Dom 05.01.2003

EL PAíS  › LOS SECRETOS QUE MASSERA, SI NO DESPIERTA, SE LLEVARA A LA TUMBA.

El terror en coma

Uno de los últimos dictadores de América latina, Emilio Eduardo Massera, sigue en estado vegetativo. Aquí, una reconstrucción de sus 77 años de vida. Propaganda Dos. El papel del Servicio de Informaciones Navales. La seducción a Isabelita. La Escuela de Mecánica. La condena y el indulto. El repudio social.

› Por Miguel Bonasso

Emilio Eduardo Massera sigue respirando en su cama ortopédica del Hospital Naval, mientras en la calle los hijos de sus víctimas intentan perforar la muralla del coma para recordarle que aún en la agonía, sigue siendo un genocida. Desde el 12 de diciembre está allí, como un vegetal con pijama al que una Providencia caprichosa parece haber librado del terror frente al propio final; un privilegio del que no gozaron los miles de muchachas y muchachos que él hizo desaparecer para siempre en la Escuela de Mecánica de la Armada.
La profecía de su abogado Pedro Bianchi, “si Massera sabe algo se lo lleva a la tumba”, ya puede darse por cumplida, aunque el Negro respire un cacho más. También puede cerrarse un balance existencial de 77 años que lo sitúa como uno de los promotores y máximos exponentes del Estado mafioso que ha causado la ruina de este país. No es fortuito que haya sido durante gran parte de su vida adulta un oficial de inteligencia, es decir uno de
esos lumpen-militares que se formaron en la Escuela de las Américas y en los setenta se lanzaron a matar y robar a destajo en sus respectivos países, cubiertos por el pabellón hemisférico de la “guerra contrainsurgente”. Pero el análisis podría extraviarse en el simple exorcismo si no se relaciona su parábola personal con las perversidades históricas de la sociedad que le permitió llegar a la cima.
El Negro siempre cultivó el misterio y los grupos secretos, desde que egresó como guardiamarina de la Escuela Naval. Corría el año 1946 y el peronismo iniciaba su primer período constitucional. La Marina de Guerra, que había enfrentando al joven coronel Perón y había sido derrotada en la persona del almirante Vernengo Lima, tuvo que reformar sus planes de estudio para adaptarse, aunque fuera de manera cosmética, a los nuevos tiempos políticos. A causa de esta reforma los cadetes de la promoción que integraba Massera fueron bautizados como “luteranos”. De allí en adelante, cada cuatro años habría una promoción de “luteranos”, que tendrían sus propios ritos y símbolos (como la diosa Kali), y los de más grado protegerían a los más jóvenes, como protegió el almirante Massera al capitán de corbeta Jorge Eduardo “El Tigre” Acosta, “luterano”, oficial de inteligencia y represor como él.
Más tarde, para no quedar mal con una jefatura naval todavía muy dominada por la figura del almirante Isaac Rojas, Massera se haría masón. Y de esa masonería tradicional saltaría, a mediados de los setenta, a la masonería delincuencial de la Logia italiana Propaganda Dos, conducida por un ex fascista de larga residencia en la Argentina: el Honorable Licio Gelli. Il Burattinaio (titiritero), vinculado al Banco Ambrosiano y al hampa que se movía en los sótanos vaticanos, que también había reclutado al “Brujo” José López Rega y al entonces poderoso general Carlos Guillermo “Pajarito” Suárez Mason.
Pero la estructura secreta que elevaría a Massera sería el Servicio de Informaciones Navales (SIN), del que llegaría a ser segundo jefe a comienzos de la década del sesenta cuando era capitán de fragata y los militares estaban divididos entre “azules” y “colorados”. O sea, entre los que querían solamente proscribir al peronismo y los que pretendían eliminarlo de la faz de la Tierra. Astuto y ambicioso, Massera sería colorado”, para no desentonar con el resto del arma, pero no tanto como cerrarse el acceso a ciertas relaciones políticas, sindicales y aun estudiantiles (en general de extrema derecha) que le resultarían muy útiles en el futuro.
Como tantos otros oficiales latinoamericanos, Massera pasó también por la Escuela de las Américas de Panamá, donde aprendió tácticas de contrainsurgencia que incluían entre otras prácticas del “mundo libre” el interrogatorio bajo tortura. Allí también se hizo superficialmente amigo del futuro general Omar Torrijos, un militar panameño que combatiría a laguerrilla y luego se autocriticaría de la lucha contrainsurgente; que iniciaría a fines de los sesenta una vigorosa cruzada para la recuperación del Canal y la dignidad de los panameños, hasta convertirse en uno de los grandes líderes del nacionalismo democrático y popular de América Latina. Y pagarlo con su vida en un “oportuno” accidente de aviación que demasiadas fuentes atribuyeron a la CIA. Nada más opuesto, en verdad, que la trayectoria de estos dos condiscípulos formados por los militares norteamericanos para los mismos propósitos estratégicos.
En el país la carrera de Massera siguió su curso sin sobresaltos a pesar de su fama de burrero, jugador, bebedor infatigable de whisky y coleccionista de hembras cotizadas, que encendían las broncas de su esposa Delia Vieyra, “Lily” y entraban en contradicción con lo que se supone que debe ser o al menos aparentar un “caballero del mar”.
Su paso decisivo hacia el poder se produjo en 1971, cuando el general Alejandro Agustín Lanusse decidió poner fin a la etapa corporativista de la penúltima dictadura militar y buscó una apertura negociada con la Unión Cívica Radical que conducía Ricardo Balbín y el peronismo (hasta entonces proscrito) que lideraba desde su exilio madrileño Juan Domingo Perón. Massera, uno de los contraalmirantes más jóvenes de la Armada, pasó a integrar entonces la Comisión Coordinadora del Plan Político, que debía asesorar a la Junta Militar en los distintos pasos de la “salida” institucional.
En la Comisión engrosó de manera exponencial su cartera de contactos con políticos y periodistas, entre los que se preocupó por ofrecer la imagen de un marino “aggiornado”, aperturista y flexible, que ya daba por superado el viejo gorilismo de la era hegemonizada por el almirante Rojas. No pocos periodistas políticos lo consideraban un negro pícaro, seductor, abierto al diálogo. Hasta que las circunstancias desnudaron lo que se escondía bajo la sonrisa gardeliana. El 16 de agosto de 1972 se produjo la célebre fuga masiva de la cárcel de Rawson, que concluyó seis días más tarde en la masacre de Trelew, donde la Armada asesinó a 19 guerrilleros prisioneros, de los cuales sobrevivieron tres para dar su testimonio ante el mundo. La Marina de Guerra se cerró sobre sí misma en la ley de la omertà y ocultó (hasta hoy) al “misterioso capitán Sosa”, responsable de la matanza. El flexible negrito Massera cambió entonces su discurso y les comentó reservadamente a unos pocos y calificados periodistas políticos que si Perón decidía regresar a la Argentina, “sin arreglar con el gobierno”, la Marina le iba a mandar un caza para tirarle “el avión abajo”. Se refería al famoso charter de personalidades de la política, la cultura, el deporte y el espectáculo que acompañaría al líder justicialista en su histórico regreso al país tras 18 años de exilio.
El avión de Alitalia finalmente no fue derribado, pero no por bondad de Massera y otros jefes navales que aún veían en Perón al promotor de “la subversión”, sino porque Lanusse se oponía a semejante magnicidio que hubiera precipitado a la Argentina en la guerra civil.
Paradójicamente, a fines de 1973, cuando el líder justicialista accedió a su tercera presidencia, nombró comandante en jefe de la Armada a Massera, el oficial de inteligencia que un año antes quería tirarle abajo el avión. La operación no resultó nada fácil, porque el candidato era joven y hubo que pasar a retiro al entonces jefe, almirante Carlos Alvarez, y a otros siete vicealmirantes. Los padrinos ante el Jefe habían sido el metalúrgico Lorenzo Miguel y el “Brujo” José López Rega. El anciano presidente defendió la movida con su proverbial y a veces excesivo realismo: “en la Marina son todos antiperonistas”.
Cuando Perón murió, poco después, Massera se dio a la tarea de seducir a su viuda (que aún considera que el Negro le salvó la vida), hasta entrar en inevitable colisión con el Brujo. El Rodrigazo y su secuela de huelgas y movilizaciones acabaron con el poder ultraterreno de López Rega y loeyectaron al exilio. El jefe de la Armada jugó un papel estratégico en el desplazamiento del hombre de Umbanda, mientras comenzaba a conspirar con sus colegas del Ejército y la Fuerza Aérea.
Cuando el golpe se produjo, el ya almirante Massera (el COARA según la sigla interna, “Cero”, en su nombre de guerra) tenía una idea bien definida: asegurar para la Marina un papel más relevante, menos subordinado al Ejército que en anteriores cuartelazos. Debía respetarse matemáticamente el 33 por ciento de manija que le correspondía a cada arma. A la larga esa aspiración se vio frustrada por el poder territorial y político del Ejército (que era una suerte de Partido Armado), pero nunca desde los tiempos de Rojas, un jefe de la Marina había conquistado tantas posiciones de poder como Massera. Y estas posiciones se alcanzaron a través del crimen colectivo. La ESMA se convirtió en el mayor centro clandestino de reclusión, por donde pasaron casi cinco mil argentinos. La inmensa mayoría de ellos no apareció más; después de soportar atroces torturas, acabaron arrojados al océano.
El Grupo de Tareas, cuyo jefe de inteligencia era el “luterano” Acosta, se quedó además –como “botín de guerra”– con los bienes muebles e inmuebles de los desaparecidos. En la ESMA y en el propio Hospital Naval, donde Massera agoniza como un inocente burgués, las prisioneras embarazadas dieron a luz hijos que les arrebatarían antes de subirlas a los vuelos de la muerte.
Ese poder económico y político, derivado de una participación codo a codo con Suárez Mason y la línea más dura del Ejército, alcanzaría en vísperas del Mundial del ‘78 una cota de perversidad con pocos antecedentes mundiales: el “almirante Cero” (que se había puesto nombre de guerra para participar en los primeros operativos) había decidido dejar vivos a unos sesenta montoneros “chupados” en la ESMA para obligarlos -con el chantaje de la supervivencia– a convertirse en sus “asesores de izquierda”. La jugada coincidía con la creación de un diario propio -Convicción– y el creciente coqueteo con otros prisioneros de la derecha peronista (estos sí, legalmente reconocidos). La suma de las movidas apuntaba al futuro inmediato del Negro que aspiraba a suceder a la dictadura militar, como presidente “constitucional”. Salvo que en su arremetida para lograr su espacio a codazos cometería algunos errores trágicos: como el asesinato del embajador argentino en Venezuela, el radical Héctor Hidalgo Solá, y la prima de Lanusse, Elena Holmberg Lanusse, que pagó con su vida las denuncias sobre los delitos perpetrados por los marinos en el Centro Piloto de París.
Enceguecido por ese poder de príncipe renacentista, Massera mandó asesinar también al empresario Fernando Branca, esposo de su amante, Martha Rodríguez Mc Cormack. Aunque el Ejército fogoneó el proceso unos años después, ya en la etapa final de la dictadura, Cero logró zafar de la Justicia.
A fines de 1978, ya retirado de la jefatura, Massera seguía controlando la Armada como a una organización mafiosa: a través de los grandes negocios surgidos del armamentismo que promovía la tensión con Chile en el diferendo por el Beagle. En esos días, en sus lujosas oficinas de la calle Cerrito, le metieron una bomba que algunos mal informados atribuyeron a los montoneros y era, en cambio, un aviso de los jefes navales que no habían recibido su tajada.
A pesar de su poder y sus recursos no sólo se frustró su ambición presidencial, sino que en 1985, durante el famoso juicio a los comandantes, fue sentenciado a reclusión perpetua por muy pocos de sus crímenes: tres homicidios agravados por alevosía, 12 tormentos, 69 privaciones de la libertad calificada por violencia y siete robos. Aunque profetizó entonces que su vida transcurriría de ahí en más en una celda, la etapa carcelaria (de todos modos muy cómoda) no pasó los cinco años,hasta el indulto otorgado por Carlos Menem el 28 de diciembre de 1990. Pero ni siquiera cumplió esos cinco años de manera cabal: un fotógrafo del diario Sur lo sorprendió saliendo de una casa de departamentos en la avenida Las Heras, cuando se suponía que sólo había obtenido permiso para ir al Hospital Naval.
Después del indulto, que aseguró la impunidad básica de Massera con relación al genocidio perpetrado a partir de 1976, sufrió la condena social y dos nuevos procesos. Uno por el robo de bebés y otro por quedarse con propiedades de los desaparecidos, como ocurrió en el caso del abogado mendocino Conrado Gómez. La edad y un exceso de bondad por parte de la ley argentina, que autoriza el arresto domiciliario a los mayores de setenta años, le permitieron afrontar estas causas en su lujoso departamento o en una confortable quinta de Pacheco, también producto del “botín de guerra”. A pesar de las dimensiones y comodidades de esa cárcel, dotada de un parque arbolado de 900 metros cuadrados y una refrescante pileta, el periodista Martín Sivak y el fotógrafo Daniel Dabo encontraron al ex comandante de la Armada caminando fuera del perímetro custodiado por la Gendarmería.
La nueva “escapada” le valió que la jueza Servini de Cubría se pusiera algo dura y lo mandara a Campo de Mayo, donde está su antiguo compinche el Tigre Acosta. La dureza no duró y Massera no tuvo mayores problemas hasta que la biología entró en acción y un derrame cerebral apagó esa memoria que guarda las listas de los desaparecidos y los desaparecedores, los grandes negociados de las armas, los últimos escritos arrebatados de la casa de Rodolfo Walsh, y algo tal vez más significativo de la culpa colectiva, algo que amargó las últimas dos décadas de su vida: el “desagradecimiento” de tantos políticos, sindicalistas, empresarios, banqueros, prelados, periodistas y aun hombres y mujeres de la cultura, como la finada Martha Lynch y el oxidado José Gobello. Los cortesanos civiles que lo rodearon, lo entrevistaron, lo alabaron y hasta le enviaron denuncias sobre terceros presuntamente vinculados con “actividades montoneras”, como hicieron Alberto Rodríguez Saá y otros dirigentes del justicialismo puntano.
Es una lástima que la memoria de la Argentina del terror y la podredumbre que él encarnó como nadie se vaya así, sin registro, en un cuarto del Hospital Naval, donde lo atienden como a un retirado más. Un pacífico abuelito.

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