EL PAíS
› POR PRIMERA VEZ EN LATINOAMERICA SE LEGALIZO LA UNION GAY
Una ley que salió del placard
Habían pasado las seis de la mañana cuando la Legislatura porteña aprobó por 29 votos contra 10 la ley que establece un registro para parejas, sean o no del mismo sexo. Buenos Aires se convirtió así en la primera ciudad latinoamericana donde se da un reconocimiento legal a las uniones homosexuales. La norma permite a una pareja obtener derechos, como la pensión, siempre que alguno haya trabajado para el Estado porteño.
Las lágrimas del final fueron de felicidad. Y de cierta manera también dolorosas, producto de esa satisfacción que se hacía inalcanzable, ese objetivo que siempre parecía escaparse hacia adelante como una arboleda esperanzadora en el horizonte del desierto. Los de las gradas de la Legislatura porteña se abrazaban y se estrechaban, se tomaban de las manos y se miraban a los ojos para saludarse como si fuera un comienzo ese punto de inflexión. Eran las 6.25, afuera del recinto porteña clareaba el amanecer del viernes 13. Y así se celebraba la aprobación de la ley de unión civil después de una jornada agotadora. Fueron 29 los diputados y diputadas que dijeron sí a la norma que por primera vez en toda Latinoamérica otorga a las parejas homosexuales los derechos de los concubinos en el ámbito de la ciudad de Buenos Aires. Fueron diez los que se opusieron. La sanción de la ley propuesta hace un año y medio por la Comunidad Homosexual Argentina había causado un verdadero temblor al interior de la Legislatura, que terminó provocando un quiebre que define un antes y un después en el cambio cultural de las sociedades. La nueva ley ofrece no sólo el derecho a registrar las uniones homosexuales ante la ley porteña: también inaugura un camino que promete continuar en la búsqueda de la inclusión de la diferencia.
Cuando este diario cerraba su edición de ayer, casi a la una de la madrugada, en el recinto recién comenzaba uno de los debates más largos, barrocos y duros de los últimos años. A esa hora en que el optimismo de los impulsores de la unión civil regresaba, se comenzaba a vislumbrar el triunfo final: la ley fue apoyada por la izquierda, los socialistas, el ARI, Forja 2001, dos justicialistas, más de la mitad de los radicales, incluido el presidente de la Cámara, Cristian Caram, que decidió dar el sí justo diez minutos antes de la votación. Hacia la medianoche, después de momentos de desaliento y sospechas de contubernios, los justicialistas que podrían haber dejado sin quórum la sesión y así sepultar hasta nuevo aviso el cambio, se habían comprometido a no dejar vacías sus bancas, a pesar de que perderían la votación. “Ganamos gracias a los que estuvieron en contra”, reconoció al final un activista de la CHA.
La barra, un grupo de unas cien fervorosas presencias, llegó con la energía suficiente como para ser la auténtica leonera del combate a sus pies. Hizo sentir su vozarrón homosexual al primer y estratégico discurso, el de la presidenta de la Comisión de Derechos Humanos, Alicia Pierini. Como tal había sido quien en agosto recibió de manos del presidente de la CHA, César Cigliutti y del académico y activista Flavio Rapisardi el proyecto escrito por la camarista civil Graciela Medina. Mezcla de alegato místico y cátedra de rigor jurídico, las palabras de la justicialista actuaron de paraguas contenedor de las divergencias religiosas, culturales y políticas que hasta el final del maratónico jueves de la última sesión parecían imposibles de conciliar para lograr la aprobación del proyecto.
A lo dicho por Pierini le sucedió un estruendoso aplauso que duró un minuto entero. Desde esa hora los discursos de los diputados fueron vivados, según el caso, por los militantes gays y lesbianas firmes aunque agotados por las 18 horas de sesión continua, o por los militantes católicos pro familia que llegaron con sus ropas grises para alabar en forma eficiente y ordenada a los detractores de la unión civil. Uno de los radicales que más bregó por la sanción de la unión civil, Héctor Costanzo, habló en segundo lugar y recordó que al comenzar la discusión en las comisiones de la legislatura los que avalaban la idea de la CHA “aparecíamos como los diablos”. “Esto abre un debate más profundo a lo largo de todo el país”, propuso en el cierre y arrancó una ovación. Para ese entonces, Santiago de Estrada, el más duro entre los cristianos del peronismo, ya le había dicho a Pierini casi al oído: “esta es una batallaperdida”. Jorge Enríquez, del lado de los radicales, argumentó, aunque cuidándose de no herir con sus habituales exhabruptos a la platea, “contra la desnaturalización de la familia”. “¡Vergüenza! ¡Vergüenza!” gritó el grueso de la tribuna gay. “¡Iglesia, basura! Vos sos la dictadura”, entonó la barra desde una punta agitando los trapos de siete colores.
Estrada, el décimo en hablar, consiguió llevar el drama de la espera a la comedia argentina: “evidentemente no voy a hablar para los aplausos”, dijo antes de citar a Sarmiento concejal, que recomendaba, según aseguró, que en el ámbito local se traten problemas como la limpieza y el alumbrado público. “Vendrá un segundo avance que es la presión al Congreso Nacional”, auguró. Y entonces la barra lo castigó: el aplauso irónico interrumpió varias veces su sermón. Como alternando desde el otro extremo lo siguió Patricio Echegaray, otro de los que impulsores originales de la ley. El comunista de Izquierda Unida abrió lo que se repetiría según los matices ideológicos en varios diputados más: la cita. En su caso habló de Freud y pasó de la verba clásica marxista a los conceptos de género, diferencia y minorías sexuales para dejarse llevar ante los oídos ya transitados del público, por las referencias literarias. Recordó los párrafos homosexuales de Flaubert y el amor gay de los guerreros griegos en la novela Alexandros del italiano Manfredi. Se ganó el aplauso casi tan merecido como los de Estrada. Carlos Campolongo lo siguió con Malinowsky, Freud y Heidegger, para terminar, ecléctico, con Benedetti: “Dice el mercado que el cuerpo es un negocio. Dice el cuerpo: yo soy una fiesta”. Los pro familia se revolcaban en sus asientos. Los demás gritaban: “Igualdad. Igualdad”.
Los discursos de los legisladores que se opusieron a la ley comenzaron casi todos con la misma justificación: que votar en contra no significaba discriminar. Luego los argumentos fueron desde la defensa de la familia, hasta la inconstitucionalidad. A las cinco y media de la mañana el diputado Lucio Ponza Gandulfo dijo que a los homosexuales se les estaba “vendiendo carne podrida” por los “casi nulos efectos de la ley”. Los abucheos se multiplicaron. Hacia las seis de la mañana tomó la palabra la diputada Irene López de Castro, ansiosa por leer completo su discurso en el que no dejó manera de descalificar las uniones gays, que “deberían permanecer en la esfera de la intimidad”. Cristian Caram, presidente de la Cámara, la apuró, con ese gracioso tono mezcla de niño cantor y relator de hipódromo. López de Castro pidió más: y se apuró. Terminó de leer superando la velocidad locuaz del radical, como si rezara a todo dar un rosario de imprecaciones antigays.
El momento de la votación final llegó a las 6.20. Las caras demacradas por el cansancio eran comunes a todos los bandos. César Cigliutti se abrazó a Marcelo. María a Claudia. Lorena a Orieta. Pablo a Julián. Todos los activistas de la tribuna se tomaron de las manos. Un chico puso sus manos en posición de rezo. Caram fue nombrando a los diputados. Votaron sobre un silencio de templo. Caram leyó el resultado final. La tribuna tembló. Las banderas del arco iris flamearon como pañuelos. Los católicos grises se retiraron callados y en tropel. Una ola de abrazos fue el sello final. Los gays, las lesbianas, los heterosexuales que trabajaron para llegar hasta allí, dejaron caer las lágrimas del fin de la primera batalla y el comienzo de las que vendrán.
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