Sáb 07.08.2010

EL PAíS  › PANORAMA POLíTICO

Política de empresa

› Por Luis Bruschtein

Hay un proyecto de país, un modelo de organización política que se propone a la sociedad, cuando para discutir las medidas para el campo los referentes políticos se juntan en la sede de la Sociedad Rural. Es el mismo modelo que propone el Peronismo Federal cuando sus dirigentes se encuentran para definir estrategias en la casa de Héctor Magnetto, el gerente del multimedia más poderoso, que además está en permanente confrontación con el Gobierno. Es un modelo que tiene algo de interés común y algo del axioma ultrapragmático de que el enemigo de mi enemigo es mi amigo. Es la filosofía del Grupo A y de muchos de los acuerdos políticos como fue el de la Alianza y el de algunas izquierdas que apoyaron a los productores rurales en el conflicto por las retenciones. Pero el modelo de relacionamientos y juegos políticos que se deduce de ese corporativismo pragmático lleva siempre al naufragio.

Hubo una época en la Argentina en que para hacer política había que tener enchufes en las Fuerzas Armadas, en la Iglesia y en la embajada norteamericana. Cualquier movida, como la designación de ministros, embajadores o jueces, tenía que tener la correspondiente aprobación en esas ventanillas. Era una forma de hacer política y de entender la democracia. Y cuando eso no alcanzaba o se producían desbordes, entonces estaba el golpe militar. La democracia se entendía de esa manera y para cambiar esa idea se tuvo que inmolar una generación que, paradójicamente, no intentaba recomponer la democracia porque creía también que democracia era esa parodia y, por lo tanto, luchaba por cambiarla.

Entre 1955 y 1976 hubo muchos golpes militares. Y sin embargo prácticamente no había presos entre la clase política. Eso era inexplicable para muchos jóvenes. La mayoría de los políticos aceptaban y estaban convencidos de que la democracia era estar bien con los militares, con la Iglesia y con la embajada y que los golpes de Estado eran instituciones de hecho aunque no estuvieran contempladas en la Constitución. Eran democracias con las mayorías proscriptas, al igual que las izquierdas. Pero casi no había presos entre la dirigencia y se hablaba de “dictablandas”. Y no porque los militares fueran blandos, sino porque los blandos eran esos opositores o falsos demócratas a los que los militares no necesitaban encarcelar. Por el contrario, desde allí salían ministros y altos funcionarios para los gobiernos de facto. Y cuando se habla de la mayoría de los políticos, se incluye a socialistas, democristianos, radicales y peronistas, por no hablar de los partidos más chicos. Los comunistas tuvieron presos, pero –otra paradoja–, sus dirigentes eran muy concesivos y estimulaban las confluencias cívico-militares. Había dirigentes aislados y hasta pequeñas corrientes dentro de esas fuerzas que planteaban actitudes diferentes, pero la gran mayoría se alineó en esa concepción gaseosa de la democracia que no hacía más que acumular presión.

Y gran parte de esa presión estaba producida por la reacción de la juventud a ese sistema cerrado, injusto y no democrático. No resulta extraño entonces que, incluso a nivel de conducción de las organizaciones guerrilleras, hubiera hijos de conocidos dirigentes radicales, peronistas, socialistas y comunistas –hasta hijos de militares– y que todos sus militantes provinieran de sus filas. Las organizaciones guerrilleras de los ’70 no salieron de un repollo y se alimentaron en gran medida de la falta de ejemplos entre la generación política anterior o en la rebeldía de aquellas nuevas generaciones contra las formas tradicionales de hacer política.

Hubo otras épocas más recientes, donde la mayoría de los políticos se resignaron a que los organismos financieros internacionales y nacionales ocuparan su lugar. Desde fines de los ’80 y todos los ’90 los políticos hacían discursos mientras aplicaban políticas que en la mayoría de los casos iban a contrapelo de los contenidos históricos de sus partidos. Así fueron vaciando esos partidos y en el 2001, en el marco de una gran explosión social y crisis económica, se ponía en evidencia también la crisis de representación política. La explosión se produjo cuando la gente no se sintió representada, igual que los jóvenes de los ’70. En la crisis no encontró interlocutores. Como en los ’70, lo que quedaba de la política no servía, no tenía credibilidad, había perdido fluidez como maquinaria de articulación de diálogos y contradicciones. Y eso produjo que la gente explotara en la calle.

La guerrilla de los ’70 y el “que se vayan todos” del 19/20 de diciembre del 2001 fueron la consecuencia de sistemas políticos herrumbrados, que se habían desconectado de la sociedad. Si el Grupo A lleva al Congreso la defensa de los intereses de los grandes terratenientes y el Peronismo Federal se ordena según los lineamientos que le baja el CEO de una corporación, ambas corrientes políticas están proponiendo repetir la parte más triste de la historia. Son los mismos que después dicen que no tuvieron nada que ver con la violencia. Como pasó en los ’70. Esos políticos conveniencieros fueron puestos como ejemplo por la teoría de los dos demonios. Y esos políticos fueron también responsables de la violencia. Aunque ellos en persona no hubieran participado.

La palabra violencia viene al caso porque la imagen que proyectó el Grupo A desde la Rural y el Peronismo Federal desde la casa del CEO es que el poder económico maneja la política, o por lo menos, las políticas que ellos proponen. Eso deja mucha gente fuera. Es una imagen violenta porque, al igual que las fotografías de etapas anteriores, expulsa y no es democrática.

Dicen que el proceso que concluyó en la cena donde participaron Duhalde, Reutemann, Solá, Macri y De Narváez llevó casi seis meses de preparativos, contactos, marchas y contramarchas. Es difícil saber qué es lo que ganaron los cinco dirigentes del justicialismo de derecha en esa reunión y cuál fue su ganancia con la publicidad tan programada que se le dio al encuentro.

Si demoró seis meses, verdaderamente la organización fue de una eficiencia cronométrica, porque la cena se produjo el martes a la noche y al día siguiente, Magnetto se reunió con quince de los empresarios más poderosos de la Argentina, que emitieron un duro comunicado contra el Gobierno. La tapa del diario La Nación del jueves daba cuenta de los dos eventos y exponía a la luz del día un factor de poder que hasta el momento había jugado en el sótano. En ese sentido, al que más le sirvió el despliegue de reuniones fue a Magnetto. Los demás, tanto las cabezas del Peronismo Federal, como las de los quince poderosos empresarios, trabajaron para él, presentando en sociedad a esta especie de alianza entre el capital concentrado de la industria con la derecha justicialista conducida por la corporación mediática. Si no es una alianza formal, por lo menos ésa fue la imagen que surgió de las dos reuniones.

Es evidente el interés del CEO de Clarín por la derecha del justicialismo. Y también es evidente que no estuvieron Carlos Menem, Adolfo Rodríguez Saá ni Juan Carlos Romero. El quinteto que asistió a la cena incluye por lo menos a tres competidores fuertes en tres de los más importantes distritos del país. Sugiere la intención de que si esas tres cartas juegan cada una en su posición, son los que tienen más posibilidades de llegar a una segunda vuelta con Kirchner.

La reunión posterior con los empresarios pretende dar sustento de gobernabilidad a esa idea. Magnetto no es todopoderoso aunque mostró un poder de convocatoria que casi nadie tiene en la Argentina y quedará por demostrar si tiene esa misma fuerza para ordenar un mazo que viene muy mezclado por ambiciones personales, incapacidades y errores políticos.

De todas maneras, el escenario de estos días, con el Grupo A en la Sociedad Rural y los cuatro del Peronismo Federal más Macri en la casa de Magnetto, más la de los quince grandes empresarios, tiene la forma de una fuerte ofensiva del poder económico sobre la política, lo cual constituye un nuevo factor de riesgo para la democracia.

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