EL PAíS › OPINION
› Por José Natanson
En la ultrapolarizada Venezuela de los primeros años de Chávez, antes de que el referéndum revocatorio del 2003 desempatara la partida y creara una nueva aunque temblorosa hegemonía, los llamaban los ni-ni. Ni chavistas ni antichavistas, que se situaban entre los dos polos, debían soportar los cascotazos de unos y de otros. En Bolivia, otro contexto político difícil, les dicen café con leche: ni blanco ni negro. La coyuntura política argentina, pese a los altos niveles de crispación-ambiente, nunca, ni en los tiempos agitados de la 125, alcanzó las cumbres de polarización bolivariana, lo que no implica que quienes buscan un tercer camino no sufran las consecuencias. Veamos.
Las negociaciones de las últimas semanas en torno de la conformación de las comisiones legislativas y la votación del jueves pasado revelaron una vez más las dificultades del centroizquierda para encontrar una posición común. Un sector, liderado por Pino Solanas, se alineó con la oposición dura, repitiendo una curiosidad que ya señalamos: el director de El exilio de Gardel, de indiscutible prosapia peronista, se ubicó en un lugar de intransigencia frente al PJ al que no han llegado ni siquiera sectores opositores provenientes de tradiciones política liberales, como los socialistas.
Pero lo central es el discurso justificatorio desplegado en los últimos días, cuyo argumento central es que tanto en el campo oficialista como en el opositor hay corrientes de derecha y de izquierda. Así formulado, el razonamiento es correcto; pero es tramposo. Es cierto, desde luego, que el kirchnerismo está o estuvo integrado por gobernadores conservadores de dudoso espíritu democrático, sindicalistas con camisas Hermès, barones del conurbano, ex carapintadas... El problema de esta afirmación es que oscurece las condiciones estructurales de la disputa política: fue un bloque, el kirchnerista, el que impulsó algunas transformaciones, desde la nacionalización de las AFJP hasta la ley de medios, de indudable espíritu progresista, a las que otro bloque, la oposición, se opuso. Y si es cierto que la agenda de pendientes, del Indec a los superpoderes, es larga, y aunque es verdad que los cambios a menudo se sustentaron en alianzas indeseables, este aspecto básico de la ecuación política no debería pasarse por alto.
Tiene razón Ernesto Laclau cuando sostiene que una transformación profunda implica necesariamente la división del campo en dos bloques enfrentados. Esto no implica que todos los sectores deban alinearse con uno u otro espacio, pero sí que deben reconocer esta cualidad dicotómica –y por lo tanto conflictiva– de la política. Lo que en el fondo está diciendo el sector de centroizquierda alineado con la oposición dura no es que derechistas e izquierdistas hay en todos lados, afirmación indiscutible por lo obvia, sino que ambos bloques son igualmente derechistas. La pregunta es si el razonamiento se ajusta a la realidad.
Para entenderlo, tal vez convenga detenerse en las consecuencias políticas derivadas de este argumento, detrás del cual se encuentra la idea de simulación, del kirchnerismo como un conservadurismo mal disfrazado de progresismo. El lógico resultado de esta idea es que la casi totalidad de las acciones de este sector del centroizquierda apunten a desnudar al Gobierno, revelar a la sociedad el fondo reaccionario oculto tras el cotillón de falsa izquierda. Esto, a su vez, empuja a sus dirigentes a un denuncismo que, aunque tiene la virtud de poner el dedo en la llaga de algunos negocios oscuros de la Era K (el juego, la minería), al mismo tiempo recrea un moralismo de ecos frepasistas muy de los ’90, eficaz como gancho para invitación a los sets televisivos pero ciertamente pobre como eje de un verdadero discurso político.
El otro sector del centroizquierda es el de Martín Sabbatella. Entre el 2003 y el 2005, en tiempos de juicio a la Corte Suprema, recuperación de la ESMA y renegociación de la deuda –es decir, cuando ser kirchnerista era pura ganancia–, el entonces intendente de Morón resistió la tentación de plegarse acríticamente al dispositivo K, con el muy razonable argumento de que implicaba asociarse con los barones del conurbano y los restos del aparato duhaldista. Después, en pleno conflicto por la 125, Sabbatella evitó situarse en una posición abiertamente opositora, luego acompañó algunas decisiones del Gobierno y, aunque fue el único que enfrentó de manera directa a Kirchner en las últimas elecciones legislativas, se cuidó siempre de caer en un discurso de oposición dura. Una parábola inversa a la de otros progresistas no peronistas –Aníbal Ibarra el más notable– que se acercaron a Kirchner en sus tiempos dorados para irse alejando más tarde.
En los días previos a la decisiva sesión del jueves, Sabbatella buscó unificar a todos los legisladores del centroizquierda en torno de una posición común para, desde ahí, negociar con los dos bandos, tal como expresó en una entrevista publicada en este diario y repitió en su primera, breve y ajustada intervención en la Cámara. “El escenario político en el Congreso no tiene dos patas, tiene tres grandes actores: el Gobierno, la derecha y uno más que es el centroizquierda. Hoy el centroizquierda tiene una oportunidad para expresar con fuerza su rol: frenar a la derecha y condicionar por izquierda el rumbo del Gobierno”, afirmó. Sin embargo, Sabbatella no logró preservar la unidad del espacio y, con cinco diputados, quedó en un lugar minoritario en relación con el sector más duro.
La sesión del jueves significó un claro triunfo de la oposición, que consiguió quórum propio por primera vez en la era K, forzó al oficialismo a bajar al recinto con el debate ya iniciado, se quedó con la vicepresidencia primera y obtuvo mayoría en todas las comisiones. Pero la contundencia del triunfo no debería leerse como el signo de una articulación permanente. Las diferencias entre las bancadas opositoras son demasiado grandes como para que pueda hablarse de un destino común, menos aún de un solo bloque. No hay una mayoría opositora, sino varias minorías, entre las cuales la más numerosa es el Frente para la Victoria. Afirmar que 7 de cada 10 argentinos votaron contra Kirchner es tan correcto como decir que 8 de cada 10 votaron contra el Acuerdo Cívico, 9 de cada 10 contra el peronismo disidente y 99 de cada 100 contra Proyecto Sur.
La situación es nueva. En sus años finales, el alfonsinismo y el menemismo también tuvieron que convivir con cámaras adversas, con la diferencia de que la oposición estaba unificada, contaba con un liderazgo y un proyecto claro de poder. Por eso, la cuestión no pasa hoy por quién tiene la mayoría, que no la tiene nadie, sino por la posibilidad de que la oposición vuelva a unificarse de manera circunstancial en torno de algunos temas, como la reforma del Consejo de la Magistratura, el Indec o las retenciones. El oficialismo, con el bloque más numeroso y disciplinado, probablemente logre mantener la iniciativa. La gran novedad, lo que realmente altera el escenario, es que, por primera vez en seis años, la oposición tiene la posibilidad de imponer su agenda, aunque, al tratarse de cuestiones complejas, que inciden en intereses sectoriales, generan ruido mediático y aluden a posiciones políticas, se negociación será más ardua que el simple reparto de las comisiones en el Congreso. Y no sólo el carácter complejo e ideológico de cualquier proyecto importante dificultará la coordinación; también las ambiciones: la baja popularidad del Gobierno puede contribuir a la dispersión opositora en la medida en que cada opositor vea en el otro, más que en el oficialismo, a su verdadero adversario, tendencia que seguramente se acentuará en tanto se acerque la campaña del 2011.
En este marco de conflicto político inevitable, ¿podrá articularse un espacio autónomo tanto del Gobierno como de la oposición, o la tercera vía se convertirá, como los aeropuertos y los shoppings, en un no lugar? Las condiciones no ayudan. El kirchnerismo ha visto morir la transversalidad y la Concertación Plural y el jueves comenzó a pagar los costos de su estrategia parlamentaria de “geometría variable”, de acuerdos tácticos con diferentes fuerzas, tema por tema, junto a la falta de una organización política que lo sustente más allá del PJ. Cerrado sobre un núcleo minoritario pero consolidado, su ecuación de gobernabilidad se limita al PJ y la CGT. La oposición, en tanto, se ha endurecido tras la victoria de junio. Finalmente, el conflicto por la ley de servicios audiovisuales arrastró a buena parte de los medios, en especial la televisión, a una serie de exageraciones y distorsiones asombrosas incluso para la simplificación y el cliché inherentes a la pantalla chica. Con el oficialismo debilitado, la oposición endurecida y los medios crispados, las posturas que pretenden dar cuenta de la complejidad, los matices y las tensiones del ciclo kirchnerista, introduciendo de manera más sutil la diferenciación política, se hacen cada vez más complicadas. El sector del centroizquierda capitaneado por Sabbatella insistirá con su estrategia, aunque todo indica que deberá pedalear en subida.
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