EL PAíS › PANORAMA POLíTICO
› Por J. M. Pasquini Durán
Con la suspensión de los aumentos en las tarifas de luz y gas el Gobierno evitó que se cometiera un número indefinido de abusos. Tuvo que restablecer los subsidios, o sea que en lugar de que pague un número restringido de altos consumidores vuelven a pagar a las empresas con dinero de la caja de todos los contribuyentes. Quedó en claro, además, que los responsables de controlar a los concesionarios ni se molestaron en revisar las facturas del último bimestre antes de que fueran enviadas a los clientes. Cabe suponer que el libre albedrío empresario debe abarcar a otras áreas del negocio y por lo tanto no es extraño que el país se encuentre un día que no se cumplieron en plenitud los contratos de concesión y que las reservas conocidas están agotadas.
El cuento de los aumentos suspendidos tal vez llegue a ser una anécdota, la memoria de un traspié, pero la ineficiencia del Estado para ejercer el debido control de los servicios públicos debería ser considerada con menos liviandad por el oficialismo y la oposición. No es posible que sucedan episodios de este tipo y nadie reciba sanción alguna, ni los funcionarios ni los concesionarios, mientras que los usuarios esperan alguna explicación de alguien, aunque sea una disculpa por las molestias causadas. Cuando funcionarios y políticos se interrogan en interminables tertulias acerca de las razones por las que los ciudadanos desperdigaron sus votos en la búsqueda de alternativas distintas a lo conocido, sería útil para todos si aceptaran que la explicación última está en las simples cosas cotidianas, más que en los sofisticados diagramas de modelos de desarrollo.
Hay que reconocer que el Gobierno, después de ser desafiada su arrogancia en las urnas del 28 de junio, está haciendo esfuerzos notables para recuperar el terreno perdido. En el apuro quedan en evidencia la improvisación, la fatiga, el disimulo, que pretende cubrir con una avalancha de números para mostrar el balance contable de lo que se realizó. No quiere advertir que eso ya importa menos, que la decisión de los votantes no ignoró la obra cumplida pero, a lo mejor por ingratitud, no la consideró suficiente. Después de seis años de crecimiento asiático, es difícil entender por qué hay 16 millones de pobres y, peor todavía, por qué los ricos son cada vez más ricos. En la víspera, la presidenta Cristina anunció un plan de cien mil empleos mediante la formación de cooperativas de medio centenar de miembros y con salarios mínimos.
En su discurso aseguró que el problema de Argentina no eran los pobres sino la inequidad social. Correcto, pero con más razón entonces, ¿por qué los contribuyentes, incluido el que compra medio kilo de pan y paga IVA, tiene que garantizar la ganancia de corporaciones energéticas internacionales que en los años ’90 se quedaron con un negocio de corsarios? ¿Por qué la renta financiera sigue sin pagar impuestos? ¿Por qué nunca el actual gobierno, igual que los anteriores, se animó a la reforma fiscal de acuerdo con la fórmula “paga más el que más tiene”?
La presidenta Cristina afirmó ayer, por cadena nacional, que el trabajo es el mejor antídoto contra la pobreza. Buena frase, rotunda, contundente, pero alejada de la realidad. Sólo 300 mil trabajadores recibirán a fin de año el sueldo mínimo de 1500 pesos mensuales, una porción pequeña del total de asalariados, entre “blancos” y “negros”. No sólo los desempleados son pobres. Cuántas personas pueden contar la historia familiar del padre que se rompió la espalda trabajando toda la vida y nunca le alcanzó para comprar bicicletas en nombre de Papá Noel o los Reyes Magos. Los crueles resultados de la globalización del mercado es que los trabajadores ya dejaron de quejarse por la explotación y hoy en día, con dos o tres generaciones en la familia sin experiencia laboral, protestan porque no son explotados.
Con lo que está haciendo, al Gobierno le alcanza para desconcertar a la oposición que, por lo pronto, ya defraudó las expectativas de los caciques rurales que creían que tenían al Congreso comiendo de la mano del estanciero. Por el momento, se postergaron las facultades delegadas, entre ellas las retenciones a las exportaciones, hasta el próximo año, y no hay fracasos resonantes del oficialismo en las legislativas ni la deserción en sus filas era masiva como se anunciaba en los pasillos mediáticos antes que comenzaran las sesiones. Quizá por esas cascadas de versiones que nunca se agotan, en una de sus habituales digresiones discursivas, la Presidenta evocó el fusilamiento de Dorrego y aseguró que en el siglo XXI, como resabio de aquellas bárbaras prácticas, quedan los “fusilamientos mediáticos”.
Los radicales que apuntan en la dirección del viento, como el gallito de Morón, volvieron a cambiar de opinión y, para no dejar el rol de opositores, calificaron al diálogo convocado por el Gobierno de “maniobra perversa”, una exageración que puede aplaudir Elisa Carrió que fue a pasar el primer mes postelectoral en los parques temáticos de Walt Disney de Estados Unidos. Las cosas que se permiten los ricos mientras claman por los pobres desatendidos por el Gobierno.
El diálogo, como el tango, necesita dos participantes, y si el anfitrión invita para hablar de la reforma política y los invitados quieren hablar de todas las cosas que les parecen importantes o más urgentes que esa reforma, es obvio para cualquiera que para lograr resultados habrá que sentarse alrededor de la misma mesa más de una vez. Pero no, aquí se intenta una vez y si el interlocutor no adopta el punto de vista de las visitas, se acabó la práctica perversa de la negociación permanente, una de las prácticas obligadas de la política.
Los ciudadanos que asisten a estos espectáculos de vaudeville, mientras siguen irresueltas las simples cosas que los atormentan, no pueden entender de qué se trata. Lo que no advierten los políticos es que el descrédito público no es para el Gobierno o para la oposición, sino para todos. El mandato para el diálogo plural que llenó las urnas del 28 no era sólo para el Gobierno sino para todos y no era boleto de ida para un solo viaje sino para tantas veces que se gastaran los fundillos de ir y venir en busca de un mejor destino.
En cambio de eso, las opiniones van y vienen de un lado para el otro, mezclándolo todo. El Gobierno aporta lo suyo, tanto que la Presidenta recibe a Julio Grondona de la AFA para ver si el Estado se hace cargo de las transmisiones del fútbol, en un anticipo de la futura ley de radiodifusión, arrebatándole el contrato al monopolio de Clarín y Torneos y Competencia, en un asunto donde se mezcla hasta la Embajada de Estados Unidos. La confusión es tan mayúscula que ahora es frecuente escuchar o leer, sin que nadie lo desmienta, que Mauricio Macri es peronista disidente y Francisco de Narváez, que se comía los niños crudos en los avisos publicitarios de su millonaria campaña, en estos días de agitado debate en el Congreso, puso en práctica la táctica “silencio de radio” y no se le escuchó pronunciar ni una palabra. Los ricos también callan, cuando les conviene. Es un lujo que los políticos, más o menos ricos, no se pueden permitir.
La oposición, hacia la derecha o hacia la izquierda, tiene tal complejo de no aparecer concediendo nada al Gobierno (y viceversa) que si no tienen algo opuesto o diferente para opinar prefieren guardar silencio. Es lo que están haciendo con el problema que la Unión Sudamericana va a tratar a fin de mes en Bariloche a propósito de la decisión de Colombia de abrir sus bases a tropas norteamericanas. Los fusilamientos pueden dejar de ser mediáticos en cualquier momento si los marines andan por estas tierras con las armas en las manos. Vale la pena ocuparse del tema, como lo hacen la presidenta Cristina y otros colegas sudamericanos, y extenderlo, si fuera posible, como propone Lula, a un franco diálogo con el presidente Obama para conversar sobre las relaciones de Estados Unidos y esta Unión sureña.
Es comprensible que la derecha, incluido el peronista Macri, deje pasar el tema o respalde al presidente colombiano, el conservador Alvaro Uribe, enemigo de Chávez y aliado incondicional de Washington, pero ¿tiene tan poca envergadura el tema que el centroizquierda no lo tiene en agenda, tapada por sus afanes para proteger bosques, glaciares y la nómina completa de recursos naturales? Hay que ser muy ignorante para descuidar la defensa de los recursos naturales ya que todo indica que su posesión será motivo de futuras guerras, pero razón de más para no permitir que tropas extranjeras, al servicio de poderes insaciables, vayan y vengan por estas tierras como Pancho por su casa. No, la comparación no es válida porque seguro que tienen más recursos que Pancho para localizar cuencas hídricas, petroleras y tierras fértiles, mientras peinan el territorio en busca de los narcotraficantes que nunca pudieron desalojar de su propia casa, el mayor centro de consumo mundial de narcóticos ilegales.
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