EL PAíS › OPINION
› Por Atilio A. Boron
La Cumbre de la Unasur en Bariloche tendrá que enfrentar dos gravísimos problemas que abruman a América latina: el golpe militar en Honduras y la militarización de la región como resultado de la instalación no de una sino de siete bases militares norteamericanas en Colombia.
En relación con lo primero, la Unasur deberá exigirle a Barack Obama coherencia con sus propias declaraciones a favor de una nueva era en las relaciones interamericanas. Como lo hemos reiterado en numerosas oportunidades, este golpe es un globo de ensayo para testear las respuestas de los pueblos y los gobiernos de la región. Y si tiene lugar en Honduras es precisamente porque fue ese el país más meticulosamente sometido a la influencia ideológica y política estadounidense.
Fracasada la negociación de la OEA, Washington procedió a suspender la emisión de visas para los ciudadanos de Honduras. Medida tibia, muy tibia, pero síntoma de que está tomando nota del clima imperante en la región. Pero Obama debe hacer mucho más, y dejar de lado el falaz argumento que expresara hace unos pocos días cuando se refirió a la contradicción en que incurrirían los críticos del imperialismo al exigirle ahora que intervenga en Honduras. “Es irónico –dijo en esa ocasión– que algunos de los que han criticado la injerencia de Estados Unidos en América latina se quejen ahora de que no está interfiriendo lo suficiente.”
Sabemos que Obama no está demasiado informado de lo que hacen sus subordinados civiles o militares, ni hablar de los servicios de inteligencia. Pero debería saber, por ser tan elemental, que Estados Unidos viene interviniendo en Honduras desde 1903, año en que primera vez los marines desembarcaron en ese país para proteger los intereses norteamericanos en un momento de crisis política. En 1907, en ocasión de la guerra entre Honduras y Nicaragua, tropas estadounidenses se estacionaron durante unos tres meses en las ciudades de Trujillo, Ceiba, Puerto Cortés, San Pedro Sula, Laguna y Choloma. En 1911 y 1912 se reiterarían las invasiones, en este último caso para impedir la expropiación de un ferrocarril. En 1919, 1924 y 1925 fuerzas del imperio volverían a invadir Honduras, siempre con el pretexto de salvaguardar la vida y la propiedad de ciudadanos norteamericanos. Pero la gran invasión ocurriría en 1983, cuando bajo la dirección de un personaje siniestro, el embajador John Negroponte, se establecería la gran base de operaciones desde la cual se lanzó la ofensiva reaccionaria en contra del sandinismo gobernante y la guerrilla salvadoreña del Frente Farabundo Martí.
Obama no puede ignorar estos nefastos antecedentes y, por lo tanto, debe saber que el golpe contra Zelaya sólo fue posible por la aquiescencia brindada por su gobierno. Lo que se le está pidiendo es que Estados Unidos deje de intervenir, que retire su apoyo a los golpistas, único sustento que los mantiene en el poder, y que de ese modo facilite el retorno de Zelaya a Tegucigalpa. La Casa Blanca dispone de muchos instrumentos económicos y financieros para disciplinar a sus compinches. Si no lo hace es porque no quiere, y los gobiernos y pueblos de América latina deberían sacar las conclusiones del caso.
En relación con el segundo problema, las bases norteamericanas en Colombia, es preciso decir lo siguiente. Primero, que el imperio no tiene diseminadas 872 bases y misiones militares a lo ancho y largo del planeta para que sus tropas experimenten las delicias del multiculturalismo o de la vida al aire libre. Si las tiene, a un costo gigantesco, es porque tal como lo ha dicho Noam Chomsky, son el principal instrumento de un plan de dominación mundial sólo comparable al que en los años treinta alucinara a Adolf Hitler. Pensar que esas tropas y esos armamentos se desplegarán en América latina para otra cosa que no sea asegurar el control territorial y político de una región que los expertos consideran como la más rica del planeta por sus recursos naturales constituye una imperdonable estupidez. Esas bases son la avanzada de una agresión militar, que puede no consumarse hoy o mañana, pero que seguramente tendrá lugar cuando el imperialismo lo considere conveniente. Por eso la Unasur debe rechazar enérgicamente su presencia y exigir la suspensión del proceso de instalación de las bases. Y, además, aclarar que éste no es un “asunto interno” de Colombia: nadie en su sano juicio puede invocar los derechos soberanos de un país para justificar la instalación en su territorio de fuerzas militares que sólo podrán traer destrucción a sus vecinos. Cuando en los años treinta Hitler rearmó Alemania, los Estados Unidos y sus aliados pusieron el grito en el cielo, sabedores de que el paso siguiente sería la guerra. No se equivocaron. ¿Por qué ahora sería diferente?
Segundo: mientras Uribe sea presidente de Colombia no habrá solución a este problema. El sabe, como todo el mundo, que Estados Unidos ha venido confeccionando un prontuario en donde se lo califica de narcotraficante y de cómplice de los crímenes de los paramilitares. En 2004, el Archivo Federal de Seguridad de Estados Unidos dio a conocer un documento producido en 1991 en el que se acusa al por entonces senador Alvaro Uribe Vélez de ser uno de los principales narcotraficantes de Colombia, referenciado como el hombre número 82 en un listado, cuyo puesto 79 ocupaba Pablo Escobar Gaviria, capo del cartel de Medellín. El informe, que puede leerse en http://www.gwu.edu/%7Ensarchiv/NSAEBB/NSAEBB131/dia910923.pdf, asegura que el hoy presidente colombiano “se dedicó a colaborar con el cartel de Medellín en los más altos niveles del gobierno. Uribe estaba vinculado a un negocio involucrado en el tráfico de narcóticos en Estados Unidos. Su padre fue asesinado en Colombia por su conexión con los narcos. Uribe trabajó para el cartel de Medellín y es un estrecho amigo personal de Pablo Escobar Gaviria ...(y) fue uno de los políticos que desde el Senado atacó toda forma de tratado de extradición”.
Por lo tanto, Uribe no tiene ningún margen de autonomía para oponerse a cualquier pedido que provenga de Washington. Su misión es ser el caballo de Troya del imperio y sabe que si se resiste a tan ignominiosa tarea su suerte no será distinta de la que corrió otro personaje de la política latinoamericana, presidente también él: Manuel Noriega, quien una vez cumplida con la misión que la Casa Blanca le asignara fue arrestado en 1989, luego de una cruenta invasión norteamericana a Panamá, y condenado a 40 años de prisión por sus vinculaciones con el cartel de Medellín. Cuando Noriega dejó de ser funcional a los intereses del imperio, pasó velozmente y sin escalas de presidente a prisionero en una celda de máxima seguridad en los Estados Unidos. Ese es el espejo en que día y noche se mira Uribe, y eso explica su permanente crispación, sus mentiras y su desesperación por volver a ser elegido como presidente de Colombia, convirtiendo ese entrañable país sudamericano en un protectorado norteamericano, y a él mismo en una suerte de procónsul del imperio, dispuesto a enlutar a todo un continente con tal de no correr la misma suerte que su colega panameño.
* Politólogo.
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