EL PAíS › OPINIóN
› Por Mario Goloboff *
¿Quién, en nuestros años mozos, no acudía a ver el cine de Ingmar Bergman como se asiste a un templo? Al igual que, años después, las obras de Woody Allen o, ahora, las de Quentin Tarantino, las películas del artista sueco formaban parte de lo más refinado de la cultura audiovisual, aquí y en el extranjero poblaban nuestros atardeceres y nuestras noches, y luego los cafés y las discusiones, con el recuerdo de sus imágenes artesanalmente elaboradas, de sus diálogos escuetos y abismales, de su hermetismo y extrañeza, de su erotismo a contrapelo de las enseñanzas recibidas, de su belleza nueva y cómplice.
Aquel hijo de pastor protestante, que había vivido en el presbiterio una infancia rígida y atormentada, una juventud rozada apenas por el nazismo y la guerra, y una lenta y larga madurez signada por su rica y profunda productividad, nos comunicaba una filosofía en la que sombríamente se mezclaban Sören Kierkegaard con Martin Lutero, Johann Sebastian Bach con Wolfgang Amadeus Mozart, y las preguntas por el amor, la muerte o el destino humano con la ignorancia o el alejamiento definitivo de la religión: “Dios y yo nos hemos separado hace ya mucho tiempo. Aquí estamos, sobre esta tierra, y ésta es nuestra única vida”, declararía en 1976.
Incomodidad metafísica e intelectual, estremecimientos y temblores, vacilaciones, inseguridades producían sus escenas, sus frases en la doble “noche oscura” mística del cine o, fuera de él, en la áspera tiniebla de la identidad personal. Incertidumbres, sí, y hasta temores, que hacían pensar en el vasto mundo, en la realidad y en la irrealidad de la realidad, a través de esas representaciones fílmicas, circenses, teatrales, las que fueron sus primordiales pasiones.
De aquellas dudas y enseñanzas, al cabo de los años, no salimos peor. Al contrario, me parece que aprendimos a pensar, que es, quizá, lo más auténtico, lo único importante que un joven, y un no tan joven, deben aprender. A pensar lo abstracto y lo concreto, la complejidad, la espesura y la diversidad de lo real.
En la otra margen de la civilización occidental, qué lejos de aquel genio, de aquel sabio, qué deformación o asimilación insuficiente de los mandatos celestiales, estos pequeños gestos del homónimo rabino, con su kipá de colorinche, su ademán admonitorio y su discurso enhiesto; con sus respuestas elementales a los insondables problemas del miedo, en la escenificación, para la plaza pública, del asustadizo sermón.
Doctor de un pueblo que asumió en carne viva, repetidamente, la opresión y las gestas liberadoras, se caricaturiza en sus jeremíacos lamentos y en el reclamo de vigilar y de castigar más, de reprimir más, de encerrar más. Reincidente él también en su vocinglera actuación, el religioso juega, como en el kafkiano teatro popular de Oklahoma, el papel de sí mismo, y simula lo que ellos quieren escuchar. Retruécanos que avergonzarían a Gracián: “Como puede ser que el mal trabaje tan bien y que el bien lo haga tan mal”; facilidades: “El legado de Perón no puede ser el legado de Nerón”; dudosas fraternidades en las que, generoso, se conchaba, pastorilmente, de alguacil: “Tenemos que tomar eso que aprendimos de los hermanos del campo. Hay que organizarse para defendernos”; rencorosas aunque modestas consignas de comité: “Hay que llenar las mesas para que no nos roben los votos”. Dispuesto a mezclarse y a ser portavoz de tantos pecadores, y a participar, de ser posible, en los asuntos del Estado, el personaje se siente destinado a hacer cumplir lo que alguna vez llamaban “el efecto Prigogyne”: un Dios fuerte y un Príncipe débil, para garantizar el mínimo de desorden público y de orden teológico sin los cuales su actividad (intuimos, espiritual) carecería de sentido.
Menos imaginativo todavía que él, se me ocurre, viéndolo, escuchándolo (entre divertido y atónito, lo admito), sólo una próxima película, igualmente leve y de corta trascendencia. En la cual Liv Ullmann o Bibi Anderson demanden, con anteojos negros y en una conferencia de prensa ad hoc, medidas fuertes para los rubios delincuentes suecos, la prohibición del alcohol, por ejemplo, o de la libertad sexual. Hay, eso sí, una duda sobre el título: ¿el innovador Yo no soy fascista. Tengo un marido judío u otro, probablemente repetido, El huevo de la serpiente?
* Escritor, docente universitario.
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