EL PAíS
› PANORAMA POLITICO
Compromisos
› Por J. M. Pasquini Durán
En verdad, ¿a quién le importa? La mayoría de los ciudadanos mira con indiferencia y desdén los sucesos cotidianos de la puja interna en el PJ y, en un plano más general, los vaivenes del calendario electoral para cambiar al Presidente de la República. No es que los votantes no quieran elegir, sino todo lo contrario: piden “que se vayan todos” justamente para tener la oportunidad de revalidar los mandatos de toda la cadena institucional, desde la máxima investidura hasta el legislador municipal. Esa legítima demanda fue descartada por los profesionales de la política, aún por aquellos a los que les faltó la energía o la consecuencia necesarias para realizar la propuesta renovadora. En consecuencia, por ahora quedó lo que se ve en la mesa de saldos: hay algunos precandidatos que más que promesas son amenazas para el futuro.
Hay mucha tela para cortar cada vez que se intentan rastrear los caminos que desembocaron en el páramo actual. En síntesis, durante el siglo pasado en el país, lo mismo que en el mundo, hubo dos prácticas predominantes. Una le otorgaba al Estado la absoluta responsabilidad del devenir y la otra al mercado, con independencia de la naturaleza o bandería de la autoridad administrativa. En esos casos, la fuerza política que expresó con más nitidez los dos proyectos fue el peronismo, uno con su fundador a mitad del siglo XX y el otro con el menemismo en la década de los años 90. Ambos hoy están exhaustos: no es posible regresar al Estado paternalista pero tampoco se puede continuar con el mercado a la vista de los resultados obtenidos.
En sendos programas, la sociedad tenía un rol pasivo de recipiente de dones y males que cada uno podían dispensarles. Una de las conclusiones obvias de la nueva etapa es que la sociedad organizada a través de múltiples formas de organización debe tener un protagonismo activo, dando lugar al tránsito de la democracia de representación a la democracia de participación. Esta fórmula requiere la transformación de criterios y prácticas, incluso de postulados constitucionales como ese que prescribe que el pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes. Cuando el flamante presidente Lula Da Silva habla de gobernar Brasil mediante acuerdos multisectoriales o incluso de compartir gestiones, expresa la intención de producir ese cambio cualitativo en el ejercicio del poder y en las prácticas políticas.
Habrá que ver cómo resuelve ese propósito, inédito en tantos aspectos porque se trata de realizarlo en una sociedad plural y capitalista, pero al menos existe la voluntad de intentarlo. Aquí, en cambio, la corporación política sigue aferrada a las ecuaciones del pasado y los ciudadanos son apenas porcentajes numéricos en estadísticas y encuestas. Han sido incapaces de pensar una nueva relación o contrato entre el Estado, el mercado y la sociedad. Ese espíritu fundamentalista los vuelve anacrónicos y también inútiles para gestionar las complejidades del mundo actual. En el mismo rango habría que inscribir a los abstencionistas, cuando la actitud responde al único objetivo de exponer la bronca, sin más continuidad política que el mero desahogo. Nada que ver con las campañas de voto en blanco del mismo peronismo en tiempos de proscripción. La abstención cobra sentido cuando forma parte de un plan de desobediencia civil organizado para la resistencia prolongada hasta conseguir objetivos consentidos por la mayoría de sus adherentes.
Dado que la legislación electoral sólo contabiliza los llamados votos “positivos”, si la mitad del padrón invalida el voto mediante la abstención, la anulación o el sobre vacío, el futuro presidente debería surgir de la otra mitad de empadronados. En esas condiciones, hoy en día cualquiera podría ganar ya que los porcentuales de la victoria son muy bajos. Tanto la derecha liberal, encarnada por el sucesor de Alvaro Alsogaray, Ricardo López Murphy, como la izquierda, podrían tener chancespara alcanzar las cuotas requeridas, si ambas fuerzas fueran capaces, en su propio campo, de superar los dogmas cerrados. López Murphy podría aprovechar la vacante de la UCR para quedarse con las tendencias más conservadoras de ese partido que fue el suyo, mientras que la izquierda debería polarizar en su favor a las distintas franjas sociales que se alzaron en rebeldía, desde los piquetes a las asambleas vecinales pasando por múltiples organizaciones no gubernamentales dedicadas a la solidaridad o a la defensa de sus espacios vitales.
No hay indicios que presagien algún resultado de ese tipo y si la izquierda mantiene una actitud prescindente, también le restará posibilidades a cualquier opción de centroizquierda que pudiera salir al campo a disputar con el único que quedó en pie, el PJ, del tradicional bipartidismo, transformado a su vez en una federación de partidos provinciales. A los autores del Pacto de Olivos que hizo posible la reelección de Menem en 1995, no les alcanzó la influencia para elaborar una fórmula compartida que pudiera repetir la confluencia de los votos de los más ricos y de los más pobres. Así, emerge una contradicción evidente: cuando el estado de ánimo de buena parte de la sociedad está casi maduro para emprender una empresa redentora y liberacionista, alentado por la victoria de Lula Da Silva y la protesta popular que recrudece en América latina, después de años de terror y extravío, no hay canales políticos para desagotar esa corriente hasta convertirla en torrente.
En el vacío que se crea entre el potencial y la imposibilidad surgen los estímulos para que personajes como Carlos Menem puedan aparecer con alguna probabilidad de retorno, como si fuera una opción a prueba o un mal menor. Es una pirueta que desafía la lógica y el sentido común, sólo posible en el micromundo de las jerarquías políticas donde lo que menos importa es la opinión popular porque creen que el peso de los aparatos partidarios y los recursos económicos son suficientes para cazar votos a granel de una masa sin voluntad propia. Los que pretenden prolongarle el mandato a Eduardo Duhalde piensan igual que los menemistas, como si estuvieran solos en el reñidero. Hasta los burócratas del Fondo Monetario Internacional (FMI) se permiten intervenir en las internas partidarias, utilizando los tiempos del acuerdo inútil que hace tanto buscan con afán los sucesivos ministros de Economía para presionar sobre el calendario de las urnas.
Si este cuadro político fuera independiente de la evolución económicosocial, poco importaría, pero son realidades indivisibles, a pesar de los esfuerzos de los mercados por autonomizarse de la política. El pensamiento neoliberal consiguió vaciar de contenido a la democracia porque estaba en su naturaleza minimizarla hasta hacerle perder el sentido y la utilidad para el pueblo. Los políticos, aun los más despreciables, sin siquiera la apariencia de la democracia pasan a ser objetos inútiles y caros, por lo que deberían tratar de sostener aunque sea la gestualidad del sistema.
La historia enseña que, en determinadas circunstancias, son capaces de escupir contra el viento, ensimismados en sus mezquindades. Ese vacío que, por diferentes razones, entretiene a gente de colores diversos, ya sea porque les permite medrar o porque los hace presentir milagrosas reconversiones, terminará por absorber las libertades y los derechos más elementales hasta el punto que la instalación de un régimen autocrático o cualquier otro tipo de autoritarismo podrán presentarse como una sucesión natural. De eso se trata, en definitiva, cuando cada ciudadano tiene que ubicarse frente a la política. ¿Le interesa vivir en libertad y con justicia? No se regalan ni se compran, se conquistan. A partir de ahí cada uno elegirá el lugar y el modo para realizar su compromiso.