Sáb 29.08.2009

EL PAíS  › PANORAMA POLíTICO

Seguridades

› Por J. M. Pasquini Durán

Otra vez el consejo de presidentes de la Unión Suramericana (Unasur), reunido en sesión extraordinaria ayer en Bariloche, dio muestras de un debate maduro y todo lo franco que puede ser un político delante de la TV en vivo y en directo. Quedó en claro que nadie, salvo el conservador Uribe de Colombia, acepta la idea de permitir que los “marines” desembarquen en ningún país de la Unión. Hasta el colombiano tuvo que aclarar que no permitiría la instalación de bases norteamericanas y que el radio de acción de las tropas estadounidenses no traspasaría sus fronteras. Nadie creyó en las promesas de “marine” y aunque tenga valor más nominal que real activaron el consejo de ministros de Defensa para verificar el alcance verdadero de esos compromisos y las realidades fronterizas en los territorios de la Unasur. Con bastante razón, la presidenta Cristina dijo que la coalición pasa por una etapa de desconfianza mutua entre varios de los asociados y que esta oportunidad debería servir para reconstruir esa relación deteriorada.

Por el nivel de los debates, estos encuentros deberían ser de visión obligatoria para los congresistas de cada país, dado que la calidad de los órganos legislativos, en cuanto al interés que despiertan sus polémicas, tienen escasa repercusión no sólo en el público masivo, sino en los círculos más estrechos de las militancias políticas y sociales. Cómo podría el Congreso atraer la atención de nadie si el mayor éxito de la oposición actual se debió a la negligencia de los oficialistas que no leyeron la ley que votaron por unanimidad, sin advertir que anulaban la retención a las exportaciones agropecuarias en tres docenas de partidos bonaerenses. El autor de la picardía, De Narváez, le ganó a Kirchner en Buenos Aires el 28 de junio y aspira a ser el gobernador de la provincia a partir de 2011. Con esta clase de defensores, la “mesa de enlace” podrá seguir en huelga hasta que la población salga a de-salambrar y se sirva por mano propia.

Con frecuencia repetida, hombres y mujeres del Poder Legislativo suelen desengañar a sus votantes por la frivolidad con que encaran temas de cierta importancia o por la indiferencia que les provocan los encuentros de Unasur. Por lo general, suelen hacerse eco de la agenda que les presenta el sistema mediático, como si el sensacionalismo que los medios buscan fuera equivalente a las preocupaciones verdaderas de los ciudadanos. Esta manipulación da por resultado que los representantes del pueblo coincidan más veces con la TV o cualquier otro medio que con sus votantes. El último objeto de atención de este sistema es el intento oficial de reemplazar las normas heredadas del dictador Videla con toda la retahíla de enmiendas que los gobiernos le fueron emparchando, sin que ninguno tuviera la fuerza o la decisión de aprobar algo nuevo.

La irritación de algunas empresas privadas de prensa debido al proyecto oficial de ley para un nuevo sistema de comunicaciones audiovisuales reproduce los malos humores de los mismos grupos de intereses de los años ’60 y ’70 mientras se debatía lo que entonces se llamó “nuevo orden mundial de comunicación e información” (Nomic), con la Unesco como principal escenario de confrontación. En aquellos años los intentos de revisar y democratizar el sistema mediático internacional, en nombre del derecho a la comunicación Sur-Sur que conplementaría al flujo informativo Norte-Sur, derivó en una crispación ideológica exacerbada por los argumentos del conflicto Este-Oeste de la época, cuando Occidente estaba convencido de que sólo la derrota del comunismo en el mundo entero podía salvar los valores de la libertad. El pleito se extendió a todos los puntos cardinales.

El ideologismo extremo al que llegaron las discusiones terminó por confundirlo todo. Estados Unidos, Gran Bretaña y Alemania encabezaron la oposición argumentando que el proyecto de “amordazar a la prensa” era típico de la mentalidad soviética, en tanto que la URSS sospechó durante años que se trataba de un ataque organizado por las usinas occidentales contra la prensa comunista. En 1980 la Unesco formó una comisión de personalidades independientes (por América latina participaron García Márquez y el chileno Juan Somavía, actual director de la OIT) que produjo un voluminoso informe titulado “Un solo mundo, múltiples voces” que, en la práctica, clausuró la polémica. La revolución científico-tecnológica de esos años que modificó tan profundamente los soportes para la circulación de noticias terminó por neutralizar los términos de esa puja que fue irreconciliable mientras duró.

Hoy, diecinueve años después, la mayor parte de los argumentos de ambas partes han sido superados por el tiempo, pero los adjetivos que se cruzan ahora son los mismos que se usaban más de dos décadas atrás. Hay algunos protagonistas que mudaron de posición: es el ejemplo de los radicales que durante el gobierno de Alfonsín consideraron por lo menos dos docenas de proyectos sin llegar a nada y ahora se oponen como doncellas vírgenes, que nunca tuvieron la intención de reorganizar los medios como tampoco los sindicatos peronistas. Por distintas razones, no pudieron con ninguno de ellos y terminaron rindiéndose como se advierte ahora.

Los que se preocupan porque la nueva ley pueda sancionarse en septiembre o en marzo, con esta o aquella mayoría, deberían reflexionar sobre la pasada experiencia cultural y la rapidez con que el tiempo deshizo los discursos que parecían escritos en piedra, de una vez y para siempre. Deberían ser capaces, además, de juzgar el proyecto por sus valores endógenos más que por sus efectos sobre tal o cual corporación. En la crisis de Wall Street se vinieron abajo empresas más antiguas y poderosas que cualquiera de las nacionales, pero el mundo no se detuvo por esos derrumbes.

El tema de los medios no es ideológico, sino cultural, de manera que toda la palabrería sobre las mordazas y la libertad es pura retórica. El argumento más consistente para considerar la reforma que propone el oficialismo es la funcionalidad del nuevo organigrama para el país pensado a futuro, en lugar de hacer gárgaras sobre la cantidad gubernamental de demagogia y populismo o ventilar acusaciones de “chavismo” tropical con el único fin de asegurarse buena prensa en el día a día. Argentina no es Venezuela ni Cuba, mucho menos la tierra de la libertad después de dos siglos de antinomias con sangre derramada. Para no ir muy atrás basta recordar el final del año 2001 y del gobierno de la Alianza.

Por lo tanto, no vale la pena asustarse por palabras escritas o dichas, por muy graves o pomposas que parezcan. Por otra parte, desde la época del Imperio Romano se usaron los “pasquines” (volantes injuriosos contra el emperador que se pegaban frente a su residencia alrededor del busto de Pasquino) para las batallas políticas, pero ningún palacio cayó por obra de los folletines. En cambio, hay más de un gobierno en la región tumbado por campañas de la prensa libre y “seria” en nombre de sus propios intereses editoriales o de sus alianzas con grupos golpistas.

En el país hay una fuerte tradición en los grupos de poder según la cual sus intereses privados son presentados como beneficios colectivos y patrióticos. Todo el poder de difusión se dedica a demonizar a sus enemigos y a extorsionar a los políticos con el temor de ser ignorado por esos medios, justo en esta época cuando los políticos existen en las pantallas más que en la realidad. A lo mejor, si la política fuera capaz de recuperar sus brigadas militantes, el verdadero poder regresaría a los que, en democracia, pueden decidir el futuro de todos los aspirantes a líderes, los mismos que coquetean más con la prensa que con los votantes, ilusionados tal vez con que en algún set de televisión recibirán el óleo mágico que los dioses de la época de Pasquino untaban en la frente de los consagrados.

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