EL PAíS › OPINION
› Por Noé Jitrik
Del mismo modo que, supongo, casi un tercio del país (es imposible medirlo) contemplé las espectaculares exequias de Alfonsín, escuché los discursos, leí los artículos que interpretaron el desdichado acontecimiento de modo que no sólo, igual que todo el mundo, lamenté su muerte, y su suerte –ser reverenciado incluso por quienes en su momento lo abandonaron precisamente a su suerte–, y poco a poco fue tomando forma en mí una consideración que en un primer momento me costaba formular. Me da la impresión de que pasaron muchas cosas y que tratar de discernirlas no estaría del todo mal, liberándose en lo posible de esas previsibles tomas de partido retrospectivas, con eso estuve de acuerdo, con eso otro no.
Lo primero que se me ocurre es la filiación fúnebre, las despedidas a los personajes históricos. La memoria funcionó, pero cortito: la homologación del episodio fue con el entierro, impresionante, de Evita y el no menos extraordinario de Perón. Me parece que antes hubo otro, más parecido, el de Yrigoyen, porque implicó ese vaivén entre abandono cuando era necesario acompañarlo y compunción medio arrepentida cuando murió. Y más parecido porque también con su muerte Yrigoyen dejó un vacío que se sintió muy concreta y dramáticamente y, como en su caso, del vaivén se pasó a la simbolización, “padre de la democracia” y otras fórmulas consecuentes.
Pero eso es menor; más interesante fue lo que se tendió en los discursos y en los comentarios televisivos y escritos. Me parece que los discursos se ordenaron en tres previsibles casilleros, uno a la izquierda, otro en el centro y otro a la derecha. El de la izquierda contenía cuatro o cinco referencias muy positivas: el juicio a las Juntas, la Conadep, el enfrentamiento con Reagan, el discurso en la Rural, las relaciones con Cuba, el soplamocos al cura insolente y seguramente algo más: no se mencionó demasiado la recuperación de la Universidad ni se recordó su actuación bastante tercermundista y socialdemócrata en el plano internacional ni, demasiado, las múltiples huelgas generales que para una valiente CGT eran pan comido; el del centro, básicamente la recuperación del funcionamiento institucional, la honestidad personal, hasta cierto punto el esquema económico, el respeto a la Justicia (aunque desde la izquierda esa Justicia era deleznable), la actitud conciliadora con el peronismo y sin duda algo más; el de la derecha, las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, el Pacto de Olivos, las concesiones a los golpistas, el episodio de La Tablada, el gordito que pasó a la celebridad, la “emergencia económica”, dejar el gobierno seis meses antes, haber apoyado a Angeloz, no haber tenido en cuenta el exilio, etcétera.
El conjunto de esos casilleros resumen el paso de un hombre por la historia. Los discursos y artículos van de uno a otro y, en general, si se lo absuelve por el contenido del primero se lo condena por el tercero, el segundo no actuó demasiado en la escenificación que hemos contemplado. Y cada juicio absoluto implica ya sea actos de franqueza con un pasado que pudo ser rico o pobretón, ya la peregrina idea de que Alfonsín habría podido hacer las cosas mejor si hubiera respondido a lo que el articulista declara. Nada nuevo en las amartilladas armas de la crítica política argentina.
Pero hay otro aspecto que me parece que se puede destacar: ¿qué quiso decir esa masa de personas que, muy sinceramente, acompañó los restos hasta su penúltimo destino? Creo que algo muy elemental: se fue un verdadero líder y no se ve en el horizonte ninguno que lo sustituya. Creo que gran parte del llanto de los porteños tenía ese sentido. Lo cual los voceros de la oposición quisieron traducir por un implícito “Kirchner no lo es, Cristina no lo es” pero el problema es que ninguno de nosotros, pudieron decirse o sentir, tampoco.
Y como líder es sinónimo de “padre” al morir el líder murió el padre y la orfandad cubrió el alma de los compungidos hijos; cuando murió Perón pasó más o menos lo mismo, con la diferencia de que la madre que lo sustituía ya había demostrado ser grotesca y lo probó con mucha más fuerza después. Y, como ocurre cuando muere un padre fuerte, o simplemente un jefe de familia, o un mero paterno, en uno de los hijos, preferentemente el mayor, se deposita la carga concreta del destino familiar. De inmediato, ese hijo –en el caso de los Corleone fue el menor– se identifica con la sabiduría del extinto, lo empieza a citar e intenta que se lo vea no sólo como continuador de la gesta encarnada en el muerto sino como alguien que recibió su espíritu y se consustanció con él.
Tal vez ese elemental mecanismo explica por qué se resolvió con tanta rapidez que Ricardo Alfonsín encabezara una lista de diputados, como si su mera ubicación en tan alto lugar volviera a restañar la falta en la familia agobiada, desde antes, por la dispersión y el fracaso. La “unidad” que en estos días parece fácil descansa sobre un razonamiento transferencial también veloz: si tanta gente lloró al padre cómo no va a apoyar al hijo y apoyar al hijo, se han de estar esperanzando algunos desesperados, supone que han de apoyar al resto de la familia, o sea a un partido desalentado, que se ha refugiado en el vértigo de una oposición que razona poco y que ha de creer que la oportuna muerte del buen Raúl –porque a Cobos le tocó protagonizar los honores oficiales– le abrirá el camino para regresar a sus eternas contradicciones. La principal: “campo” versus “resto del país”.
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