EL PAíS › OPINIóN
› Por Walter Mignolo *
Podemos conjeturar que el presidente de Colombia, Alvaro Uribe, sabe que la verdadera razón para abrir las bases militares a Estados Unidos está parcialmente, muy parcialmente, relacionada con la lucha contra el narcotráfico. Sabe que su país está rodeado de tendencias históricas que van en otra dirección. Sólo Alan García en Perú comparte una visión de la historia cuyo ciclo se cerró con el doble fracaso de la invasión a Irak y la crisis económica provocada por Wall Street. Hay doce países en América latina, algunos más radicales que otros, montados en un tren de la historia que marcha en otra dirección. Da la impresión de que Uribe y García se quedaron en el andén de la estación, sin pensar que el tren ya no volverá a pasar.
La conjetura no se basa en adivinanzas psicológicas, sino en la complicidad histórica, repetida y reproducida desde hace 500 años, entre la retórica de la modernidad (progreso, seguridad, paz y bienestar) y la lógica de la colonialidad (violencia, agresión, confrontación) para lograr progreso, paz y bienestar. La complicidad entre la retórica de la modernidad y la lógica de la colonialidad es tal que permea la sociedad civil, mostrando en la mayoría de los casos la mitad de la historia y dando la impresión de que esa mitad es, en realidad, la totalidad. La colonialidad, como el inconsciente, no se ve ni se nota, pero trabaja.
A primera vista se diría que el tratado que Uribe firmó con Washington para permitir el uso de siete bases militares en Colombia y la publicación de un libro de Mario Bunge, Filosofía política, no tienen nada que ver entre sí, más allá de que los dos hechos ocurrieron más o menos al mismo tiempo, en agosto de 2009. Damos por sentado que Uribe y Bunge no se conocen personalmente. Sin embargo, comparten la retórica de la modernidad, aunque podemos pronosticar que ambos se aproximan a la democracia de distinta manera: Uribe sabe, Bunge cree.
No hace falta leer el libro de Bunge para llegar a esta conclusión. Conociendo su destacada trayectoria académica, basta con leer la solapa y el párrafo bio-bibliográfico que acompañan la edición. El párrafo en cuestión: “Contrario a las seudociencias, entre las que incluye el psicoanálisis y la homeopatía, y contundente en sus críticas al existencialismo, el posmodernismo, la hermenéutica y el feminismo filosófico, Bunge fue homenajeado con el Premio Príncipe de Asturias a las Ciencias en 1982 y con 14 títulos de doctor honoris causa y 4 de profesor honorario”. Quienes están familiarizados con el análisis del discurso encontrarán este párrafo extremadamente rico. El párrafo sugiere que el tomar posición contra las seudociencias es parte de la razón por la cual Bunge obtuvo tan significativas distinciones.
Podemos preguntarnos cómo se puede defender la “solidaridad, cooperación y democracia integral” –tal el subtítulo del libro– si la filosofía política que propone comienza por erradicar una serie de pensamientos y prácticas humanísticas que, para Bunge, son seudociencias y con las cuales, se deduce, no es posible ni cooperar ni ser solidario. Por lo tanto, la democracia integral pareciera concebirse en términos de la eliminación de lo indeseable para promover una sociedad en la cual la democracia consista en la práctica de los que quedan y tienen la posibilidad de gestionar científicamente la paz social.
A partir de los debates sobre la pluriculturalidad en Bolivia y Ecuador, y teniendo en cuenta que las constituciones de los dos países se reescribieron atendiendo a una serie de demandas de los pueblos y naciones indígenas –entre ellas el Estado plurinacional y los derechos de la naturaleza–, el saber de Uribe y el creer de Bunge comienzan a hacer agua. El primero, porque sostiene una posición que los presidentes de doce países de América del Sur, que se reunirán en la Cumbre de Unasur, saben que no es la que él dice. El segundo, porque el correr de la historia pone en evidencia que la razón científica podrá construir variados y bellos modelos matemáticos y lógicos de democracia –que podrían ser aplicados por la derecha o la izquierda–, pero que la democracia consiste en la participación de todos los sectores organizados de la sociedad y todos los saberes, científicos y humanísticos. Ni la ciencia ni el armamento aseguran la democracia, la paz y el bienestar. Parece, muy al contrario, que reproducen la idea de la dominación disfrazada de democracia.
La tarea, presente y futura, es no sólo denunciar la complicidad entre retórica de la modernidad y lógica de la colonialidad, sino comenzar a desprendernos de esa matriz, tanto del mito de la ciencia como del mito de que se puede alcanzar la paz por medio de la violencia.
* Director del Centro de Estudios Globales y Humanidades de la Universidad de Duke (EE.UU.).
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