EL PAíS › LA “INDEPENDENCIA” DEL BANCO CENTRAL, ATRIBUCIóN EXPUESTA POR LA OPOSICIóN PARA RESISTIR EL DESPIDO DE REDRADO Y EL FONDO DEL BICENTENARIO
La “independencia” forma parte del diseño institucional de las bancas centrales impulsado por la ortodoxia económica. Numerosas experiencias internacionales revelan que esa autonomía no es tan estricta. En la práctica se plantea la necesidad de coordinar estrategias económicas.
› Por Tomás Lukin
El conflicto con el despedido presidente del Banco Central, Martín Redrado, ha despertado un debate interesante respecto de la atribución de “independencia” de la entidad monetaria. La oposición y analistas enrolados en la corriente ortodoxa interpretan esa autonomía como la imposibilidad de cualquier injerencia de los poderes democráticos en las medidas monetarias y financieras que implementa el Banco Central. En estos días turbulentos en el ámbito político y judicial, resulta oportuno analizar desde visiones económicas alternativas y, en especial, desde experiencias internacionales, esa idea de “independencia”. En Corea del Sur y Japón, bancos centrales dependientes del gobierno y comprometidos con el crecimiento económico cumplieron un rol significativo en el proceso de desarrollo de sus países. Durante la actual crisis financiera, la independencia de la Reserva Federal –la banca central estadounidense– no trabó la emisión de miles de millones de dólares y el billonario rescate del sistema financiero que fue diseñado por el gobierno en coordinación con la autoridad monetaria. En 1999, la independencia del Banco Central de Ecuador se tradujo en la renuncia del país a la soberanía monetaria. En el plano local, la independencia del BCRA no fue puesta en duda cuando se designó al ex jefe del área de Monedas del JP Morgan Chase, Alfonso Prat Gay, al mando de la institución; al ex funcionario del FMI, Mario Blejer; o al Chicago boy de la Fundación Capital, Martín Redrado. Tampoco se cuestiona la independencia de los distintos bancos latinoamericanos que intervienen activamente en su mercado de divisas –Colombia, Chile o Brasil– para mantener un nivel de tipo de cambio en sintonía con la política del gobierno.
La “independencia” forma parte del diseño institucional de los bancos centrales impulsado con éxito por la ortodoxia económica a partir de la década del ochenta. Con la fresca memoria de los procesos inflacionarios de la época, la atractiva idea por detrás de la independencia es que cuanto mayor sea el “blindaje” de la autoridad monetaria al poder político, mejor será el desempeño del país. Desde ese momento, la estabilidad de precios se volvió así el objetivo casi excluyente de los BC relegando a un segundo plano el crecimiento económico y del empleo. Pese a la extensa lista de fracasos que presenta, ese diseño institucional domina las cartas orgánicas de la mayoría de las bancas centrales del mundo.
Por fuera del pensamiento económico dominante advierten que el entramado teórico que sostiene esas ideas –el mismo que impulsó las reformas estructurales de los noventa– es falso. Apuntan, a su vez, que no existe evidencia empírica que lo sostenga para el caso de los países periféricos y dependientes como Argentina. Para la heterodoxia, es indispensable la necesidad de coordinación y dependencia entre las distintas políticas económicas como pilar para sostener un proceso de desarrollo que no esté basado en el ajuste permanente. Además, señalan que, aunque se han registrado cambios sustantivos en la política económica desde la salida de la convertibilidad, la ausencia de voluntad política ha convalidado el mismo entramado financiero-legal vigente desde la última dictadura y perfeccionado durante la década del noventa.
Como los gobiernos tienen una inclinación a privilegiar objetivos de corto plazo distintos a la estabilidad de precios –empleo, salarios, competitividad, crecimiento del crédito, financiamiento del déficit–, sacrificando el desempeño económico de largo plazo, el Banco Central debe estar aislado del gobierno. Los beneficios inmediatos que puedan traer esas políticas para los trabajadores son un “engaño” que condena al país a un incremento de precios innecesario que muchas veces puede desencadenar procesos hiperinflacionarios.
Por eso, la autoridad monetaria debe estar a cargo de un banquero conservador que procure convencer a los mercados de que su objetivo excluyente es proteger el valor de la moneda –la inflación– con total independencia de los intereses del gobierno. Para mantener la estabilidad de precios la autoridad monetaria debe tener independencia de instrumentos, la autonomía necesaria para establecer cuál es la mejor forma de combatirla.
La presencia de una ley que lo declare independiente, la ausencia de controles del gobierno y estrictas limitaciones para su financiamiento a través de la entidad, mecanismos de selección de funcionarios donde el gobierno tiene una injerencia muy reducida, un mandato para el titular de la autoridad monetaria que supere en extensión al del presidente de la Nación y la posibilidad de aplicar políticas sin consultar al gobierno son algunos de los elementos formales que hacen a la independencia de los bancos centrales. Con esos dispositivos el banquero central impide que el gobierno incurra en graves errores populistas. La profusa literatura económica y sus sofisticados estudios econométricos, realizados por prestigiosos economistas, demuestran que la inflación promedio y la variación del PIB están correlacionadas negativamente con el grado de independencia del banco central.
El atractivo del diseño institucional ortodoxo es innegable: si se garantiza un banco central “independiente” y “creíble” dedicado al control del valor de la moneda, es posible lograr la estabilidad y crecimiento que los distintos gobiernos erosionan.
La liberalización comercial y financiera, la eficiencia, la desregulación del sistema bancario, el equilibrio fiscal, el endeudamiento “barato” a largo plazo, la apertura externa, la mayor competitividad, la flexibilidad laboral y la estabilidad son el resto de los atractivos argumentos que utilizó la corriente dominante para instalar una estructura excluyente que profundizó la desigualdad, disparó el desempleo, desmanteló el aparato productivo e impulsó la retirada del Estado de la esfera económica. Esa misma teoría, con el apoyo del sector empresario-financiero y las imposiciones de los organismos multilaterales de crédito, pregonó la idealizada independencia de la banca central. La teoría económica dominante nunca menciona si la independencia también debería darse frente a las presiones originadas en el sector privado.
El reciente debate abierto alrededor de la “independencia” del Banco Central no responde solamente a una cuestión de carácter institucional inofensiva y meramente técnica. Existe un vínculo muy estrecho entre el control de la inflación, el desempleo, la distribución del ingreso y la puja distributiva. Martín Abeles y Mariano Borzel advierten en Metas de Inflación, un trabajo publicado por el Cefidar, que “la convalidación o discusión de la distribución del ingreso supone una decisión política, no una decisión técnica que pueda quedar a cargo de la autoridad monetaria independiente de las instituciones políticas”. Para los autores, “el accionar del BCRA debe inscribirse dentro de un contexto más amplio, que contemple la discusión acerca de la inserción financiera internacional más conveniente para un país en desarrollo como la Argentina, desde su régimen cambiario hasta el grado de apertura al flujo internacional de capitales.”
La evidencia empírica demuestra que ni siquiera los países industrializados, con BC independientes, pudieron combatir la inflación sin incurrir en costos en materia de Producto y empleo. Los rigurosos estudios no se verifican en el caso de las economías como periféricas. Sin embargo, para los teóricos ortodoxos el fracaso de la fórmula no responde a la falsedad de sus fundamentos, sino a la brecha que existe entre la independencia legal y la real. Esta postura permitió que a mediados de 2002, cuando la convertibilidad estaba en caída libre, los economistas del Instituto Tecnológico de Massachusetts Rudiger Dornbush y el chileno Ricardo Caballero llevaron la independencia al extremo al proponer que la política económica del país estuviera a cargo de “un equipo de experimentados banqueros extranjeros”. La política económica debía ser totalmente independiente del gobierno central. En otras palabras, el país debía renunciar a la soberanía y someterse al dictamen de la sabiduría ortodoxa.
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