EL PAíS › OPINION
› Por José Natanson
En una semana a pura política internacional, lo primero fue el viaje de Cristina a Cuba, seguido por la asunción de Barack Obama y finalmente el show de Hugo Chávez en Caracas. Y tal vez sea la levedad del verano, la temperatura por encima de los 30 grados, pero es notable la facilidad con la que circulan las ideas más extrañas: desde la crítica por la coincidencia de la visita a La Habana con el cambio de mando en Washington, hasta la extravagante expectativa de que Argentina construya con Cuba algo más que una razonable relación política. Una mirada a los datos duros –las tendencias geopolíticas, los flujos de comercio, las inversiones– quizás ayude a matizar las cosas. Veamos.
Es cierto, como se ha repetido hasta el cansancio, que la Argentina y Estados Unidos se han ido alejando. Esto se explica, en primer lugar, por el escenario mundial creado tras la caída del Muro de Berlín. Desde 1989, Washington extendió su influencia a todo el planeta, pero esa influencia se tornó, en América del Sur, más suave y menos directa. Tras los atentados del 11 de septiembre, Estados Unidos se concentró en Medio Oriente y se distrajo aún más de la región, mediante lo que Riordan Roett, director del área de estudios latinoamericanos de la Universidad Johns Hopkins, definió como una “no política”. Es este cambio geopolítico el que explica el mayor grado de autonomía alcanzado por Argentina, no muy diferente al logrado por Brasil, Venezuela e incluso por países tan frágiles como Paraguay, que hasta se dio el lujo de elegir como presidente a un cura izquierdista.
A esta transformación del contexto geopolítico hay que sumar los últimos cambios de la economía mundial, marcada por el ascenso de las nuevas potencias, que también contribuyó a restarle intensidad al vínculo bilateral. En los últimos años, Argentina ha diversificado el destino de sus exportaciones (aunque no tanto sus productos), que hoy se encuentran repartidas de manera bastante pareja entre Brasil, Asia-Pacífico, la Unión Europea y Estados Unidos. En 2007, el mercado norteamericano absorbió exportaciones argentinas por un total de 5264 millones de dólares, equivalentes al 8 por ciento del total. El intercambio bilateral total araña los 10 mil millones, un porcentaje significativo pero decreciente.
En cuanto a las inversiones, Estados Unidos sigue siendo una fuente crucial para nuestro país, superada solo por Brasil. Pero no ocurre lo mismo en sentido inverso: de hecho, Argentina recibió apenas el 0,4 por ciento del total de las inversiones estadounidenses en el mundo y sólo el 3,9 por ciento de las dirigidas a América latina (contra el 26,1 por ciento de México y el 12,2 por ciento de Brasil).
El resto de los temas sensibles tampoco resultan relevantes en la relación bilateral. Argentina proporciona el 0,5 por ciento del consumo energético norteamericano, contra el 15 por ciento aportado por Venezuela, y no puede ofrecer, como Brasil, un plan de energías alternativas. Al ser el nuestro un país pobre, pero no tanto, tampoco resulta prioritario en términos de cooperación para el desarrollo, orientada sobre todo a Centroamérica y la Región Andina. Y como no constituye un foco de preocupación en temas de seguridad (hace ya un tiempo que Washington se convenció de que la Triple Frontera es un lugar tenebroso pero inofensivo), la ayuda militar es mínima.
En suma, la distancia se ha ido estirando, aunque menos por decisión de un gobierno populista (para unos) o valiente y soberano (para otros) que como resultado de los últimos reacomodos de la política y la economía. Por más cambios que le imprima Obama a la política exterior de su país, estas tendencias estructurales se mantendrán en el futuro. Y parece difícil que el viaje de Cristina a Cuba o la amistad con Chávez o cualquier otra decisión oficial denunciada como un desafío a Washington pueda alterar este marco tan general, que escapa al control del gobierno argentino y hasta del norteamericano.
Desde el punto de vista económico, la relación cubano-argentina es prácticamente inexistente: apenas 200 millones de dólares de intercambio comercial anual, cuatro veces menos que con Argelia, diez veces menos que con Suecia y 150 veces menos que con Brasil. Y esto no es resultado de la presión imperial, sino un efecto de la falta de complementariedad entre ambas economías. Cuba ofrece al mundo básicamente tres cosas: profesionales capacitados, níquel y turismo, ninguna de las cuales es vital para nuestro país, con una razonable cantidad de graduados universitarios, una buena dotación de minerales y las playas brasileñas demasiado cerca como para ir a Cayo Largo. Por eso, los principales socios de la isla son Venezuela (donde hoy trabajan unos 30 mil médicos cubanos), China (el principal importador de níquel del mundo) y Canadá y Europa (de donde proviene la mayor parte de los turistas).
Cuba es un importador neto de alimentos. Según datos oficiales, la producción nacional apenas aporta el 42 por ciento de las calorías y el 38 por ciento de las protenías consumidas por los cubanos, lo que obliga a adquirir alimentos por 2 mil millones de dólares al año. Y aunque es cierto que Argentina es una potencia alimentaria, la enorme distancia entre nuestro país y la isla elevan el precio del transporte hasta el límite de lo antieconómico, lo que explica que el gobierno cubano se incline por otros proveedores: algunos países del Caribe, México y, cada vez más, Estados Unidos. En efecto, luego de la aprobación del Acta de Reforma de Sanciones y Mejora de Exportaciones, el principal enemigo de Cuba se convirtió también en su quinto socio comercial: en 2008, Estados Unidos vendió a la isla alimentos, sobre todo cereales, por casi 500 millones de dólares.
Teniendo en cuenta estos datos, la relación argentino-cubana será siempre una relación política. En este marco, la visita de Cristina debe ser leída como una señal más de la incorporación plena de la isla a la arquitectura multilateral latinoamericana. Y no, como se sugirió en estos días, como una ocurrencia extraviada de los Kirchner, sino como parte de un proceso regional más vasto del que participan presidentes usualmente considerados serios, como Michelle Bachelet (primera presidenta de Chile en visitar Cuba desde Salvador Allende) y Lula (que ya viajó a la isla ¡cuatro veces!).
Pero la decisión de acercar a Cuba a la región encuentra también límites infranqueables, resultado de la incompatibilidad entre el sistema político cubano y las cláusulas democráticas incluidas en las instancias de integración regional. Aplicada por primera vez en el inicio del proceso de unificación europeo, la cláusula democrática establece que, para seguir formando parte de los mecanismos de integración, cada país debe respetar el régimen democrático y los derechos humanos. El objetivo es crear un escudo regional contra eventuales desvíos autoritarios y tender un cerco democrático sobre el bloque. Y funciona: la cláusula democrática del Mercosur, incorporada en 1998, resultó clave para la continuidad democrática de Paraguay tras el asesinato de Luis María Argaña en 1999 y luego del intento de golpe de Estado inspirado por Lino Oviedo en mayo del 2000.
La incorporación de Cuba a los foros latinoamericanos como el Grupo de Río (que no deben ser confundidos con los mecanismos de integración) es una muestra más de la inédita autonomía de la que goza la región, y en especial Sudamérica. Es, también, una señal de la voluntad de los gobiernos latinoamericanos de crear un marco más sereno, menos histérico, para una transición pacífica en la isla. Pero tiene límites: por un lado, la resistencia de Estados Unidos a incluir a Cuba en los organismos panamericanos como la OEA; por otro, la decisión de los países de la región de sostener –y hacer respetar– las cláusulas democráticas de los procesos de integración. Esto explica, por ejemplo, la razonable decisión del Mercosur de negarse a aceptar a Cuba como Estado-asociado.
La relación comercial de Argentina con Venezuela es mucho menos intensa que la que mantiene con Estados Unidos, pero es crecientemente importante. El intercambio bilateral se multiplicó geométricamente desde 2002, cuando era de apenas 150 millones de dólares, hasta llegar a unos 1400 millones en 2008. Es muy ventajoso, no sólo porque la proyección se mantiene, sino porque es claramente superavitario para nuestro país y porque además es asimétrico: Argentina exporta a Venezuela productos manufacturados, como maquinaria agrícola, alimentos procesados e insumos químicos, e importa commodities, sobre todo petróleo y combustibles, según el análisis de Norberto Pontiroli en el Informe Nº 29 de la Fundación Export.Ar. En otras palabras, lo que cualquier manual de comercio exterior sugiere hacer: vender valor agregado y comprar materias primas.
Por eso resultan sorprendentes las críticas a la “relación especial” de los Kirchner con Chávez, que se ha visto ensombrecida por todo tipo de episodios (desde el escándalo de la valija a la venta de los bonos o la nacionalización de Sidor), pero que desde el punto de vista económico es muy conveniente para nuestro país. Y es que si se mira con un poco de atención la estructura de comercio exterior argentina, es fácil descubrir que la verdadera relación de dependencia ya no descansa en Estados Unidos (como piensan los antiimperialistas) ni en Venezuela (como argumentan los antipopulistas), sino en China.
Y es que China importa de Argentina productos primarios y exporta al país bienes manufacturados. Como advierte Julio Sevares (Revista Nueva Sociedad Nº 207), el 95 por ciento de las exportaciones argentinas a China son commodities (básicamente alimentos y minerales) o manufacturas agropecuarias. Y además la tendencia se profundiza: en los últimos años, China ha multiplicado por cinco sus compras de poroto de soja, pero mantiene estancadas las de aceite y harina, lo que refuerza las presiones primarizadoras sobre la economía local. Incluso las pocas obras de infraestructura realizadas aquí por China se limitan a sistemas de transporte para sacar más fácilmente los productos primarios, en una versión actualizada del esquema ferroviario campo-puerto construido por los ingleses en el siglo pasado y que con tanto entusiasmo hoy quiere revivir Pino Solanas.
Un lugar en el mundo
Pensar que la coincidencia del viaje de Cristina a La Habana con la asunción de Obama podría irritar a Washington es darle a nuestro país un lugar que no tiene, y lo curioso es que quienes lo afirman son los mismos que se quejan de que la Argentina ha perdido relevancia, que se ha desenganchado del mundo. Igual de absurda resulta la idea de que nuestro país, a cinco mil kilómetros de distancia y con un intercambio anual de 200 millones de dólares, puede asumir algo más que un rol de reparto en la transición cubana. Y entonces hay que decirlo, aunque parezca obvio: Argentina es un país de desarrollo medio y tamaño entre mediano y chico, relativamente estable y con una ubicación geográfica especial, en un extremo del mundo.
Nada más, pero tampoco nada menos.
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