EL PAíS › OPINION
“La Presidenta, al comparar el ‘secuestro’ de goles con los procedimientos de la represión más horrenda, les retiraba a estos últimos hechos el carácter de indecibles (...) Pero lo indecible –toda comunidad humana se yergue sobre lo indecible– hay que reconstruirlo con nuevos esfuerzos, cuya ley nadie posee de antemano. Todo el episodio nos devuelve la idea de que lo indecible debe encontrar nuevos decires.”
› Por Horacio González *
Las palabras están imantadas. Dicen lo que queremos a condición de escapársenos siempre. Solo el memorándum, la consigna o el eslogan suponen la proximidad casi absoluta de la frase con la palabra de orden. Pero hasta un reglamento puede ser una escritura utópica en la medida que puede estar destinado al olvido o al incumplimiento. Hacer del lenguaje un acto de alta precisión no puede ser sino una búsqueda poética –aun si fuera para escribir edictos–, porque el sentido se diversifica y queda siempre a disposición del intérprete. Por otro lado, nos gusta ser metafóricos, es decir, sacar a las palabras de su uso habitual, sustituyendo las que normalmente deberían estar en su lugar por otras que provocan asombro al reemplazarlas. Así, puedo decir “la casa está en orden”, diciendo casa en lugar de país, con lo cual produzco una equivalencia problemática que, sin embargo, permite entender las relaciones complejas a través de una apelación doméstica. A Alfonsín le costó mucho explicar el modo en que simplificó abruptamente la situación complicada que atravesábamos. Decir “casa” favorecía la dimensión persuasiva que debía tener la esquiva palabra “orden”. Pero no gustó porque estando desajustada a la realidad, sobresalía como un inconveniente su falsa inocencia.
Cuando Leopoldo Marechal, en Megafón o la guerra, esgrimió la figura del “poeta depuesto”, producía otra clase de pensamiento literario. Aquí se trataba de una alegoría de simple desciframiento pero de gran valor expresivo. Se trataba de considerar a la poesía como la segunda voz de la vida política. Si la vida popular estaba recorrida por la destitución política de su gran vocero, también la poesía debía considerarse exiliada. Esta fórmula marechaliana es la suma de su pensamiento alegórico. La alegoría es figura rígida y, a cambio, de su dureza nos promete una liberación futura de los contenidos que han sido apresados por ella. Del “poeta depuesto” puede extraerse una visión política de la poesía o una crítica a la persecución de los poetas.
La tentación metafórica nos ocurre a todos. Queremos revestir nuestro lenguaje de ciertas magias que le quiten su fastidiosa linealidad. Somos hijos de las analogías. Y, de vez en cuando, arrojamos al aire una comparación que nos introduce al reino de la metáfora. El adverbio de modo “como” suele ofrecernos trampas en las que sin embargo nos gusta caer. Son las fisuras del lenguaje que pueden llevarnos a designar erróneamente los elementos que ponemos en juego, pero al mismo tiempo desatar un proceso de aprendizaje personal cuando esto ocurre. “Al hombre que lo desvela una pena extraordinaria como el ave solitaria con el cantar se consuela.” No diríamos que la obvia metáfora del hombre convertido en animal desmerezca lo humano, sino que lo esclarece. Pero lo humano tiene una dimensión de sacralidad eminente, no simplemente por su sufrimiento sino por su intangibilidad. Si es así sentiríamos no sabemos bien qué rechazo por la puesta en contacto de esas sacras penurias con el canto solitario de las aves.
No quiero darle largas al asunto: la comparación del secuestro de goles con el acto de secuestrar personas y hacerlas desaparecer sólo podría justificarse en el vértigo anómalo de la lucha política diaria y de sus exigencias desmesuradas. Ambas menciones se caracterizan por una dificultad esencial si se las reúne en un ámbito común del lenguaje. En verdad, no hay, no debería haber un encuentro en una sola palabra para esas dos existencias lingüísticas. Pero el terreno de la disputa de posiciones –el país está en plena “guerra de posiciones”, para usar una observación gramsciana—, los temperamentos propensos a la metáfora irónica y combativa, podrían sentir la necesidad de reunir en un solo punto dramático un conjunto de situaciones heterogéneas. “Fusilamiento mediático”, “generales mediáticos” constituyen nociones paradigmáticas de gran atrevimiento y que desnudan la lucha política en un nuevo nivel de asombrosas tensiones. Quizá les falte la inquietud paradójica de fórmulas como “el león herbívoro” o “vuelvo desencarnado” –que anuncian simultáneamente la tensión y su desahogo–, pero precisamente cuando aparecen carentes de resguardo en su verdadero sentido trágico puede lograrse de ellas nuevas enseñanzas. Es más, es obligatorio obtenerlas. Pues todo tropiezo en el lenguaje abre una fisura indeseada en las valoraciones históricas. Y obliga a rehacer las figuras internas de nuestra reflexión.
¿Qué tipo de sacralidad tienen los desaparecidos que, sin duda, hace desaconsejable someter su nombre a la convivencia profana, involuntariamente desapegada de lo grave que tienen esos episodios? Por un lado se podría decir que los desaparecidos “son la medida de todas las cosas”, pero de inmediato percibimos que si esa medida no se instala en el silencio, el recogimiento y la prescindencia de todo comparativismo, la propia noción perdería su halo aciago y su fundamento inigualado. ¿Existe hoy, una devoción laica de esa envergadura? Verdaderamente, en la sociedad argentina habita oscuramente un infausto proyecto de habla, que consiste en promover donde sea y como sea imprecaciones, degradación y descrédito. Está instalado en el vivir cotidiano, se respira en las ciudades, está inscripto en el lenguaje público y comunicacional. ¿Bajo qué condiciones se podría decir ahora –en vista de las frases inadecuadas que pronunciamos todos– que los desaparecidos son “del orden de lo sagrado”?
Lo sagrado penetrando en lo inconmensurable de una desgracia colectiva remite a la justicia de una escena muda que quizá la sociedad argentina no está todavía en condiciones de generar. No somos de los que pensamos que ese silencio activo sería inconveniente. No necesariamente la inscripción ceremonial evita los síntomas despolitizadores. Al contrario, esos muertos son largas sombras que nos persiguen reprochándonos siempre nuestra renuencia. No son solamente muertos, pues su balbuceo distante quiere aún ser interpretado. Reprenden aun cuando estamos explícitamente contritos por ellos. Y ellos siguen interrogando el presente, en tanto no están quietos y contemplan intranquilos cómo se va preparando una sacralidad morosa, remisa, que no sabe evitar sus rutinas. ¿Es buena esa sacralidad? Prefiero decir que a los muertos los rodea una atmósfera dolorosa y de clamor recóndito. Algo de callado rezo laico se hace presente y también un cincel de grito contenido. Un sentimiento parecido da origen al debate sobre los museos europeos que toman el tema de la noche y la neblina. Si es necesario suscitar lo que se parecería a un aullido soterrado, ¿cómo ofrecerle esa experiencia al concurrente contemporáneo de los museos? Está el ensayo que propone el Museo Judío de Berlín, donde el visitante camina sobre unas chapas macizas apiladas, que asemejan rostros humanos y chirrían al paso. Cuestión un tanto limítrofe, entre la sacralidad y la profanación. Todo ello ahí va junto. Y permite que irrumpa una rara reflexión –no decidida de antemano– sobre el pasado, la culpa y el dolor.
Es cierto que el lenguaje celestial busca no estar contagiado por los oficios terrestres. Pero todos hablamos con desenfado en la tenida familiar o saltamos de lo elevado a lo bufo en el cenáculo amistoso. Si bien no aceptamos fácilmente que derrape una metáfora, sabemos muy bien la índole desenfadada y tornadiza que tiene el lenguaje, aun cuando es usado en oratorias ceremoniales y con intención de controlar sus anomalías. Es evidente que la Presidenta, al comparar el “secuestro” de goles con los procedimientos de la represión más horrenda, les retiraba a estos últimos hechos el carácter de indecibles. Volcaba su lenguaje hacia el imperativo de la hora, esa tensión que muy bien se ha caracterizado como un estado de “crispación” en el decir político, que ha liberado a todos y para todos las restricciones que en cierto momento se reservan para determinados usos del habla. Todos tenemos que dar vuelta la página de esos usos impropios. Pero lo indecible –toda comunidad humana se yergue sobre lo indecible– hay que reconstruirlo con nuevos esfuerzos, cuya ley nadie posee de antemano. Todo el episodio nos devuelve la idea de que lo indecible debe encontrar nuevos decires. Hay que hacerlo con la penuria en su interior vacío y con una profunda pedagogía. ¿Quién llegaría primero a ella? ¿Los sacralizantes con su noble hábito o los urgidos conversadores con su voluntad cotidiana involuntariamente irreverente? Lo sabremos si percibimos la necesidad de una nueva fuerza de lo indecible. Social, política y utópica.
Caen sobre los dichos presidenciales los anatemas del hostigamiento sin fin. La forma puritana que adquiere la crítica no consigue explicar la naturaleza de lo ocurrido, estorbo que sin embargo colabora para que puedan pensarse nuevas visiones de estos temas que desde hace tiempo reclaman otras posibilidades de iluminación. Se sabe que la fuerza del fútbol debe ser democratizada y ello incluye no sólo la transmisión no bloqueada de partidos, sino otra dirección para su lenguaje, para la presentación de sus consabidas biografías, sus portentosas lógicas de mercado, sus florecientes compromisos publicitarios. El fútbol es lo eminentemente decible. Acontece enteramente dentro del lenguaje. No pueden sustraerse estas derivaciones de un hecho que de lo contrario participaría solamente de una guerra incesante entre distintos conglomerados económicos. Y respecto a la sacralidad de lo que el mismo lenguaje llama desaparecidos, una nueva floración de indecibles debe ser registrada por la militancia crítica argentina. Lo indecible no es no hablar sino saber cuándo hacerlo. No hay ningún hecho que ocurra ahora o deje de ocurrir que no nos lleve a una nueva reflexión sobre aquello de lo que tanto hablamos. Pero todos lo hablamos sin que necesariamente encontremos el modo intacto y callado de tener la dicción adecuada para hacerlo. Descubrimos así que una práctica nueva de lo indecible se desprende como requerimiento si sabemos ver con otros ojos lo acontecido.
* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.
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