobre la situación de los desaparecidos en el país durante la dictadura militar, no la hizo pública y no realizó gestos que evidenciaran su solidaridad con las víctimas. Refrendando la misma posición institucional de la Conferencia Episcopal, el nuncio Laghi nunca accedió a darles una entrevista a las Madres de Plaza de Mayo. Una y otra vez se recuerdan sus partidos de tenis con el almirante Emilio Massera, para subrayar el trato cordial que Laghi tenía con los miembros de la Junta Militar. Otras denuncias señalan su presencia en lugares de detención en Tucumán.
Sin embargo, existen otros testimonios, incluido el de Casaretto, pero también de otros obispos como Justo Laguna e incluso el del ya fallecido Jaime De Nevares –un innegable luchador por los derechos humanos– que dan cuenta de un Laghi preocupado por la situación que hizo numerosas gestiones que ayudaron incluso a salvar vidas. En un libro dedicado especialmente a la actuación de Laghi en la Argentina, y en el que se rescata la acción del ex nuncio, los periodistas Bruno Passarelli y Fernando Elenberg incluyeron testimonios de Adolfo Pérez Esquivel, Emilio Mignone y Jacobo Timerman que mencionan aspectos positivos de la labor de Laghi, recordando las condiciones en las que se desarrolló su misión aquí. Otros testigos de la época, de dentro y fuera de la Iglesia, reconocen que Laghi ayudó a muchas personas a salir del país y a escapar de la persecución de la dictadura.
Pero Laghi fue siempre un hombre de la diplomacia vaticana, que se movió dentro de los límites de la institucionalidad y siguiendo instrucciones precisas de la Santa Sede. Actuando de esa manera, el margen de maniobra de Laghi no era mucho con una Conferencia Episcopal y una mayoría del Episcopado que, comandada primero por Adolfo Servando Tortolo, arzobispo de Paraná, y luego por Raúl Primatesta, arzobispo de Córdoba, fue absolutamente funcional y cómplice de la dictadura militar. De alguna manera, Laghi actuó con “obediencia debida” a Roma y a la jerarquía local, que adoptó la decisión de no confrontar con la dictadura y sólo limitarse, como esgrimieron muchos años después a modo de justificación, a los contactos reservados haciendo tibias advertencias sobre las violaciones a los derechos humanos que estaban ocurriendo en el país. La historia demostró, y basta para ello mirar la actitud asumida por la misma Iglesia Católica en Chile y en Brasil, que el camino elegido por los obispos argentinos frente a la violación de los derechos humanos no era el único posible ni el más coherente con la verdad y el Evangelio ni el más eficaz para salvar vidas.
Quienes señalan acusadoramente a Laghi lo hacen entonces señalando que ha formado parte de ese cuerpo en un lugar que, incluso por su condición de diplomático, le habría permitido jugar un papel diferente y de compromiso con los derechos humanos. Lo que se juzga, más allá de la persona, es que Laghi formó parte de esa relación cómplice que existió entre la jerarquía eclesiástica y la dictadura. Quienes lo reivindican rescatan sus gestos de buena voluntad hacia muchas personas y determinadas acciones que en algunos casos ayudaron a salvar vidas.
En lo estrictamente eclesiástico, a Laghi se le reconoce una influencia muy importante en la designación de una camada de obispos que comenzó con la renovación del Episcopado, rompiendo el bloque ultraconservador y abriendo las puertas hacia una perspectiva más actualizada con los aires del Concilio Vaticano II. Precisamente ésa había sido una de las tareas que se le confió a su llegada al país.
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