EL PAíS › OPINION > LOS CAMBIOS ECONOMICOS Y SOCIALES COMO MARCO DE LA EXPLOSION
› Por José Natanson
La muerte de dos adolescentes en un choque con una camioneta de control de tránsito en Baradero desató una protesta popular que incluyó el incendio de la Municipalidad, la destrucción de varias dependencias y daños en la casa del responsable de la seguridad vial. Aunque el fuego se ha ido apagando con el correr de los días, vale la pena volver al episodio para observar, condensadas, algunas de las macrotendencias económicas, políticas y sociales de los últimos años.
Veamos.
La multiplicación de motos en Baradero es un reflejo de ciertos rasgos centrales del modelo económico construido desde el final de la convertibilidad. El primero es, desde luego, el boom de la soja, con epicentro en el corazón de la Pampa Húmeda y cuya prosperidad se ha derramado en los pueblos del interior bonaerense. En Baradero, sin ir más lejos, se realizó la última edición de Expoagro, el gran punto de encuentro anual de los productores agropecuarios que, según los organizadores, este año registró una participación record de empresas. Fácilmente comprobable en detalles al parecer minúsculos (como la proliferación de negocios multimarcas en ciudades pequeñas, donde es posible comprar ropa de Jazmín Chebar o Uma a precios similares a los de los shoppings de Buenos Aires), el impulso al consumo generado por la soja se manifiesta, también, en uno de los aspectos más notables y menos comentados del modelo K: la expansión del crédito al consumo, cuya importancia se destaca aún más si se consideran las dificultades del mismo modelo para incrementar el crédito a la producción.
El crédito al consumo se canaliza a través de tarjetas y de préstamos personales contra la presentación del recibo de sueldo, pero también están surgiendo nuevos mecanismos: por ejemplo, el Banco Central autorizó a la empresa Pampa Holding (controlante de Edenor) ofrecer créditos a pagar a través de las facturas de la luz, lo que permitiría el acceso a financiamiento rápido a personas que trabajan informalmente –y, por lo tanto, no tienen un recibo que acredite haberes.
En rigor, la democratización del crédito es una tendencia común a otros países de la región. Según datos oficiales, el crédito al consumo en Perú –el país latinoamericano que viene registrando las mayores tasas de crecimiento– aumentó el 34 por ciento durante el último año. Por su parte, la empresa Visa informó que el número de tarjetas de crédito en América latina se incrementó en un 37 por ciento en el 2009. En Brasil, el gobierno de Lula emitió una norma que habilita la apertura de una cuenta corriente sin papeles y con sólo 20 reales de capital, lo que permite a los sectores de bajos ingresos acceder a una tarjeta de crédito y financiar el consumo en cuotas. De hecho, la semana pasada el Banco Santander anunció la decisión de abrir una sucursal en una de las favelas más violentas de Río de Janeiro, el Complejo Alemán, que se suma a las tres entidades ya instaladas en Rocinha.
En Baradero es posible comprar una moto mediante la simple presentación del DNI y el recibo de sueldo, y financiarla hasta en 24 cuotas. Si a esto se suma la laxitud de los trámites –las motos se venden sin papeles y con una simple nota de sugerencia para que se realice la patente en 30 días–, el lógico resultado es el acceso de la clase media baja e incluso de muchos sectores populares a bienes que en el pasado resultaban prohibitivos. Según datos oficiales, en Baradero circulan 10 mil motos sobre una población de 35 mil personas.
Las deficiencias en el transporte público son un karma de los países pobres. Como demuestra rigurosamente Susana Kralich (“El transporte urbano: el circuito inaccesibilidad-pobreza”), el peso del transporte en la estructura de gasto de las familias es inversamente proporcional a sus ingresos: más pobre, más gasta en colectivos y trenes. Las deficiencias del transporte, un tema que la gestión K nunca ha logrado resolver, son un signo claro de subdesarrollo y de inequidad: en la medida en que bloquea las chances de movilidad social ascendente, un sistema de transporte público ineficaz genera un efecto claramente regresivo en la famosa redistribución del ingreso.
Esta realidad, que afecta sobre a todo a las grandes áreas metropolitanas, también golpea a las ciudades chicas. Si bien en ciudades como Baradero las distancias son más cortas y no hay embotellamientos de tránsito ni cortes de avenidas, la red de transporte público suele ser insuficiente, en buena medida porque la demanda no alcanza para sostener un sistema que llegue a los rincones más alejados de áreas crecientemente suburbanizadas. Esto, a su vez, se agrava por motivos políticos: el transporte público es una atribución municipal, y los intendentes suelen encontrar pocos incentivos para destinar dinero a subsidios que suelen ser muy costosos y cuyo resultado es menos visible que una plaza, un puente o una escuela.
Y, como consecuencia de ello, las respuestas individuales. Cualquiera que pasee por el interior del país notará la cantidad de autos viejos en circulación, un poco al estilo de La Habana, y los talleres para atenderlos (seguramente esto incide de algún modo en la popularidad de las carreras y el rally en provincias con muchas ciudades chicas, como Córdoba o Santa Fe, con sus correspondientes efectos electorales: Reutemann como paradigma). Pero lo central es que en este tipo de ciudades proliferan estrategias individuales que neutralizan la función de socialización inter-clase que desempeña un buen sistema de transporte público. En los países desarrollados, como en la canción infantil, viajar es un placer: en Berlín, por ejemplo, las paradas de colectivos tienen un letrero digital que indica cuántos minutos ¡y segundos! faltan para que llegue el ómnibus. En los países socialmente más cohesionados, el transporte funciona como un espacio público más, al lado de la plaza o la escuela. Esto es motivo de conflicto, desde luego, y no es casual que algunos de los episodios más violentos entre policías e inmigrantes –o entre bandas racistas e inmigrantes– se hayan producido en el metro de París, Londres o Madrid. Pero también funciona como un lugar de encuentro entre las clases y las etnias, de visibilidad del otro y, a veces, hasta de reconocimiento.
En ciudades con una polarización social históricamente consolidada, el transporte público, visto como un espacio reservado a los pobres, es rechazado por la clase media. Es el caso del DF mexicano, donde el enorme y muy eficiente sistema de metro –cuatro millones de pasajeros al día, 12 líneas, 200 estaciones– es utilizado casi exclusivamente por los sectores populares. Pese a los horrores del tránsito, la clase media mexicana prefiere desplazarse en auto. Quizás el subte porteño, reliquia de la ciudad socialmente cohesionada que en algún momento fue Buenos Aires, conserve algo del espíritu socializador del pasado. En todo caso, nada de esto es posible manejando un auto o una moto.
A diferencia de sociedades civiles más apáticas (Chile), o muy movilizadas pero con escasa presencia en las calles (Brasil), o canalizadas a través de los partidos políticos (Uruguay), la argentina es una sociedad civil activa pero poco institucionalizada, muy volcada a la acción directa e incluso a la trangresión legal. Se organiza alrededor de algunos ejes programáticos más cercanos, aunque no exclusivamente, a la clase media, como los derechos humanos y el ambientalismo, y otros que son defendidos sobre todo por los sectores más pobres (demanda de bienes públicos al Estado).
En este contexto, la seguridad tal vez sea la única preocupación que corta verticalmente las jerarquías sociales, con su correspondiente furia anti-política: como señalamos en otra oportunidad, la anti-política es un fenómeno mundial que tiene en la Argentina profundas y pluri-ideológicas raíces. Tenemos aquí una antipolítica originaria de izquierda, inspirada en las corrientes inmigratorias del siglo pasado, sobre todo anarquistas, que portaban un rechazo genético a la autoridad debido a las experiencias autoritarias en sus países de origen (Italia, España, Polonia); una anti-política católico-integrista, según la cual la religión debería guiar y orientar a la política; una anti-política, aunque a los peronistas no les guste, populista, de afán movimientista y negación del otro (usualmente la oligarquía), y finalmente una anti-política noventista, liberal-tecnocrática, de administración y gestión de las cosas y negación del conflicto bajo la ilusión de la racionalidad técnica.
Todo esto confluyó en Baradero. El domingo pasado, tras conocerse la noticia de la muerte de los dos jóvenes, la indignación popular rápidamente se dirigió hacia la municipalidad, los funcionarios públicos e incluso la prueba del supuesto delito (la camioneta), en una muestra de que el odio a los políticos es un sentimiento latente, siempre a punto de estallar. Y no es la última tendencia reflejada en el estallido. Además de la prosperidad sojera, las deficiencias de transporte y la anti-política, Baradero mostró, exacerbados, algunos fenómenos muy actuales, como el rol de los medios electrónicos, azuzando el estallido y presentando como gran noticia procedimientos de rutina judicial (el control de alcoholemia al protagonista de un choque), o la ambigua relación de los argentinos con la legalidad, reclamada en ciertos momentos pero desdeñada en otros, cuya metáfora más increíble son las imágenes de jóvenes que participaron de la marcha del silencio en moto y sin casco.
Como en La Argentina y la tormenta del mundo (Siglo XXI), el libro en el que Tulio Halperin Donghi analiza la forma en la que la Argentina de entreguerras comenzó a absorber los grandes debates mundiales, en Baradero fue posible entrever, por algunas horas, algunas tendencias profundas del país actual.
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