EL PAíS
› PANORAMA POLITICO
REBELDIAS
› Por J. M. Pasquini Durán
“El hombre es la única criatura que se niega a ser lo que es”, escribió Albert Camus en El hombre rebelde. En el mismo texto puntualizó: “Si no se cree en nada, si nada tiene sentido y no podemos afirmar valor alguno, todo es posible y nada tiene importancia [...] Se pueden atizar los crematorios como puede uno dedicarse al cuidado de los leprosos. Maldad y virtud son azar y capricho”. Hasta no hace mucho, la sociedad argentina parecía condenada a ese ánimo absurdo, según el cual da lo mismo cualquier cosa. Los más sumergidos en ese marasmo, por lo general debido a la corrosión de la miseria, son los que matan o mueren con la misma indiferencia. Nada de pro o de contra, el asesino no tiene ni deja de tener razón, porque la vida humana se convierte en una apuesta. “No siendo nada verdadero ni falso”, advertía Camus, “el mundo no se dividirá ya en justos e injustos, sino en amos y esclavos”. En esas circunstancias, salvo por las consecuencias dañinas para la seguridad urbana, apenas una minoría mostraba espanto por la decadencia. Pues bien: ese tiempo terminó, por suerte, desde el momento en que millones de argentinos abandonaron, aunque sea forzados por las circunstancias, el pasivo destino de consumidores, unos satisfechos y otros frustrados, para asumirse como ciudadanos y alzarse en rebeldía. Camus sostenía que “el movimiento de rebelión no es, en su esencia egoísta. Puede haber, sin duda, determinaciones egoístas. Pero la rebelión se hace tanto contra la mentira como contra la opresión”.
Desde aquellas jornadas del 19 y 20 de diciembre, buena parte de la ciudadanía nacional está en desobediencia. A diario, el recuento de las furias individuales y colectivas suceden en comunidades de hábitos pacíficos, bonachones, bucólicos o indolentes, cuyos habitantes se sorprenden a sí mismos y a los extraños por las expresiones de rabia y destrucción de que son capaces. Dado que la rebeldía carece de liderazgo definido o de sentido predeterminado, por momentos las actitudes y los discursos hasta pierden racionalidad, aunque a la vez el desborde tumultuoso va encontrando cauces nuevos, como son, por ejemplo, las asambleas vecinales, las conexiones interbarriales, que podrían ser un inédito punto de partida hacia formas más complejas de organización. No hay oráculos que tengan las respuestas y lo único que queda es seguir la traza, tratando de deducir por el camino recorrido cada día, lo que por andar al día siguiente. La conmoción, asentada sobre ese tipo de indefiniciones, provoca dos actitudes extremas y contrapuestas. Una teme que el torrente en lugar de purificar destruya, con un saldo de disgregación y anarquía irreparable por futuras décadas de luchas fratricidas. La otra, de un optimismo fatalista, prefiere pensar que la sociedad está embarazada de sí misma y, por lo tanto, sólo hay que esperar la hora señalada para el alumbramiento de una vida nueva.
Quizá la encrucijada acepte otras formas de enunciarla. Por ejemplo, un rumbo puede ser la profunda remoción democrática que prometieron tantas veces y nunca concretaron los mismos políticos y los expedientes judiciales, hoy cuestionados sin piedad y con escasísimas excepciones. Otra es que la violencia, inducida por malignos propósitos o auspiciada por el resentimiento, termine espantando al sentido común y abra paso a un régimen autoritario de orden y seguridad. En esta segunda opción la desembocadura sería un patético aborto en lugar de jubiloso renacimiento. Por eso, el asunto no puede quedar en manos del destino y cada uno tiene que hacer su aporte concreto para diseñar el mejor horizonte. Es una transición y como tal tiene más preguntas que respuestas, por lo cual un primer paso es evitar la exagerada dramatización de relatos y predicciones para que el desasosiego natural no resulte en ataques de pánico. El peor gobierno no hay que buscarlo en la democracia, por muy formal o frustrante que ésta sea, porque sigue siendo el de la dictadura, la última del siglo XX, aunque por aquellos años algunas franjas de las mismas clases que hoy se revuelven contra la abusiva incautación de sus fondos privados se encogían de hombros ante el terrorismo de Estado mientras repetían “por algo será”. Así como algunos de los que hoy piden con vehemencia la “nacionalización de la banca y de los servicios públicos”, diez años atrás saludaban jubilosos la privatización salvaje.
Recordar no es un ejercicio sadomasoquista, sino la lectura de la aproximación a la verdad por el error para madurar las conciencias y el entendimiento general. ¿Acaso si el “corralón” fuese levantado mañana serían depuestas las exasperadas demandas de moralización de la vida pública y de renovación profunda de las representaciones político-institucionales? Los que siguen de cerca los trajines del llamado “diálogo argentino”, en el que están involucrados la Iglesia Católica, el Gobierno y el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), reconocen que no existe sector alguno en la vida pública dispuesto a encontrar denominadores comunes, aferrados como están cada uno a sus propias aspiraciones de grupo o sector. Tampoco han encontrado a nadie dispuesto a dar un paso al costado, por mucha responsabilidad que haya tenido en la maduración de la presente crisis. El Gobierno, por su parte, sea por disposición a conciliar con los poderosos, por ineptitud para la gestión o por desconcierto ante el aluvión de exigencias que lo tironean hacia todos los puntos cardinales, actúa sin atender las urgencias sociales con la eficacia y la premura que las circunstancias imponen, mientras los tiempos no caminan, corren. Incluso actos que podrían ser ejemplares como la detención de los banqueros Rohm por tráfico clandestino de divisas quedan neutralizados por la constante cesión de beneficios al sistema financiero o la impasibilidad ante las deudas impagas de las mil empresas que concentran el cincuenta por ciento de los préstamos, mientras los costos mayores siguen recayendo sobre las clases medias y trabajadoras.
El mayor déficit del esfuerzo dialoguista es que no logró conmover con la esperanza al pueblo irritado. A lo mejor, ha llegado el momento en que las iglesias den otro paso adelante y se pongan al frente de una demostración popular multitudinaria en nombre de la justicia, de la libertad y la confraternidad, para reunir en un solo haz a los que hoy protestan por tantos motivos y de tantas maneras sin encontrar un cauce que los unifique y los contenga. No hay contradicción posible entre el compromiso democrático y la “opción por los pobres”, del mismo modo que no debería haberlo entre los paupérrimos que piden alimentos básicos y los comerciantes, así como con los demás núcleos de la clase media, que reivindican depósitos, créditos y salarios. Ojalá pudieran sumarse a semejante convocatoria los defensores de derechos humanos, el Frente Nacional contra la Pobreza, la CTA, todas las organizaciones no gubernamentales y también los partidos políticos que comparten los reclamos populares. Si hay dirigentes políticos que desean sobrevivir al huracán del fastidio público, tendrán que salir a la calle y encontrar los caminos para reconciliar a la política con los ciudadanos de a pie. Los que no puedan o no quieran correr ese riesgo, por lo menos aquellos que pregonan identificación con el movimiento popular, tendrán que decidirse por el pronto retiro de la vida pública para oxigenar a las instituciones democráticas antes que el medio ambiente se les vuelva irrespirable. ¿Es mucho esperar? Será mayor la pérdida de quienes pretendan eludir el juicio popular.
¿Por cuánto tiempo serán funcionales al sistema u obedecidos los fallos de esta Corte Suprema despreciada por la mayoría social? ¿De qué sirve una casta corrompida que no pueda persuadir ni influenciar a la opinión pública? Los que creen que tendrán un refugio en la derecha del arco político o en los intereses económico–financieros que han servido con tanta diligencia, se equivocan, porque si las mayorías los abandonan se abre la posibilidad de un crecimiento por izquierda –la popularidad de Luis Zamora en las clases medias es un síntoma de esos posibles corrimientos– que los conservadores no están dispuestos a permitir. El crimen en Brasil de Celso Daniel, alcalde de Santo André, fundador del Partido de los Trabajadores (PT) y colaborador directo de Lula, asesinado por metralla, es un indicador de hasta dónde pueden llegar los más duros de la derecha cuando se trata de impedir el cambio de rumbo. La violencia atemoriza a los más débiles o, si se prefiere, les hace el juego a los peores, no importa de dónde provenga la agresión o los motivos que se invoquen para cometerla. Es legítimo, por lo tanto, que los ciudadanos aíslen a los violentos.
Los ciudadanos que anoche protagonizaron otro cacerolazo de alcance nacional, ya no espontáneo sino organizado desde las agrupaciones vecinales, tienen reivindicaciones que exceden el hambre y los fondos incautados. Hay que ver con qué rapidez pasaron de la protesta espontánea de diciembre a la elaboración de un programa, de una mínima organización y de una coordinación creciente. Las demandas contra la Corte Suprema o la negativa a pagar la deuda externa, dos de la media docena de exigencias del programa concertado en asambleas interbarriales, prueban que las aspiraciones populares no pueden ser reducidas a las dimensiones de la ayuda social o de las disposiciones bancarias, aunque éstas sean las urgencias. Es comprensible además la indignación con quienes han defraudado y humillado a los votantes hasta a un punto en que la palabra carece de todo valor, pero esa bronca deberá ceder el paso a una reflexión más selectiva –en lugar del “que todos se vayan”– porque en democracia y en sociedades complejas es imposible reemplazar las instituciones por deliberaciones callejeras. El cacerolazo defiende y reivindica, pero no construye gobiernos ni democracias mejores sin la intermediación de partidos organizados, definiciones programáticas y adopciones ideológicas. La antipolítica dogmática forma parte del mismo ideario que fundamentó al “modelo” que hoy se repudia por tantas razones válidas. Siguiendo las observaciones de Camus, hoy también puede decirse aquí lo mismo que él decía en Francia hace medio siglo: Con la rebelión “el mal que experimentaba un solo individuo se convierte en una peste colectiva. En nuestra prueba cotidiana la rebelión desempeña el mismo rol que el ‘cogito’ en el orden del pensamiento: es la primera evidencia. Pero esta evidencia saca al individuo de su soledad. Es un lazo común que funda en todos los hombres el primer valor. Yo me rebelo, luego nosotros somos”.