EL PAíS › OPINIóN
› Por Gustavo López *
Voté por primera vez a los 26 años, el 30 de octubre de 1983. Y no por abstenerme, sino porque los militares no lo permitían.
Se terminaba la dictadura más sangrienta que jamás había conocido nuestra historia y los argentinos nos encontrábamos frente a una gran disyuntiva: qué democracia íbamos a construir. No era una elección más. Había que decidir entre seguir con el péndulo de gobiernos civiles y gobiernos militares o refundar una democracia estable terminando con los golpes de Estado.
Recitando el Preámbulo de la Constitución Nacional, Alfonsín nos ayudó a recuperar el valor de la democracia, a apreciar la diferencia entre el silencio y la libertad, en definitiva, a optar entre la vida y la muerte. Esa fue la elección de 1983.
Con la partida de Alfonsín no sólo se va un gran demócrata, sino que sin lugar a dudas nos deja quien fue el refundador de la democracia argentina
¿Por qué? Porque durante treinta años la democracia había dejado de ser un valor en sí mismo, se la había despreciado como sistema político. Todos los golpes militares fueron acompañados por la indiferencia o el aval de la sociedad y esto nos indicaba que todo daba lo mismo.
Pero en 1983 tuvimos una bisagra en la historia. Por primera vez se juzgó y castigó a quienes habían llevado adelante el golpe militar y cometido, por si fuera poco, crímenes de lesa humanidad.
Por otra parte, el gobierno de Alfonsín fue, sobre todo, un gobierno en disputa. Primero con los sectores que participaron o avalaron el terrorismo de Estado y que pretendían escudarse en la ley de autoamnistía. Tanto los represores como los sectores económicos de la patria financiera boicotearon la democracia con levantamientos y campañas de desestabilización. También lo fue con los sindicatos, por la ley de reforma sindical. Con la Iglesia, por la Ley de Divorcio y por el silencio de parte de su cúpula a la represión ilegal y, sobre todo, con los grupos concentrados de la economía, entre los que se encontraba la Sociedad Rural, con los que se disputó por el modelo económico y que provocaron el golpe de mercado y la hiperinflación en 1989.
Alfonsín ganó y perdió con cada uno de ellos. Como todo gobierno, el suyo tuvo aciertos y errores, fue un gobierno con claroscuros. Pero siempre defendió sus convicciones porque quería una democracia con poder. Una democracia con la que se pudiera comer, curar y trabajar. Una democracia fundada en la soberanía popular y no una formalidad manejada por los poderes detrás de escena.
Nunca abandonó el diálogo, que no significa necesariamente consensos pero sí respeto mutuo, y esto también implica respeto por la voluntad popular. “El que gana gobierna y el que pierde ayuda.”
Hoy, todos lo reconocen como el refundador de la democracia moderna, ya que puso el valor del sistema democrático en el centro de la consideración ciudadana.
Muchos de los que acompañaron el carro funerario lo hicieron con dolor y congoja, otros con respeto y manteniendo sus disidencias, pero algunos se subieron a él para enterrar al Alfonsín de las disputas, el de la democracia fuerte. Son aquellos que pretenden una democracia formal, sin capacidad de producir cambios y que sea gerenciadora de sus intereses. Son los que por años apostaron a los golpes y luego cambiaron por los golpes de mercado.
Por eso es necesario tomar el legado, sin beneficio de inventario.
Como decía Albert Camus, el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas. Y puede llegar un día en que la peste, para enseñanza y desgracia de los hombres, despierte a sus ratas y las mande morir a una ciudad dichosa.
Vaya este recuerdo, en su memoria.
* Subsecretario general de la Presidencia.
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