EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
Cuando ocurre algo así, lo primero es apuntar que la fortaleza del sentido común no debe verse mellada por la presunta estrictez de las estadísticas. Y ni siquiera cabe hablar de los fantasiosos números del Indec sino de cifras cualesquiera, así las rodee el “prestigio” que tantas veces se inventa para favorecer intereses de los poderosos que atienden a consultoras privadas. En todo caso, el descrédito del organismo oficial azuza la sensación. Haber difundido que los pobres e indigentes de la Argentina son menos de un 14 por ciento es un despropósito. En una de sus últimas apariciones públicas, fue el propio Kirchner quien ubicó al índice por encima del 20 por ciento. ¿Cómo es posible esta contradicción? Vaya uno a saber qué milagro sucedió desde la primera mitad de 2008 para que haya un millón y medio menos de pobres, justo en medio del deterioro de los parámetros macroeconómicos. Y más allá de que el país soportó la crisis internacional, si no bien, mucho mejor que el resto. Como no sea –piensa el periodista, porque es lo único que se le ocurre– el hecho de autoestimarse impunes, o jugados por jugados. O, en la visión más benévola, presos de una forma de medir que no les deja otra opción a los técnicos.
Básicamente, el Indec señala que los precios de la canasta básica de alimentos no aumentaron; que no hubo un crecimiento significativo del desempleo, y que por el contrario se incrementaron de modo sustantivo los ingresos de asalariados, jubilados y autónomos. Lo primero no resistiría el menor análisis, salvo que se tomen los reducidos productos que el secretario Moreno acuerda con algunas cadenas de supermercados. Lo segundo es correcto, como lo reconoce cualquier indicador. Y lo tercero, depende de si el cristal con que se mira es la inflación oficial o la real. No hace falta especialización alguna para apuntar esos aspectos, pero tampoco es eso de lo que se trata sino, para volver, del sentido común. En una enjundiosa nota publicada el jueves pasado en este diario, el director de la Encuesta Permanente de Hogares, Claudio Comari, dice por ejemplo que “se ha registrado en el período un importante crecimiento del número de personas que reciben asistencia a través de distintos programas sociales, como el Plan Familias y otros”. Caramba: ¿no cabe inferir que si aumenta de manera “importante” la cantidad de gente asistencializada es, justamente, porque la pobreza subió en la misma proporción? Pero vamos a suponer que la respuesta es negativa. ¿Un asistencializado deja de ser un pobre, o un indigente sube el escalón y pasa a serlo, por el solo acto de recibir un plan de ayuda o un plato de comida? Es, por lo menos, una lógica muy curiosa. Para no hablar de conceptos tales como la calidad de la vivienda, sin siquiera entrar en otros como el acceso a la educación y la salud o las probabilidades de esparcimiento. Y si es cuestión de que esas cuantificaciones corresponden a barrios estadísticos diferentes, entonces vuelve a agredirse al sentido común. Porque bajo ese raciocinio, resulta que si se vive en una villa o un suburbio marginal, en cuatro paredes desvencijadas, yendo a la escuela para comer o teniendo que esperar seis meses para un turno en el hospital, pero ayudado por un plan al que se sumen changas u otros ingresos circunstanciales, no se es pobre. Comari explica, y bien, que la medición de la pobreza a través de este mecanismo fue adoptada por la Argentina en los primeros años de la década de la rata, y que, como todavía no se tomó una nueva metodología, el Indec debe remitirse a publicar los números de acuerdo con esos criterios. Tomado esto por cierto (que lo es, o al menos nadie lo desmiente), y sin que haga falta desmenuzar tópicos como lo que provoca que, según el Indec, la Canasta Básica Alimentaria para un grupo familiar de matrimonio y dos hijos no llegue a los 500 pesos ($ 453,33), igualmente no hay modo de desmentir el choque desopilante que se produce entre la “prisión” numérica y lo bruto de la realidad. A pura caloría de papas, arroz y fideos, más planes de ayuda social, o algún empleo estable que supere mínimamente la marca de ingreso-base (empleo del que carece alrededor del 40 por ciento de la población), ocurre que el régimen calórico es suficiente y que se queda por encima de la línea de pobreza. Quizá técnicamente pueda ser irrebatible, pero seguro que moral y socialmente es un escándalo.
Alguien insospechable de simpatías opositoras, el sociólogo y consultor Artemio López, indicó en un reciente artículo: “Subestimando el nivel de empobrecimiento realmente existente, (el Gobierno) desatendió las políticas sociales específicas que brindaran al menos contención a la carencia; no desplegó un plan consistente de transferencia de ingresos a los hogares más vulnerables y, por ejemplo, permitió que colara en el segundo cordón bonaerense, con (más) de un 30 por ciento de las preferencias, un personaje insólito como el colombiano rojo. Una pena, pero nada es gratis”. Sin embargo, incluso señalamientos como el precedente permiten espacio para ciertas preguntas. ¿No puede haber mejores explicaciones oficiales? ¿Es necesario que se expongan al ridículo? ¿No tienen forma, o no la encuentran, para comunicar distinto? ¿Tanto cuesta pensar en una campaña pública que contextualice las cifras del Indec, como para dejar claro que no hay la intención aviesa de tomarle el pelo a la sociedad o de ignorar lo elemental? ¿Tan obligatorio era difundir estos números en el momento en que se debate la ley de medios audiovisuales, que el mismo oficialismo rotula como la madre de todas las batallas, dándole pasto a una oposición urgida de hallar aunque sea argumentos conexos para voltearla –la voluntad de engañar, para el caso– y sumando clima adverso en la población? ¿La contestación es que el Indec está reglamentariamente obligado a hacerlo de modo fijo y periódico? Vamos...
La percepción es que hay una suerte de descuido congénito, en el kirchnerismo, respecto del estilo informativo. Una cosa es cuando eso “responde”, adrede, y está más que bien, para marcar territorio de diferenciación. Cuando pasa por “acá somos y estamos nosotros y allá son y están ellos”. Porque eso es la potenciación del inevitable conflicto que significa la política si es que de veras quiere afectarse intereses. Lo hicieron muy adecuadamente en algunos campos precisos y relevantes: derechos humanos, disputa con la gauchocracia, desde ya que el proyecto sobre medios audiovisuales, la decisión durante todos estos años de no reprimir la protesta sectorial y social (al margen de la horrible resolución tomada en el conflicto de la ex Terrabusi). Los errores procedimentales no quitan lo valiente.
Otra cosa es que lo sano de esa cualidad confrontadora mute a talante despreciativo. O que se expanda contaminada de necedad a áreas que son muy sensibles para el común de la gente, como la pobreza o la inflación. Hay las soberbias bien entendidas. Y hay las inaguantables.
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