EL PAíS › OPINION
› Por Edgardo Mocca
El kirchnerismo quema las naves. Después del lanzamiento de la candidatura a diputado de Scioli no queda ninguna duda de que el Gobierno considera las elecciones del 28 de junio como un test decisivo para su futuro. Ciertamente la iniciativa de sumar al gobernador de la principal provincia del país a una competencia electoral legislativa no tiene mucho que ver con la ortodoxia política; nadie discute su legalidad, pero no puede negarse que profundiza la “anormalidad” política argentina.
Las quejas por la liviandad oficialista en estos asuntos tienen un lado muy razonable. Hace seis años, hundidos en el pozo de una crisis de intensidad no conocida, la propuesta de convertirnos en un “país normal” aparecía seductora. ¿Qué es lo que ha dado en llamarse “normalidad” en esta materia? Que haya partidos políticos bien diferenciados, que exista alternancia en el gobierno sin que suponga una instancia crítica, que las autoridades ejecutivas y los representantes legislativos estén en sus funciones todo el tiempo legalmente previsto, que los cambios de partido por parte de los legisladores sean acontecimientos excepcionales, que existan rutinas institucionales partidarias previsibles para la designación de candidatos, que la prensa informe sin ocupar el inconveniente lugar de la agitación opositora sistemática, que los conflictos corporativos no sean utilizados como herramienta política desestabilizadora...
Se podrían sumar más componentes ideales. Pero alcanza con esta rápida enumeración para convenir en que la normalidad está todavía lejos de las prácticas de los argentinos. Hace pocos días, con motivo de la muerte de Alfonsín, hemos asistido a una operación mediático-política de alta intensidad, dirigida a presentar una peculiar historia de los primeros años de la recuperación democrática argentina, con el visible objetivo de mostrar el contraste de ese relato con el cuadro político del país actual. Nos informaron de una república civilizada, pacífica, dialoguista. De un tiempo de partidos políticos sólidos y modernos; de corporaciones respetuosas de la voluntad popular mayoritaria. Queda flotando la pregunta sobre cómo y cuándo fue que empezamos a ser el país “confrontativo e inorgánico” que somos hoy. Parece ser que los partidos modernos e institucionales se convirtieron en etiquetas virtuales de apoyo a liderazgos individuales por obra y gracia de los dos últimos gobiernos. Y otro tanto ocurrió, por ejemplo, con organizaciones rurales que de estructuras respetuosas y conciliadoras devinieron maquinarias insurgentes en tiempos recientes cuando la “caja kirchnerista” “inventó” el recurso de las retenciones. Lo cierto es que el fracaso político argentino, del cual está resultando difícil reponerse tiene otras fechas y otros protagonistas centrales.
En la elección de 2003 el Partido Justicialista fue dividido en tres fórmulas, hecho bastante más irregular que algunos de los que producen escándalo estos días. Y el radicalismo, que alcanzó la unidad después de unas internas de lamentable perfil, atravesadas por denuncias de fraude cruzadas, presentó la candidatura de Leopoldo Moreau, que alcanzó algo más de 2 por ciento de los votos. No parecen circunstancias muy normales. Parece que el sistema de partidos no entró en crisis con los Kirchner sino que colapsó junto con el derrumbe de un proyecto de país, hacia fines de 2001.
En las elecciones que vienen habrá de todo. Un gobernador en funciones como candidato a diputado, un diputado con mandato vigente que se presenta como candidato a un cargo que ya tiene. Se discute si una vicejefa de Gobierno será candidata a legisladora de la ciudad de Buenos Aires, como si el hecho de renunciar a la candidatura pudiera borrar el hecho de que estaba decidida a aceptarla. Habrá intendentes que presentarán su candidatura a concejales, lo que obligará a revisar las cartas orgánicas para ver si no tendrán hasta la ocasión de asumir y así controlar ellos mismos su gestión. Asistimos también a la rehabilitación de Julio Cobos por parte del radicalismo, después de su “expulsión de por vida” hace un año y medio. Y no es solamente la rehabilitación, sino la visible orientación a convertirlo en candidato del partido –y si es posible de una amplia coalición– para la elección presidencial de 2011. Todo eso sin la mínima señal de abandonar el sitio institucional para el que fue elegido como parte de la coalición de gobierno.
La elección ha devenido un plebiscito. El Gobierno lo hace explícito. Pero no solamente el Gobierno la considera así. La oposición anuncia su intención de utilizar su mayoría para alterar cuestiones centrales del actual programa económico, como es el nivel de los derechos de exportación de los productos agrícolas. El frente macri-peronista se constituyó en la provincia de Buenos Aires con una inequívoca argumentación: aunque estas elecciones no definan formalmente al gobierno, el objetivo principal es derrotar al kirchnerismo en su bastión central. Ante este cuadro, el Gobierno podría jugar una partida de caballeros y renunciar a reconocer lo que se está jugando. Podría, por ejemplo, decir lo que dijo De la Rúa hacia octubre de 2001: “yo no gano ni pierdo en esta elección porque no soy candidato”. El resultado fue que hasta los candidatos de su partido hicieron campaña contra él; lo que vino después no hace falta contarlo.
La jugada bonaerense del kirchnerismo revela un núcleo central de su estrategia política. Consiste en poner a todo el peronismo ante una opción existencial. Apoyar al Gobierno corriendo el riesgo de cargar con el deterioro de sus apoyos en la opinión pública o abandonar al Gobierno y correr un doble riesgo: el de que la elección del oficialismo termine no siendo tan mala como los augurios generalizados o el de permitir una crisis de gobernabilidad de un gobierno que finalmente sigue teniendo el sello peronista. Si a este dilema lo ponemos en el contexto de una crisis mundial que razonablemente debería incentivar conductas cooperativas y discursos de unidad nacional, se comprende que no le sea tan fácil a muchos caudillos provinciales y locales seguir los consejos de quienes desde la política o desde los medios de comunicación apuestan a la crisis y a la aceleración de los tiempos político-institucionales.
La jugada de Kirchner es, pues, visiblemente deslucida desde lo institucional y bastante razonable desde la perspectiva de la defensa de la gobernabilidad. Pero habría otra mirada posible, desplazada en este caso del horizonte de la prolijidad institucional tanto como de la realpolitik argentina. Es la que se pregunta por el sentido de la estrategia. El kirchnerismo parece ser consciente de la existencia de esta problemática pregunta; por eso convoca a un plebiscito sobre la continuidad del “modelo”. Estaría en juego, según ese mensaje, no solamente la supervivencia y la viabilidad de un elenco gobernante sino el proyecto de país factible de construir en un período inmediato.
El planteo tiene fuerza porque remite a una pulseada muy intensa que hemos estado viviendo en el país en los últimos meses. Y porque el contexto de la crisis mundial reactualiza dramáticamente la existencia de alternativas políticas claramente enfrentadas. Es decir, se sugiere que en junio resolveremos si queremos un país en el que la jubilación digna sea un derecho social y el fruto de un compromiso de solidaridad intergeneracional o el simple resultado de una apuesta de mercado financiero. Estará en discusión el modelo de un país productivamente diversificado, con proyecto industrial o el de un país concentrado en el aprovechamiento de la “oportunidad sojera” –si es que los precios vuelven a ponerse a la altura de cuando se discutió la Resolución 125– y que redistribuya la torta una vez que ésta haya crecido lo suficiente como se dijo claramente en la famosa reunión del Senado que bloqueó la iniciativa de las retenciones móviles. Podría seguirse con la enumeración de los temas de la disputa pero alcanza con recordar que ninguna de las medidas del gobierno –ni siquiera el impulso de una Corte Suprema de prestigio e independencia ejemplar– dejó de suscitar los enconos de quienes predican obsesivamente el “consenso”.
Claro que entre el enunciado de una convocatoria a “profundizar el modelo” y la naturaleza de los nombres y las estructuras que se movilizan parece no haber –para decirlo amablemente– una clara correspondencia. La convocatoria sigue siendo, más que nunca, a la estructura del justicialismo y a figuras, como la de Daniel Scioli, cuya identificación con un modelo desarrollista, productivista e igualitario está lejos de haber quedado demostrada. Esa distancia entre el enunciado y el propio curso político en marcha, por un lado, y la estrategia de construcción política sigue siendo el talón de Aquiles del kirchnerismo. No es cuestión menor porque haría falta tener claro si lo que se llama a defender es un horizonte de desarrollo nacional o un elenco político en riesgo. Tal vez lo que tenga que demostrar el oficialismo es que la votación define si el frustrado muro de San Isidro es el futuro de país que nos espera.
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