EL PAíS
› OPINION
Un veranito muy largo
› Por James Neilson
Había una vez en la que los habitantes del Coloso del Sur, también conocido como la Argentina, creían que su país pronto superaría al Coloso del Norte. Más tarde, aspiraban a que fuera una “potencia” cualquiera. Por algunos años, ser integrante del Primer Mundo, aunque fuera por los pelos como Portugal, constituía una pretensión que muchos encontraron grotescamente exagerada. Ultimamente, asemejarse al Brasil, país que ostenta índices socioeconómicos atroces pero que por lo menos tiene a Lula, parece ser la ambición de máxima. ¿Y mañana? Los “dirigentes” ya están hojeando almanaques en busca de países pobres que podrían servirles de modelo.
Ahora bien: cierto grado de realismo es muy sano, pero carecer por completo de ambiciones es tan enfermizo como entregarse a fantasías épicas. Sin embargo, la estrategia duhaldista se basa en la noción de que tocar fondo es de por sí un logro milagroso y que si a pesar de todo aún se detectan señales de vida en el país la gente debería salir a la calle para celebrarlas: se trata de una versión platense de aquella teoría de los operadores de Wall Street según la que a veces hasta los gatos muertos pueden rebotar después de caer del centésimo piso. Lo que quieren Eduardo Duhalde y los suyos es que el país en su conjunto se sienta tan desanimado que termine conformándose con una gestión caracterizada por la voluntad de archivar los problemas con la esperanza de que nadie los encuentre antes del próximo 25 de mayo, día en que se convertirán en la propiedad exclusiva de su sucesor o sucesora.
A un año del colapso, muchos miembros de la clase dirigente nacional están felicitándose porque las pesadillas más apocalípticas de quienes decían temer lo peor no se han materializado: no ha habido ningún estallido hiperinflacionario, huida masiva de bancos, baño de sangre, golpe fascista ni toma del gobierno por piqueteros guevaristas. Lo que sí se ha visto, empero, ha sido la caída en la miseria de millones de personas, la desnutrición en gran escala cuyas consecuencias nefastas serán permanentes y un quiebre político que significa que tendrá que transcurrir mucho tiempo antes de que el país cuente con un gobierno que esté en condiciones de gobernar. Que la gente se haya resignado a este estado de cosas conviene a los “dirigentes”: a esta altura, tienen buenos motivos para prever que, como los Juárez santiagueños, les será dado seguir mandando durante décadas por lamentables que sean los resultados concretos de sus esfuerzos. Lo que es difícil creer, en cambio, es que tanta conformidad con el statu quo convenga a los demás.