Jue 27.08.2009

EL PAíS  › OPINIóN

Hilos de la memoria

› Por Oscar R. González *

En la foto tomada en el aeropuerto de Trelew el 15 de agosto de 1972, una semana antes de la masacre, se lo ve con su campera clara y aspecto aniñado, ensimismado y calmo. Es Eduardo Capello, con quien me topé en una precoz militancia en la Juventud Socialista hacia mediados de los ’60. Ambos teníamos 18 años, quizás 19, e intentábamos organizar un núcleo juvenil en Parque Patricios.

Aunque ni uno ni otro vivía por allí –él era de Congreso y yo de Monte Castro–, nos facilitaba la tarea el cobijo que nos daba uno de los locales más antiguos del socialismo porteño, en la calle Almafuerte, en cuyo interior campeaban, amarillentas, las efigies de Juan B. Justo y Carlos Marx.

La edificación, húmeda y fría, distaba apenas metros de la estatua de uno de los próceres de la emancipación, Bernardo de Monteagudo, bronce al pie del cual, los sábados por la mañana, revoleábamos unos volantes mimeografiados convocando a constituir un providencial frente de los trabajadores que evitara lo que llegó poco después, la dictadura ultramontana de Juan Carlos Onganía.

La vida nos alejó al poco tiempo, ya que ambos fuimos expelidos drásticamente de la vieja casona socialista por un delito que los patriarcas del lugar no perdonaron: cambiar el nombre de la agrupación juvenil, que bautizamos, ocurrentes, Martín Güemes, en sustitución de una denominación que a nosotros, ignorantes de la historia reciente, nada nos decía: Roberto Mario Port. Sólo que aquel nombre –nos enteramos por los gritos destemplados de una vieja afiliada– era nada menos que el de un joven socialista asesinado durante un acto partidario, en pleno peronismo.

Abatidos por el sopapo disciplinario, abandonamos nuestra militancia en esos pagos, cada cual buscó su camino y desde entonces nos perdimos de vista hasta que el azar nos reunió –sería 1969– a bordo de un trolebús, el 314, que terminaba su recorrido en los cuarteles de Palermo, donde entonces se determinaba la aptitud psicofísica de los sorteados para hacer el servicio militar.

Preocupado porque el patriótico compromiso amenazaba con expropiar un año de mi preciosa vida, le narré a mi interlocutor, con entusiasmo, el cúmulo de dolencias y malestares diversos que pensaba alegar ante los médicos para obtener un no apto salvador: pie plano, miopía, extraños dolores, alergias a casi todo.

Contra mis previsiones, Eduardo no manifestó entusiasmo alguno con mi elaborada argumentación y, lejos de eso, me miró un poco azorado. Luego, en tono de reproche, me dijo: “Como viene la cosa en la Argentina... ¿te vas a perder la oportunidad de aprender a tirar?”.

Me sentí un poco avergonzado y esa sensación asoma cada vez que vuelve a mi memoria la imagen de ese muchacho entusiasta y puro al que encontré en un viejo y destartalado local de Parque Patricios, pocos años antes de convertirse en uno de los mártires de Trelew.

* Secretario de Relaciones Parlamentarias de la Jefatura de Gabinete.

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