EL PAíS › OPINION
› Por Edgardo Mocca
Las corporaciones agrarias y los comentaristas de los principales medios de comunicación claman en todos los tonos contra la oposición. Le reprochan su falta de iniciativa, su carencia de “ideas” y, de modo más o menos directo, su blandura frente al Gobierno. Atribuyen a esa defección opositora la recuperación política del kirchnerismo, expresada nítidamente en estos días con la aprobación parlamentaria de la extensión de las facultades especiales. En las mismas horas en que el Senado se preparaba para discutir ese proyecto del Ejecutivo, Reutemann rechazaba las presiones de Duhalde para lanzar su candidatura y retrucaba la ponencia del líder bonaerense situándolo a su vez como “el mejor candidato del peronismo”. La separación del senador santafesino de su compañera de bloque y escudera política Roxana Latorre completan el cuadro de una semana complicada para la oposición.
Es evidente que en la política argentina hay una suerte de disputa por los tiempos. Está la temporalidad de la Mesa de Enlace en la que se combina la impaciencia corporativa por reducir o si fuera posible eliminar las retenciones a las exportaciones de grano, con su recientemente asumida condición de vanguardia política de la oposición. La mencionada senadora Latorre acaba de afirmar que hay sectores ruralistas que quieren “que Cristina se vaya ya”; el tono de los habituales pronunciamientos públicos de la dirigencia agraria dista de desmentir esos dichos.
Aun cuando periódicamente repudian los “exabruptos” rurales, los principales diarios del país confluyen en la ansiedad propia de los tiempos cortos de la política. No hace falta, en este sentido, proclamar a viva voz la alteración de los tiempos institucionales si se va creando un clima de tensión social a través de un bombardeo sistemático que incluye la manipulación de la noticia y la saturación de comentarios políticos que hace rato abandonaron toda pretensión de objetividad para situarse como simples panfletos políticos.
Al mundo de la política propiamente dicha, es decir a aquellos actores que hacen política abiertamente y no escudados en representaciones corporativas o en la “objetividad” informativa, no les es tan fácil adoptar esta lógica de los tiempos vertiginosos. En parte es así porque el resultado electoral sorprendió a sus propios beneficiarios y ha puesto a las fuerzas de oposición en la obligación de actuar con más responsabilidad hasta el 28 de junio. Una cosa es disparar contra un gobierno políticamente dominante, lo que dio en llamarse “hegemonismo” y otra es hacer uso de las posibilidades que da una relación de fuerzas favorable ante un gobierno debilitado. Es cierto que la votación de las facultades especiales se hizo con un congreso de composición desactualizada, pero no deja de ser sintomática la capacidad del oficialismo de contener a sus fuerzas propias y ensanchar su base de alianzas en momentos en que su condición de mayoría tiene una fecha de vencimiento inexorable.
Las principales fuerzas políticas parecen, así, actuar en los tiempos largos de la política. Tienden a concentrarse más en la generación de condiciones favorables a la disputa presidencial de dentro de dos años que a la puesta en escena de batallas finales contra el Gobierno. El peronismo –casi todo el peronismo, sectores duramente antikirchneristas incluidos– sabe que un de-senlace traumático del proceso político puede afectar de modo terminal sus aspiraciones sucesorias. Está obligado a tramitar la definición de un liderazgo, un perfil y una fórmula política para 2011 sin que esa tramitación desemboque en una fractura y aun en una fragmentación del partido. Si eso fuera poco habría que agregar que, hoy por hoy, el “peronismo realmente existente” es una coalición en cuyo núcleo decisorio están los caudillos de las provincias: una estrategia de choque frontal contra el Gobierno sería difícil de compatibilizar con el manejo de las administraciones provinciales, la mayoría de las cuales atraviesa grandes dificultades de caja.
Así parece entenderlo Reutemann. Su candidatura parece cuestión definida, pero los tiempos y las formas no están tan claros. Un lanzamiento prematuro de su candidatura y su armado político resultarían problemáticos: lo subiría al ring frente a frente con Néstor Kirchner y no es muy fácil predecir cómo se situarían, en términos inmediatos, la mayoría de los líderes provinciales del PJ. Y no es solamente el santafesino el que se inclina por esos cálculos. A los aliados peronistas de la centroderecha macrista tampoco los convence demasiado la aceleración de los tiempos en el justicialismo; en la actual composición de la coalición de centroderecha el trámite veloz de la interna peronista y sus inevitables traumas mejorarían las posiciones relativas de sus aliados macristas.
Con el radicalismo sucede algo parecido. Con el paso de los días, la UCR parece haber tomado conciencia del cambio de escenario y del lugar privilegiado que en él ocupan. La elección de junio reunificó en la práctica al partido y lo situó como clara segunda fuerza política. Tienen, además, a un candidato virtualmente consagrado, el vicepresidente Cobos. Justamente el sitio institucional que tiene su líder de hecho aconseja prudencia en el manejo de los tiempos: cualquier mal paso puede colocar al mendocino en el centro de una crisis institucional y desarmar así la compleja ingeniería política que desemboca en una pacífica renuncia a la vicepresidencia pocos meses antes de las elecciones.
El panradicalismo, sin embargo, tiene fisuras. Elisa Carrió, como era descontable, desde el día siguiente a la elección parlamentaria, no participa de esa temporalidad gradual de la política. Claramente por una cuestión de temperamento, estilo e historia política; pero también porque el resultado de junio la sacó del centro del dispositivo político opositor. Imaginarla a Carrió marcando el paso del radicalismo es soñar con su tranquila resignación a un segundo plano de la política, opacada por el muy particular liderazgo de Cobos y con un cambio de discurso en la dirección de la moderación y la sensatez sin beneficio político alguno. Puede asegurarse que no ocurrirá tal cosa.
En el territorio macrista no peronista la tentación hacia la aceleración de los tiempos podría ser grande. Solamente en un escenario peronista internamente traumático habría lugar para el desprendimiento de un sector más o menos amplio del movimiento en la dirección de la alianza de centroderecha. Sin ese desplazamiento las posibilidades presidenciales de Macri lucen remotas. El problema es que Macri gobierna la ciudad de Buenos Aires, epicentro natural de los grandes conflictos políticos argentinos. La elección de junio, por otro lado, le mostró que es imposible desde su colocación institucional esquivar las esquirlas del malestar político; no perdió como Kirchner, es cierto, pero su caudal electoral se vio seriamente afectado.
El Gobierno se apoya visiblemente en estos incentivos a la prudencia que proporciona la realidad política. Oscila entre la convocatoria al diálogo y la dureza en sus posiciones. Es manifiesto que también en sus filas hay “halcones y palomas”. Todos esgrimen buenas razones. Los duros creen que hay que aprovechar las restricciones tácticas de la oposición para fortalecerse sin concesión alguna; los moderados consideran que esas restricciones son circunstanciales y deberían ser aprovechadas y consolidadas con gestos dirigidos a fortalecer a los dialoguistas y aislar a los impacientes.
Está por encima de las posibilidades del comentarista cualquier vaticinio sobre el resultado de esta pulseada. Lo que resulta claro que ese resultado es central para el fortalecimiento de la democracia y también para cualquier proyecto de transformación progresista. Si se quiere salvar las conquistas más importantes de este período y establecer un puente entre esta experiencia y un proyecto político plural y progresista, la política del “todo o nada” debería ser abandonada. Sobre todo si en el “todo” se incluyen en un mismo paquete reformas claramente populares con esloganes sectarios y políticas indefendibles.
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