EL PAíS
› OPINION
La perinola perversa
› Por Mario Wainfeld
La liturgia de Olivos de ayer y anteayer no fue nueva, tiene ya su historia, generosa en precedentes. Esos cónclaves tensos, de toma y daca, entre el ejecutivo nacional y los gobernadores se repiten como una pesadilla o una dolencia crónica. Valga recordar apenas dos muy conspicuos:
- El del 13 de noviembre de 2000 (la edad antigua) motorizado por el gobierno de la Alianza como requisito previo al blindaje 2001. Básicamente era una pulseada entre Fernando de la Rúa, que estaba convencido de que tras el blindaje pum para arriba (no se ría lector, que se suponía que era en serio) y los gobernadores del PJ que aspiraban a (y lograron) sacarle un anticipo para planes sociales a cambio de una modificación en el régimen de coparticipación federal.
- El del 14 abril de 2002 (baja edad media) cuando Eduardo Duhalde –por cuya continuidad nadie daba dos centavos– acordó con las provincias los 14 puntos que significaron un pacto de convivencia y también una señal al FMI.
El quincho de ayer hilvana otra perla en ese collar cuyo denominador común es la exigencia del FMI y su –sagaz– ninguneo a la administración nacional. Nada le cree el FMI al gobierno argentino, nulo valor le asigna a su firma si no le adiciona la fianza de las provincias. Con ese aditamento, el valor de la rúbrica presidencial crece: pasa de nulo a irrisorio.
Tras haber sido sometidos, casi en el sentido sexual del término, por la dupla Carlos Menem y Domingo Cavallo, los mandatarios provinciales han pasado a tener un contrapoder nada menor respecto del gobierno nacional. La extraña pareja del riojano y el mediterráneo combinó dos factores potentes para lograr una década de sumisión: la hegemonía política del presidente y la cultural e ideológica del ministro de Economía. Enfrentados a eso y a un control férreo del aparato del estado, los gobernadores hicieron de partiquinos largo rato.
La victoria de la Alianza alteró la ecuación. Los “gobernas” peronistas y sus huestes de legisladores ganaron peso relativo, que han conservado luego. Le hicieron escupir sangre a Adolfo Rodríguez Saá y mortificaron desde el vamos al, débil de nacimiento, gobierno de Duhalde. Ni éste ni De la Rúa han conseguido jamás “juntarle la cabeza” a sus respectivos partidos, mucho menos colonizar a los adversarios, como sí lo hizo Menem, y pagan las consecuencias de su falta de liderazgo con un sideral desagio de poder. Se urdió así un sistema federal muy complejo, capcioso y disfuncional.
Los ganadores relativos de 1999 para acá (muy relativos, como se verá) son los gobernadores. Se trata, de ordinario, de dirigentes conservadores (muy conservadores) populares que entienden la lógica de su distrito con más precisión que la que poseen los presidentes para comprender la nación. Una sabiduría que, en el mejor de los casos, sólo les alcanza para administrar lo dado, pagar los sueldos y (acaso) las prestaciones sociales sin llegar jamás a proponerse alguna forma de salir del pozo en que los hundió el modelo menem cavallista. Ser gobernador parece ser en el PJ una materia obligatoria para conseguir llegar a presidenciable, aderezando el cargo con un condimento sabroso.
A primera vista, con todos esos datos, podría inferirse que los “barones provinciales” se han quedado con la manija, como en los tiempos de la organización nacional. Por añadidura pueden emitir moneda, una facultad propia del gobierno central no ya en los Estados serios, sino en los Estados tout court ... pero muchas de esas seudo monedas terminan teniendo un valor apenas superior al papel en que están impresas. Las ponen en circulación para evitar desaparecer, como un recurso de emergencia. Las cuasimonedas pueden sugerir una metáfora sobre el (cuasi) poder. El Estado nacional resigna uno de sus atributos de soberanía pero no vaya a creer que se transfiere en todo a las provincias. El ejemplo grafica cómo funciona el federalismo realmente existente: como un continuo de empatespermanentes. No es un juego de suma cero donde lo que ganan las provincias lo pierde la nación, sino uno donde la energía colectiva se licua, una perinola perversa donde todos ponen y pocos cobran.
En verdad, todo el sistema político argentino funge así. Hay numerosos actores con cierta (y mutable) aptitud de veto, sobre todo para impedir que el gobierno imponga algún rumbo definitivo en lo que a sus intereses concierne. Los movimientos de desocupados pueden pulsear por los planes de empleo y debatir algunas políticas sociales. Los movimientos de consumidores pueden paralizar los aumentos de tarifas de empresas privatizadas. Nito Artaza y su ballet pueden taponar ciertas leyes. Y abundantes etcéteras. Pero ninguno de ellos puede determinar las políticas para su sector, ni qué decir para el conjunto. Pueden oponerse a casi cualquier medida de gobierno y paralizar casi todas. No están formateados, no les concierne, formular su proyecto colectivo, algún modelo de país.
Si casi cualquiera puede vetar, nadie puede imponer una hegemonía, un rumbo político, un plan que trascienda las pulseadas cotidianas. Con lo cual se vive un empate permanente y frustrante del cual los quinchos con los gobernadores son un ejemplo de nivel ABC1 pero no especialmente distinto al contexto.
Ayer Duhalde, en el mejor momento de su mandato (lo que lo diferencia de De la Rúa en 2000 y de él mismo en abril), consiguió lo que buscaba sin demasiada efusión de sangre. Podrá colocar, vaya a saberse con qué respuesta, una ofrenda en el insaciable altar del FMI. Pero suponer que así incrementa su poder, aún su poder relativo, es una quimera. El poder político se ha diluido en un sistema en el que casi nadie tiene legitimidad, proyectos, consensos, recursos. Sin Estado, sin gobierno y sin gente detrás la política deviene una pulseada sin mayor sentido entre contendientes carentes de tonicidad muscular, un fastidioso y recurrente empate cero a cero.