EL PAíS
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El sayo de la parcialidad
Por Ernesto López *
A Horacio Jaunarena la probabilidad de que la Corte Suprema declare la inconstitucionalidad de las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida parece quitarle el sueño. Por segunda vez en corto tiempo ha hecho declaraciones contra esa alternativa, alegando que significaría un retroceso en materia de cosa juzgada y que generaría, además, un escenario de incertidumbre. Para evitarlo, convoca a “hacer un esfuerzo para cerrar las heridas” y para “superar esta desgracia que tuvimos que enfrentar alguna vez”.
Discrepo terminantemente con el actual ministro de Defensa. Con sus argumentos, pero también con la legitimidad de su lugar de enunciación. Y esto último me parece tan importante como lo primero. No es que le niegue derecho de opinión, sino que me parece que está en una insostenible posición de juez y parte. Dicho sin ambages: Jaunarena era –como hoy– ministro de Defensa cuando se aprobaron las leyes mencionadas, en 1986 y en 1987, respectivamente. Tiene, en consecuencia, una enorme responsabilidad política en la gestación y en la gestión de ambas. Por lo tanto, no le cabe el sayo de la imparcialidad; al revés, la suya es una opinión completamente interesada en términos personales.
Establecido esto, que no es poco, paso a sus argumentos. Me parece obvio que el análisis de la constitucionalidad de las normas pertenece a un registro diferente del de la cosa juzgada. Y que lo que configuraría verdaderamente un retroceso sería mantener leyes inconstitucionales.
En cuanto a la incertidumbre, su invocación es penosa: está referida a los militares y no a la de Estela Carlotto, por ejemplo, que todavía busca a su nieto, como tanta gente que teje y desteje cotidianamente su dolor por los desaparecidos. La preferencia del ministro por unos y su indiferencia hacia los otros me parece éticamente inaceptable.
Finalmente, su convocatoria a cerrar heridas y a superar desgracias, es insustancial. No sólo porque justamente él no tiene legitimidad para efectuarla. También porque debería haber aprendido de los fracasos tanto de Alfonsín –que procuró neutralizar el ignominioso pasado de sangre y de furor del que venimos mediante la teoría de los dos demonios y sus derivados prácticos– como de Menem, que procuró su clausura por la vía de los indultos. Ese pasado es durísimo y persistente. Tanto como la hondura del horror que prohijó. Y es irreductible en lo inmediato. Se cerrará y superará –si acaso– solamente con tiempo, como todo lo que tiene que ver con la pérdida y el dolor. Mientras tanto, sólo se puede intentar mejorar –apenas mejorar– algunas condiciones de convivencia. Para lo cual, primero hay que reconocer y aceptar la densidad del problema. Y segundo, favorecer el despliegue de dos condiciones insoslayables: verdad y justicia.
* Sociólogo.