EL PAíS › OPINION
› Por Edgardo Mocca
Está muy generalizada entre los argentinos la idea de que el país necesita algo así como un pacto fundacional, un gran acuerdo histórico, un punto cero desde el cual proyectar nuestro futuro como nación. Recurrentemente se agitan los modelos históricos nacionales e internacionales, en los cuales debería inspirarse la iniciativa. Y con frecuencia esas referencias son presentadas como instancias históricas en las que habrían estado ausentes los intereses particularistas, las luchas entre partidos y, en fin, las relaciones de fuerza entre los protagonistas. Si el país no logra alcanzar ese punto de partida sería porque falta en nuestra clase política la grandeza necesaria para postergar aspiraciones personales o de grupo y, en consecuencia, estamos encerrados en el día a día de enfrentamientos menores.
El relato retrospectivo de los grandes acuerdos históricos tiende a despolitizarlos, a ignorar su inscripción en grandes batallas sociales y su condición de resultados de duras luchas por la hegemonía. Los acuerdos refundacionales suelen sellar la salida de largas etapas de regímenes autoritarias o emerger como productos de sangrientos enfrentamientos nacionales o internacionales. A través de ellos se manifiesta un nuevo equilibrio de fuerzas y un nuevo elenco que lo expresa en el poder.
Lo interesante de esta nueva oleada nacional orientada a la utopía acuerdista es que tiende a ocultar los conflictos concretos que se desarrollan en la realidad política y que producen o insinúan cambios en las reglas de convivencia social y política. Mientras se lucubran “pactos de la Moncloa” criollos con actores virtuales, se producen y se resuelven batallas político-culturales de enorme proyección hacia el futuro. En los últimos tiempos hemos discutido públicamente si parte de la renta extraordinaria proveniente de la exportación de bienes de origen agropecuario puede –o en qué medida puede– ser apropiada por el Estado. Discutimos si la jubilación debe ser el resultado de apuestas financieras más o menos exitosas o un derecho asegurado por el Estado a partir del principio de la solidaridad intergeneracional. Se desarrolló un episodio sin antecedentes conocidos de debate público sobre la distribución de los recursos comunicativos y el modo de evitar posiciones económicamente dominantes que generan distorsiones en el carácter democrático de su utilización. En todos esos casos la derecha mediático-política sustrajo la naturaleza estratégica de la discusión y situó en su lugar la dependencia de cada una de esas iniciativas de un supuesto proceso de acumulación de poder por parte del actual gobierno. Siempre hay una “caja” voraz, un “saqueo” kirchnerista o una “mordaza” a la libertad de prensa que ocupa en la retórica de la derecha el lugar central de la escena. Lo que no está claro en esta mezcla de apelaciones al gran debate nacional y la sustracción de los debates realmente existentes es cómo piensan los partidarios del “pacto de la Moncloa argentino” que debería ser el régimen jubilatorio, el destino de las rentas agrarias extraordinarias o la regulación de los servicios de comunicación. Puede fácilmente entenderse que su “pacto” resolvería estas cuestiones de modo antagónico a cómo han sido planteadas por el actual oficialismo; de modo que ese curioso “gran acuerdo nacional” se haría sobre la base de la exclusión hegemónica de esa corriente de opinión. Parece haber algo inconsistente en el planteo.
Ahora está abierto el debate sobre el proyecto de reforma política elevado por el Gobierno al Congreso. Una vez más los analistas de los grandes medios ponen en el centro la mirada coyuntural: se trataría de una maniobra gubernamental para favorecer las aspiraciones presidenciales de Néstor Kirchner. Aun en el supuesto de que así fuera, cabe la pregunta: ¿no es necesaria la discusión sobre las reglas de juego de la política en la Argentina? Está claro que a ocho años del descalabro político más profundo desde que recuperamos la democracia, sería muy importante establecer un balance y trazar líneas de desarrollo hacia el futuro.
El fortalecimiento y la relegitimación de los partidos parece el principal de los objetivos del proyecto presentado por el Gobierno. Por eso su análisis debería partir del pronunciamiento sobre esta cuestión central: ¿es necesario para el funcionamiento y afirmación de la democracia que existan partidos fuertes? ¿Es mejor una democracia con partidos estables y reconocibles o una que se base en la competencia de líderes mediáticos apoyados por séquitos circunstanciales?
La crisis de las viejas formas políticas –lo que la teoría codifica como el agotamiento de los partidos de masa– es un fenómeno mundial. Tiene que ver con profundas transformaciones socioculturales, con la erosión de las identidades políticas que signaron la política del siglo XX y el debilitamiento de los estados nacionales (de algunos estados nacionales) en la época de la globalización financiera. Sin embargo, es muy fácil y muy habitual deslizarse desde la descripción a una suerte de naturalización complaciente de este proceso: como los viejos dinosaurios partidarios han desaparecido, rindámosle pleitesía a la espectacularización de la política, a su centramiento en los estudios televisivos, a la carta blanca para la invasión del espacio público por parte de multimillonarios interesados en la conversión de su fortuna en poder político. Se piensa la decadencia de la representación política como una nueva “ley de gravedad”, que tiene su lugar al lado de otras evidencias de época, como la desregulación de los mercados o la unipolaridad del orden mundial.
Lo cierto es que la política tiende a reaparecer. En todo el mundo y en particular en nuestra región. Reaparece en forma de reivindicación nacional de los recursos naturales, de nuevas discusiones sobre la reindustrialización de los países menos desarrollados, de redistribución social de la riqueza. También como reaparición histórica de culturas añejas silenciadas y de formas de práctica democrática diferentes del canon liberal. Para que la reaparición del conflicto político contribuya al fortalecimiento de las democracias hacen falta partidos políticos. Y hacen falta reglas de transparencia y equidad en los recursos de los que se dispone para la competencia.
Las primarias abiertas, simultáneas y obligatorias que propone el Gobierno no son una panacea universal. Más aún no hay ninguna reforma jurídica válida para todo tiempo y lugar. Pero debe reconocérseles algunas virtudes: incentiva la pertenencia partidaria de los candidatos, desestimula el cuentapropismo político de quienes saltan de un partido a otro de modo incesante, obliga a los partidos a someter sus propuestas de candidaturas al juicio de la sociedad. No está muy clara la totalidad de las consecuencias que traerían en caso de que el proyecto se convirtiera en ley. Por lo pronto, es discutible que un partido político tenga que someter sus decisiones a un escrutinio público masivo: tienen razón quienes dicen que se habilitan así maniobras de unos partidos para influenciar el resultado de las primarias de otros. Aún así el punto es muy dudoso puesto que presupone una disciplina militante que no es un bien abundante en estos días.
Lo más problemático del proyecto es que de su aplicación podría derivarse no un fortalecimiento de los partidos en términos generales, sino de los grandes partidos realmente existentes. En particular, la disposición que exige la participación de un piso del 3 por ciento del padrón nacional en las primarias para habilitar al partido a presentarse en la elección nacional tiene un sentido fuertemente conservador del mapa partidario preexistente. Es decir, se trata de un dispositivo con fuerte sesgo bipartidista. Sitúa al peronismo y al radicalismo como eventuales polos de atracción de amplias coaliciones apoyadas en sus extendidas estructuras partidarias. A la pregunta por la necesidad o la conveniencia de partidos nacionales fuertes, conviene agregarle otra, de respuesta bastante más compleja: ¿es bueno para la democracia argentina el regreso al bipartidismo? Es muy difícil que la salida de la crisis de representatividad de los partidos pueda resolverse a través de un regreso hacia el pasado.
Lo más importante parece ser la oportunidad de abrir una amplia discusión sobre los partidos políticos. De esa discusión podría derivarse un mejoramiento de muchos aspectos del proyecto. En caso de que predomine el argumento ad hominem (“el proyecto es malo porque lo presentó el kirchnerismo”), habrá que esperar que el mítico Moncloa argentino disponga cuáles son las reglas de juego de la política en el país. Y mientras tanto seguiría la política-espectáculo hiperpersonalizada y sometida a las asimetrías del dinero y del poder.
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