EL PAíS › LA REFORMA POLITICA A LA LUZ DE LA EXPERIENCIA LATINOAMERICANA
El eje cambió de la tradición de libertad organizativa, en que los partidos se armaban según su propio criterio, a una mayor reglamentación. Esto refleja el fin de los partidos de masas, generadores de ideología, y su rol como reclutadores de funcionarios.
› Por José Natanson
OPINION
Durante décadas, las leyes electorales de la mayoría de los países tendían a respetar el principio de libertad de organización. La ley argentina de partidos, sancionada en 1985, exige un mínimo de democracia interna a través de la elección de autoridades de forma periódica y la disposición de un órgano independiente del Poder Ejecutivo (la Justicia electoral) para controlar estos procesos. Todo lo demás –desde los mecanismos de elección de los candidatos hasta la definición de las plataformas– queda librado al criterio de cada fuerza. En los últimos años, sin embargo, cada vez más países apuntan hacia una mayor intervención del Estado: el debilitamiento de los partidos como grandes agregadores de intereses sociales y formuladores de plataformas ideológicas –el ocaso de los partidos de masas– ha ido reduciendo sus funciones, hoy limitadas sobre todo al reclutamiento de personas para cargos públicos, convirtiéndolos en virtuales entidades paraestatales. Es por eso que en muchos países, no sólo en Argentina, se aprobaron diversas iniciativas orientadas a fortalecer a los partidos y devolverles su centralidad en la escena política, con resultados dispares. Veamos.
Inspirándose en experiencias internacionales (Uruguay) y subnacionales (Santa Fe, parcialmente Salta), el primer gran ítem del proyecto oficial son las internas abiertas, obligatorias y simultáneas. Junto a otras modificaciones complementarias (quien pierde la interna de una fuerza no puede presentarse por otra, quien quiere presentarse por un partido que no es el suyo debe desafiliarse primero, cada partido puede presentar una sola lista, sin colectoras ni listas espejo, las alianzas deben definirse antes de la primaria, etc), la norma busca priorizar a las estructuras partidarias por sobre los liderazgos personales, establecer fronteras más nítidas entre un partido y otro, reforzar la dimensión institucional y territorial del partido y consolidar su unicidad.
Sin embargo, no está tan claro que este nuevo marco regulatorio derive automáticamente en un fortalecimiento de los partidos. Al abrirse la participación interna, el voto de los afiliados vale lo mismo que el de los independientes (o incluso menos, pues es probable que los candidatos consideren que es más rendidor conquistar a los independientes, que son más), lo que deriva en un debilitamiento del rol de los militantes. Ocurre que, hoy por hoy, el derecho a definir las listas es uno de los incentivos más importantes, en algunos casos el único, para afiliarse a una fuerza política. Si ese derecho se extiende a todo el mundo, se diluye, y la afiliación pierde sentido. No se trata de reivindicar la ilusión de una militancia que hace al menos dos décadas que no existe en la Argentina, pero sí de señalar la erosión del vínculo candidato-afiliados que una norma de este tipo podría generar.
Por otra parte, un candidato elegido por la ciudadanía –y no por los afiliados o las cúpulas– tenderá a expresar los valores generales de la sociedad antes que las ideas de su organización. Y si esto por un lado puede, como se ilusionan algunos, empujar al centro político a los partidos, por otro puede resultar en un vaciamiento programático e ideológico de las fuerzas políticas, tal como advierten Flavia Freidenberg y Francisco Sánchez López (¿Cómo se elige un candidato a presidente? Reglas y prácticas en los partidos políticos de América Latina).
Atendiendo a estos argumentos, conviene analizar cuidadosamente los efectos posibles –y no sólo los deseados– de las internas abiertas. Y es que, aunque es cierto que cada candidato estaría obligado a moverse dentro de las fronteras de su partido y que las fuerzas políticas encontrarían más incentivos para unificarse territorialmente, se corre el riesgo de que los líderes, luego de ser elegidos en internas masivísimas, se autonomicen aún más de sus organizaciones. Como sostienen Adriana Gallo y Victoria Sheepshanks (Representación política y democracia partidaria. El debate en torno a las primarias en los partidos de América Latina), “la paradoja es que se intenta mejorar la representatividad de los partidos a costa de procedimientos que tienden a desligar a las organizaciones de sus candidatos”.
Antes de avanzar en el análisis, conviene aclarar que los efectos concretos de una reforma política nunca son enteramente previsibles. Aunque muchos comentaristas actúan como si supieran lo que efectivamente va a pasar, ninguna ley –y menos una ley sobre la política– es un fórmula de futuro, sino un marco más o menos general cuyo resultado depende de una larga serie de cuestiones, desde la actitud (la inteligencia) de los actores hasta la reglamentación del gobierno o los fallos de la justicia.
En este contexto, la idea de que es un traje a medida para una eventual candidatura de Néstor Kirchner en 2011 es al menos exagerada. Sucede que, desde su derrota en las elecciones de junio, el ex presidente cuenta con más recursos de poder (dinero, aparato, etc.) que de popularidad, con un techo que, según las encuestas, ha bajado mucho, por lo que, en principio, daría la impresión de que le resulta más conveniente una interna cerrada (“aparateada”) que una abierta. Y si bien es cierto que una interna abierta le permitiría relegitimarse socialmente con vistas a la presidencial, nada indica que esto vaya a pasar (Francisco De Narváez lo sabe bien).
Lo que sí puede advertirse, en una mirada más general, es un posible –sólo posible– efecto global sobre el sistema de partidos. Como señaló Artemio López en su blog RambleTamble, la reforma política podría reforzar el dispositivo bipolar UCR-PJ, pero angostando su despliegue electoral concreto. En el 2003, por ejemplo, tres fórmulas peronistas se quedaron con el 65 por ciento de los votos. Lo mismo sucedió en junio en la provincia de Buenos Aires, donde dos fórmulas peronistas –Kirchner-Scioli y De Narváez-Solá– sumaron el 60 por ciento. Con la nueva norma, parece difícil que el PJ, totalmente unificado, obtenga más del 50 por ciento. En definitiva, la nueva ley haría más nítidas e infranqueables las fronteras partidarias, evitando este tipo de alternativas y, por lo tanto, complicando las chances del cuasi peronismo y del cuasi radicalismo de cara al 2011.
En cuanto a las terceras fuerzas, no es seguro que resulten perjudicadas. Al contrario, al blindar al PJ y la UCR y estrechar –aunque consolidándola– su base electoral, la ley puede generar incentivos para la unificación a lo largo del tiempo y su articulación en un verdadero espacio nacional. Las dos experiencias más cercanas de leyes de este tipo (Santa Fe y Uruguay) coinciden en este punto: una tercera fuerza de raíz municipal (el Socialismo rosarino y el Frente Amplio montevideano) logró primero romper el bipartidismo (radical-peronista en el primer caso; blanco-colorado en el segundo) y después alzarse con el premio mayor (en el caso santafesino, previa alianza con la UCR). Pero esto exige esfuerzos de articulación y, sobre todo, paciencia para la construcción política, dos cualidades en las que la centroizquierda argentina, salvo excepciones, no suele destacarse.
En cambio, es muy probable que la reforma política, al exigir un piso del tres por ciento en las primarias para poder disputar la general, perjudique a las cuartas, quintas, sextas y enésimas fuerzas (los ejemplos podrían ser el Partido Demócrata Progresista en Santa Fe y el Partido Independiente en Uruguay). También podría generar efectos negativos en los partidos nuevos y en los monotrobutistas políticos. En algunos casos, para no perder la personería, las nuevas fuerzas deberán buscar alianzas con alguno de los grandes partidos: la supervivencia al costo del acople –y la deglución– por parte de las fuerzas mayoritarias es un potencial efecto negativo a tener en cuenta.
Pero estamos ante un dilema: un proyecto que busca evitar la fragmentación del sistema de partidos, fortalecer la unicidad de cada fuerza y dotarla de estabilidad, apunta, implícitamente, a generar un diseño integrado por unas pocas agrupaciones nacionales y permanentes. ¿Cómo encontrar un equilibrio entre el objetivo último de reorganizar racionalmente el sistema y la necesidad de proteger a las nuevas fuerzas y garantizar su representatividad?
Un caso extremo es el de Chile, donde el sistema binominal que rige desde el final de la dictadura produjo una dinámica muy estable y ordenada en base a una coalición de centroizquierda y una de derecha. Pero el costo de tanta prolijidad –tan aplaudida– ha sido enorme: el sistema excluye de manera sistemática a los partidos que no forman parte de las dos grandes coaliciones –especialmente al Partido Comunista y al Partido Humanista–- que en algunas elecciones han arañado el diez por ciento de los votos, lo que implica dejar sin representación a una parte importante de la población, y castiga duramente a quienes abandonan las coaliciones dominantes (Marco Enríquez-Ominami es el primer contraejemplo en dos décadas). El costo de la estabilidad es una disciplina rayana en la obediencia debida.
El proyecto oficial de reforma política incluye otras reglamentaciones menos discutidas pero no menos importantes, como los límites a la publicidad privada, la prohibición de los aportes de empresas (no de personas físicas) y el establecimiento de plazos para las campañas. En De las normas a las buenas prácticas. El desafío del financiamiento político en América Latina, Daniel Zovatto, el principal especialista en el tema en América latina, analiza las reformas implementadas en varios países de la región y concluye que, en general, el financiamiento público ha funcionado en adición al privado, sin sustituirlo. El talón de Aquiles de las reformas –explica Zovatto– son los órganos de control: que el sistema controle al dinero y no el dinero al sistema. En este sentido, parece necesario imponer controles que impidan por ejemplo iniciar la campaña antes de tiempo con el sencillo argumento de que, al no mencionar el cargo al que se aspira, el candidato no se está candidateando sino “difundiendo una idea” (como hizo De Narváez), del mismo modo que es necesario limitar de manera muy estricta la utilización de recursos públicos con fines electorales (de lo cual la campaña de Kirchner fue un ejemplo no menos notable).
Otros aspectos de la reforma, como la unificación de los padrones (propuesta por el Gobierno) o la minimización del rol del Ministerio del Interior (iniciativa de la oposición) parecen muy razonables. La cuestión de la boleta única también, aunque su implementación con decenas de partidos y cientos de candidatos parece difícil. El voto electrónico genera problemas ya que –de acuerdo con el sistema que se utilice– no deja constancia física, lo que impide los recuentos posteriores. La modificación de la lista sábana, cliché de los comentaristas, es muy discutible (si el piso del tres por ciento amenaza a los partidos chicos, la eliminación de la sábana directamente los liquida).
Más allá del debate punto por punto, es necesario moderar las expectativas acerca de los efectos concretos de las operaciones de ingeniería institucional: como escribió Edgardo Mocca en la revista Debate, pensar que resultará en un fortalecimiento automático de los partidos es tan absurdo como creer que la inseguridad se reducirá aumentando las penas. El camino elegido por el Gobierno –escuchar a la oposición y luego redactar un texto que el resto de los partidos ignoraban hasta el día de su presentación– no parece el más adecuado. Al tratarse de la ley que regula la política y define la forma en que se distribuyen mayorías y minorías –-y, por lo tanto, los equilibrios de poder–, parece lógico exigir una mayoría aún más amplia que la mitad más uno que establece la constitución. Como dirían en la tele, que salga por consenso.
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