EL PAíS › COMO PUDO QUEDAR OCULTO 20 AÑOS EL CASO DE LA MUJER VIOLADA POR SU PADRE EN MENDOZA
Un ex vecino dice que todos allí sabían. Pero otros se enojan y aseguran que la noticia los sorprendió como a todos. El barrio, la escuela, las instituciones que no supieron o no quisieron saber. Cómo fue el largo proceso para que el caso llegara a la luz. Los protagonistas que lograron llevar a la Justicia a Armando L.
› Por Soledad Vallejos
Desde Mendoza
Llegar a la casa de la familia L. es simple. Alcanza con insinuar la pregunta a los vecinos de la Cuarta Circunscripción, el barrio de casas bajas, calles plagadas de árboles (y ritmo de siesta, aun en la mañana de un día de semana): “¿Vivían por acá las personas de ese caso?”. La señora, que acaba de salir a hacer las compras, no duda un segundo, señala la esquina: “Doblando para allá, al lado de la fotocopiadora, el portón blanco. Ahí es”. No hacen falta más datos, ni hacer mención a Armando L., su hija C., los siete hijos nietos, la madre y abuela N. O.; tampoco repetir en voz alta la acusación que ocupó las primeras tapas de los diarios locales y ocupó a la prensa de otros países, amén de a la nacional (violaciones reiteradas, agravadas por el vínculo, a lo largo de más de 20 de los 35 años de vida de la denunciante, que resultó madre siete veces a causa de esas violaciones).
La señora es amable pero está enojada; todavía flota en el aire el recuerdo de la entrevista que Ariel Bueno, el ex policía y vecino de los L., concedió a Página/12 para contar detalles de la denuncia que había radicado en 2002, y cuyo contenido ratificó ante el fiscal Marcelo Gutiérrez del Barrio. “Tenemos bronca porque salió uno que vivía acá a decir que todo el barrio sabía lo que pasaba, ¡mentira! Mire si algo así se va a saber... Y si uno sabe eso, ¿cómo no va a denunciar? Pasa que una es empleada, trabaja todo el día, ¿qué va a saber de otra casa?” Ella vive cerca pero no tanto: “No, enfrente no, de las monjas para acá estoy”, una diferencia de 10 metros, en una calle que no tiene más de 15 casas por cuadra. “Lo que está enfrente de la casa es el colegio. Por ahí sabían algo.”
En Internet, en las radios, en la calle, durante toda la semana arreció el debate: ¿realmente era posible que los vecinos ignoraran todo? ¿Realmente era posible que supieran tanto? “Qué querés, si sale a bailar y vuelve embarazada”, recordó un vecino que decía Armando L. cuando alguien, con levedad, preguntaba por los frecuentes embarazos de su hija. De C. se recuerda que nunca se le conocieron novios, que resultaba extremadamente tímida, que no tenía amigos, que no salía sola a la calle, que caminaba como ensimismada. En el foro virtual de un diario mendocino, un usuario, “Ro Méndez”, escribió: “Vivo a un par de casas de esta flia, hice la denuncia con mi sra, la mujer del detenido sabía todo es igual o más culpable que él, varios vecinos vimos gritar a esta mujer en la calle en peleas con su esposo ‘sos un violador’”.
La señora que orientó a Página/12 para dar con el portón blanco, la fotocopiadora escolar que promociona “Puca, Pokemon, Barby”, el instituto de “las monjas”, no conoció a Armando L. “Lo veía con el auto, pero nada más”; “sí sabía de la señora, que es viejita, que está enferma”, es decir, la abuela materna de la mujer que denunció a su padre, una anciana a cuyo nombre está registrada la casa.
En doble fila sobre la calzada, en la vereda de enfrente, desperdigados, madres y padres esperan que suene el timbre del colegio Nuestra Señora de Pompeya y dé por terminada la jornada de sus hijas, que pronto atravesarán el umbral bendecido por una imagen de la Virgen. Esa misma puerta atravesaron, en 2003 y 2004, tres de las criaturas que Armando L. engendró en su hija C.; también por allí apuraron sus pasos las religiosas a principios de la semana, cuando comenzaron a llegar las cámaras de televisión para transmitir in situ la vida de un barrio. Desde una esquina llegan los rumores de una obra en construcción; en la otra el sol es tan tibio que un viejito instaló su reposera para tomar sol un rato de frente, otro rato de espaldas. Aunque esté en medio de la manzana, se escuchan las voces; hay actividad en el patio del colegio.
A veinte cuadras del centro de la ciudad de Mendoza, Patricias Mendocinas Oeste se convierte en una calle de suburbio donde alternan casas con frente de ladrillos coquetos y jardincitos con otras más modestas y con ornamentos desgastados, desvencijados algunos. Una cuadra más allá, España se convierte en un boulevard. Las hojas de los árboles, de un amarillo dorado, cubren la calzada. “Ves ahí, el macetero –dice el periodista Vicente Calisaya–, ahí nos sentamos con G. cuando me llamó la primera vez; alguien le había dado mi teléfono, yo no lo conocía de antes.” Era septiembre de 2008 y el hermano mayor de C. había citado a Calisaya, un hombre conocido en la provincia (tanto por su trabajo en Cadena 3 y Canal 26 como por haber logrado que se realizara un juicio por la muerte de su padre, Teodoro, demanda que terminó con una condena al hijo de una diputada provincial), porque necesitaba contarle un caso y pedirle ayuda.
G. L., de 37 años, casado, padre de dos niños, refirió cansancio y dolor. Dijo que todo el mundo se estremecía porque el alemán Joseph Fritzl había encerrado y violado durante 25 años a su hija Elizabeth, a quien además había convertido en madre de cinco chicos, pero que en Mendoza, en su propia familia, sucedía algo peor. Se las arregló para relatar toda la historia sin usar ni una vez la expresión “mi padre”. Tras escucharlo, Calisaya fue quien lo puso en contacto con Ricardo Puga, el diputado que preside la Comisión de Derechos y Garantías, y luego guardó silencio durante nueve meses; en ese tiempo sólo lo comentó con tres amigos y colegas, que callaron tanto como él. “Creí que G. y sus hermanos necesitaban que se hiciera justicia, que los hijos de C. merecen otra vida, que Armando L. tenía que ser llevado a la Justicia. No dije nada todo este tiempo porque me di cuenta de que hacer un caso público y nada más no iba a servir para eso. Hay periodistas que me dicen que cómo me callé, pero ¿cómo no iba a hacerlo? Lo único que espero ahora es que haberlo hecho sirva para algo.” Está convencido de que la visibilidad pública del caso, aunque no necesariamente el amarillismo en torno de los detalles, es lo único que puede auxiliar efectivamente a las víctimas y al proceso de la Justicia.
Pero esa visibilidad puede tener un precio. Más de un involucrado en la investigación y la denuncia tiene una lista de anécdotas de esta semana: “Me preguntaron en la televisión cómo podía el tipo violar a una nena de 8 años”, cuenta Puga. A Bueno le exigieron que supiera por qué su denuncia no había avanzado en la Justicia. Alejandra Naman (la senadora que, por haber ejercido como abogada en derecho de familia, fue convocada por Puga para colaborar con la denuncia que llevaba G.) se quejó de que “tuve que decirle a un periodista: ‘Mire, no le voy a decir ni cuántas veces fue violada, ni cómo fue violada, ni si fue violada una vez más, cuántos hijos tiene’. Hay ciertas preguntas que es perverso hacerlas, formularlas, hablando de este tema”.
C., la mujer que debió denunciar a su padre, habló con dos medios mendocinos, una vez el viernes y otra el sábado, pero sólo para pedir “respeto” por ella y sus hijos.
Al testimonio del ex vecino Bueno se sumó, un día después, el de otro antiguo vecino, que aseguró haber denunciado a Armando L. en 1996 ante la policía y la Justicia de Familia: una de las hijas adolescentes de L. tenía 16 años y había escapado de su casa; durante algo más de un año pidió a este vecino y su mujer que le dieran refugio porque no quería seguir con su propia familia; le contó que los niños que veía eran hijos de su hermana y su padre. El ex vecino brindó su testimonio de forma anónima, porque teme represalias. En algunos despachos se dice que habría otras denuncias pero todas ellas anónimas; sería por temor. ¿Por qué? Por los rumores que se reproducen, sin que nada los confirme o desmienta: Armando L. tendría hermanos, serían violentos, andarían “en la pesada”. Alguno de los hijos nietos también. En las guardias periodísticas alguien susurra que uno de esos chicos mostró un arma cuando vio una cámara en la cuadra de su casa.
Las personas que estuvieron en los comienzos del largo camino que terminó en la demanda judicial recuerdan todavía otra marca de G.: jamás se refirió con cariño a N. O., la oficial de Justicia y pareja de Armando L. que, a la sazón, es su propia madre, amén de serlo también de C. “Esa mujer –decía–, esa mujer, porque alguien así no merece ser llamada madre.”
El hermano de C., dice Alejandra Naman, la senadora a quien Puga convocó cuando Calisaya le pasó el caso, “pasó de la euforia del domingo, cuando lo vio al tipo preso, a la depresión de no querer hablar con nadie. En estos días hablé tres veces más por teléfono, y está agobiado, angustiado, es una cuestión familiar muy grave que salió a la luz”. Ella, como Puga, insiste en que, apenas escuchó el relato de G., sólo pudo desear una cosa: que no fuera cierto. Los dos llevaron, sin embargo, el proceso adelante, para ir desbrozando el relato, ir dando con pistas, comprobando que podían confiar en las palabras del hombre que luchó toda su vida para poder contar. “Cuando supe que era verdad, tuve dos sensaciones encontradas: una de dolor profundo, y otra de alivio, de pensar que había roto el pacto de silencio –continúa Naman, para quien el caso revela un abismo institucional–. Cuando digo que fracasaron las instituciones, me incluyo también como abogada, como ciudadana, como política. Fundamental en esto es ver qué nos ha pasado como sociedad. Lo que ha pasado ha sido sumamente importante, porque se supo, y podría no haberse sabido nunca. Y podría haber continuado con la hija de la hija y los otros hijos... Veamos qué pasó en el medio, quiénes son los responsables, claro, pero veamos también qué es lo que hay que cambiar.”
En la semana, dice Puga, “todos se sonrojaron cuando dije algo evidente: aquí ha pasado lo que pasó en la época del Proceso, todos sabían pero nadie hablaba. Es decir, ha fracasado la sociedad, con las instituciones y los vecinos. La escuela, el centro de salud, los médicos que atendieron los partos, los que inscribieron a esos siete chicos todos hijos de padre desconocido. Es como la madre de la chica que denunció, que dijo: ‘Tenía hijos y yo no sabía explicármelo, si no andaba con hombres’”.
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