EL PAíS
› PANORAMA POLITICO
Miserias
› Por J. M. Pasquini Durán
Hace años, después que terminó el tétrico período del terrorismo de Estado (1976/83), del juicio a las Juntas y del informe de la Conadep (Nunca más) nadie pudo seguir alegando ignorancia: los crímenes más aberrantes quedaron expuestos a plena luz. En estos días, aunque los culpables de la decadencia no están condenados ni presos sino con ganas de reincidir, tampoco es posible ignorar otra forma de genocidio: la miseria planificada. En este caso, con un agravante: el delito se cumple en democracia, que debería significar lo opuesto a la dictadura. El hambre, además, perdió la dimensión abstracta que adquiere en algunos discursos de ocasión, para corporizarse en la imagen humana de niños raquíticos, con esos enormes ojos de ingenuo azoramiento, que nacieron para agonizar y morir de hambre por culpa de la codicia o la indolencia de poderosos sin humanidad.
Entre los atribulados sentimientos que provoca el crimen masivo hay de todo, desde los nobles hasta los ruines. La indignada impotencia de los corazones compasivos circula entremezclada con la hipócrita manipulación de los carroñeros, los pomposos anuncios de hipotéticas reacciones oficiales con las descaradas excusas de los ineptos y los corruptos, en una caravana que, por el momento, tiene más de transitoria excursión que de compromiso definitivo. El hambre es tan antiguo que ya tenía nombre en el siglo X y al final del año 1400, a penas tres años después de la primera expedición de las carabelas de Colón, ya era verbo: hambrear. La antigüedad, igual que la de otras injusticias, no es motivo para la resignación ni le asegura la eternidad. Tampoco la desnutrición es el único castigo que sufren los niños argentinos, puesto que la decadencia económica pegó tantos saltos hacia el pasado que la explotación infantil volvió a los niveles que se registraban a fines del siglo XIX y principios del XX. Con la sensibilidad vocacional de sus miembros, Ctera recordó en estos días pasados una consigna certera (“Para los niños y las niñas, el único trabajo debe ser ir a la escuela”) que es más que un lema, es casi un programa implícito de gobierno.
Hay que derrotar al hambre, y se puede, porque su origen no es la falta de recursos, como sucede en algunos países africanos notorios por sus hambrunas, sino la injusta distribución de las riquezas nacionales, sobre todo en alimentos. Hace falta una movilización nacional capaz de generar las adecuadas equidades. Con las evidencias a la vista, deberían estar en sesiones extraordinarias las legislaturas comunales, provinciales y nacionales, los sindicatos en huelga, los partidos en pie de lucha con o sin campañas de caza-votos, las iglesias en procesión y la mayoría de la sociedad en actos simultáneos de protesta y de cooperación que no se detengan hasta que el hambre, lo mismo que otras plagas mortales, desaparezca de la geografía nacional. Los tres millones de votantes en la consulta popular del Frenapo deberían ganar la calle para reiterar el pronunciamiento, esta vez de cuerpo presente.
Cuando la emergencia abarca las dimensiones actuales, que exceden de lejos los límites de una sola provincia, las formas habituales –el comedor popular, la ocasional distribución de alimentos no perecederos, etc.– son necesarias pero insuficientes. Tampoco es cuestión de abandonar la tarea en las manos inútiles de los burócratas de turno, en los créditos limitados –nuevas deudas– del Banco Mundial y otros organismos del mismo tipo, o en la generosa disposición de minorías compasivas. Es un compromiso nacional, un asunto de conciencia, una urgencia insoslayable. Las soluciones permanentes, claro está, dependerán de políticas públicas complejas y articuladas que devuelvan el empleo a los millones de excluidos y auspicien la producción y el consumo, pero hay prioridades que no pueden esperar la reconstrucción de ciclos económicos que fueron despanzurrados durante casi tres décadas. Por supuesto, hay otras respuestas posibles. El precandidato Carlos Menem acaba de proponer una que le calza como un guante: sacar a las Fuerzas Armadas a la calle para que se ocupen del orden social, con el pretexto de la inseguridad pública. Nadie podrá acusar de inconsecuente al hombre que indultó a los terroristas de Estado y que por esta vez olvidó su propio consejo de no revelar a priori las intenciones verdaderas antes de llegar al gobierno. Al menos, los futuros votantes ya saben que si tropezaran por tercera vez con la misma opción de 1989 y 1995, estarán eligiendo el regreso de los militares para disciplinar a los disconformes bajo la misma denominación de siempre: la “delincuencia subversiva”. En esa lógica, nada más subversivo que los hambrientos.
El gobierno transitorio, aunque lo haga sólo para contradecir a Menem, pidió templanza y paciencia en lugar de represión abierta, para enfrentar la bronca generalizada. Claro que mañana podría mudar de opinión, en ese constante vaivén de la gestión oficial que la convirtió en una maraña de contradicciones. Así, mientras anuncia un operativo de rescate para Tucumán, prepara para todo el país un aumento de tarifas en los servicios públicos elementales, a pesar de que las empresas concesionarias muestran en sus balances una tasa de rentabilidad superior a la de cualquier otra empresa exitosa en el mismo período. En la misma línea, anuló las restricciones en las cuentas a la vista, liberando la circulación de alrededor de 21.000 millones de pesos en cuentas corrientes y cajas de ahorro, pero mantiene el corralón y está lejos de atinar a la generación de nuevos empleos. Podrían enumerarse otras decisiones equivalentes, que aflojan por un lado y al mismo tiempo ciñen por el otro, dando por resultado un estancamiento sin solución a la vista.
Atado a las negociaciones sin fin con el Fondo Monetario Internacional (FMI) parece incapaz, asimismo, de aprovechar las circunstancias que van ofreciéndose en el plano regional para encontrar alternativas de rehabilitación. Un cercano colaborador del presidente Lula de Brasil acaba de sugerir la posibilidad de una “moneda verde” para uso de los países miembros del Mercosur, como parte de la anunciada intención del mismo Lula de ampliar las fronteras de la integración subregional hasta el máximo de sus posibilidades. Las autoridades argentinas podrían argumentar que un gobierno que está de salida está obligado a trasladar iniciativas de esa naturaleza a quien se haga cargo de la sucesión, pero prefiere asumir respuestas rápidas, como hizo el canciller Ruckauf que postergó la posibilidad de una moneda compartida hacia un futuro impreciso, antes que reconocer la temporalidad de su ejercicio.
Con ese tipo de actitudes se alimentan las sospechas de quienes consideran que, pese a los juramentos de Duhalde, hay corrientes en el oficialismo que miran con cariño la posibilidad de continuar sentados en las poltronas de la Casa Rosada. Al margen de estas especulaciones, que sólo interesan a los aspirantes a cargos públicos, la mayoría de los políticos, sobre todo de los candidatos, parecen vacunados contra la realidad: no los penetra ninguna de las preocupaciones cotidianas de la mayor parte de la ciudadanía. El único hambre que quieren saciar es el hambre de poder propio, sin alarmarse siquiera por los signos de raquitismo de apoyo popular que radiografían las encuestas de opinión. Mientras el país se pregunta sobre el futuro incierto, ellos están entretenidos en los juegos de almanaque y en las triquiñuelas de leguleyos con el propósito de zanjar internas que, por su orfandad de contenidos, cada día se parecen más a riñas de pandillas. A medida que la calesita da vueltas sobre el mismo eje, a punto de aburrir a cualquier interés cívico en las instituciones políticas, resulta más claro que el porvenir depende como nunca antes de la capacidad de la sociedad para hacerse cargo del destino colectivo.