EL PAíS › FAMILIAS DENUNCIADAS POR EL MACRISMO POR ABANDONO DE PERSONA
Padres y madres sin hogar cuestionan la política de desalojos aplicada por el Gobierno de la Ciudad y aseguran que no van a separarse de sus hijos, pese a las denuncias de funcionarios.
› Por Gustavo Veiga
La miseria los arrastró a la calle con lo puesto. Son padres, tienen hijos pequeños y están en la mira del gobierno porteño. Sus vidas no cuentan, salvo cuando se apagan a la intemperie como en este crudo invierno. “Hay un antes y un después de Luisito”, dice Horacio Avila, de la organización Proyecto 7, que los contiene y comparte una ronda de mate con ellos. Habla del bebé que se murió de neumopatía el 4 de julio debajo de la Autopista 25 de Mayo. Paola Fernández, de 28 años, es su mamá. Cuenta con dolor que ahora vive en un hotel con su compañero Marco y otros cinco chicos, sólo porque falleció Luisito con apenas 25 días. Nadie se hizo cargo de su muerte absurda, evitable. El Estado sólo tomó nota cuando se produjo. A Carlos Alberto Lombardi, de 51, y María Esther, su mujer de 40 e indocumentada, funcionarios macristas los denunciaron por abandono de persona. Cometieron el pecado de no querer separarse de sus hijos. Con ellos vivían amuchados sobre la calle 24 de Noviembre. Los desalojaron de esa cuadra del barrio de San Cristóbal y hoy también ocupan otra pieza de hotel. Si están todos juntos es porque resistieron un intento por dividir a la familia en distintos paradores. José Torres tiene 39 años y se quedó en la calle por primera vez en 2000. Nora le está por dar un bebé que se sumará a otros tres hermanitos. Un móvil de Minoridad los quiso llevar a todos a un hogar. Como no aceptaron, los amenazaron con sacarles sus niños. Buenos Aires produce este tipo de historias cada vez con mayor regularidad. Historias que transcurren en cualquier barrio, a la vista de vecinos tan solidarios como indiferentes.
Lombardi hace preguntas que lastiman: “¿Ahora se empezaron a preocupar? ¿Hace cuánto tiempo que estamos tirados en la calle?”. Y apunta contra los engranajes del sistema que se devora todo e incluso se mofa de ellos, los pobres más pobres. “En Pavón y Entre Ríos, donde está la Subsecretaría de Desarrollo Social del Gobierno, cuando llevamos los papeles para pedir un subsidio hay una señora que se ríe. Nos dice: ‘Venga mañana, venga pasado’. ¿Sabe cuándo vino a vernos Pablo Díaz, de Atención Inmediata? El 16 de julio vino con una secretaria a visitar a los que estábamos en la calle. Se les pudrió todo en el suceso de Luisito. Nos dijeron que buscáramos los 700 pesos de un subsidio. Y después, que nos arregláramos”, agrega indignado, mientras muestra las palmas de las manos curtidas por el trabajo de mecánico, chapista, herrero y cartonero, algunos de los oficios que realizó alternadamente desde la llegada de su Junín natal al Gran Buenos Aires.
Fernández es una joven mamá que perdió a Luisito, pero sigue cuidando de Lucas, Matías, Yohana, Yesica y Ezequiel, unos locos bajitos –diría Serrat– que juegan a su alrededor o toman lo que encuentran a mano sobre la mesa. Las denuncias contra el grupo de padres que presentaron el abogado Daniel Magán, del Consejo de los Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes, y el subsecretario de Fortalecimiento Familiar y Comunitario, José Luis Acevedo, le arrancan palabras de indignación: “¿De qué nos quieren acusar? Nosotros jamás vamos a abandonar a nuestros hijos, a pesar de que vivamos en la calle. Macri y sus funcionarios no saben lo que hicieron con sus denuncias. Ser padre se lleva en la sangre. Quizás él no sepa lo que es ser un buen papá. Si el gobierno se ocupara de lo que tiene que hacer, no pasaría lo que está pasando, que hay tanta gente sola con chicos en la calle”.
Desde la estación Buenos Aires del Ferrocarril Belgrano Sur hasta la plaza Martín Fierro, el hombre con look de rockero durmió en la calle durante diez años. Torres vio desmoronarse su frente interno y su anterior núcleo familiar cuando perdió su casa. Cuenta que “un día estábamos sobre la calle Mármol, en Boedo, y apareció un móvil blanco de Minoridad. Uno de sus ocupantes nos dijo que nos iban a llevar a un hogar. No queríamos. Como insistieron, Nora agarró una silla y se la tiró a un patrullero”.
Todos tienen la misma percepción sobre cómo aumentaron las personas en situación de calle. “Cada vez son más. Con hijos y sin hijos”, describe la joven madre que, con 18 años, creyó que Buenos Aires podía depararle un mundo de oportunidades y se vino desde su Santa Fe natal a probar fortuna junto a un ex marido que la abandonó.
“Yo me pregunto varias cosas: ¿para qué queremos tantos negocios debajo de las autopistas? ¿Por qué no hacen viviendas para darnos a nosotros? Y no para que nos las regalen. ¿Por qué no nos dejan pagar una cuota que podamos afrontar? Así podríamos tener a nuestros hijos mejor. ¿Qué sabe Macri de miseria, si nunca tomó un mate cocido como nosotros con apenas un pedacito de pan y, a veces, ni eso?”, cruje de bronca Lombardi, uno de los papás denunciados el 19 de julio pasado, de madrugada (ver aparte), cuando dormía junto a su familia debajo de la autopista: su esposa María Esther, su hijo Omar y el nieto de ella, Bautista.
La Nochebuena de 2008, Gerónimo Ramón Paniagua abandonó a Paola y sus cinco hijos. Los siete vivían en una pieza alquilada sobre la calle Constitución, en el barrio de San Cristóbal. Los últimos tres meses se las habían tenido que arreglar sin luz. Cuando llegaron de Santa Fe a la Capital Federal, él probó suerte como chef y ella, en ocasiones, conseguía trabajo como mucama con cama adentro. Recalaron en Barracas, cerca del Riachuelo. Pero la relación se quebró y con la separación, los últimos días bajo techo comenzaron a consumirse y la calle se tornó una amenaza cercana.
“Al mes y medio, el dueño del lugar cambió la cerradura de la puerta y nunca más pude volver a entrar con mis hijos. Mis cosas quedaron adentro, hasta la cocina. A ese hombre le dicen Cacho y su mujer se llama Marisa. Vivían al lado de la pieza que nos alquilaban. A partir de ese momento, comenzamos a dormir en distintas plazas. Hasta que el 21 de marzo del año pasado, el día de mi cumpleaños, lo conocí a Marco. El trabajaba en un lavadero y pasábamos las noches ahí adentro. Al menos teníamos un lugar para dormir”, recuerda Paola con tanta pena como entereza.
Con su ex marido –que se le anticipó para cobrar la asignación universal de tres de sus cinco hijos–, no se ven hace un año y siete meses. Fernández averiguó que él tiene hoy un empleo en blanco y un hijo más. De los cinco que concibieron juntos no se hace cargo. Ella intentó llamarlo, incluso mediante abogados, pero no pudo restablecer contacto. Sus sueños casi adolescentes (llegó a Buenos Aires con 17 años) quedaron hechos jirones. “Mi familia no lo quería a Gerónimo. Y cuando más la necesité, me cerraron la puerta. Mi mamá me echó cuando se enteró que había tenido dos nenes”, cuenta esta mujer menuda, que alza en brazos a una pequeña de vivaces ojos azules.
Avila dice con una mueca de ironía que el gobierno porteño no la denunció a Paola. “Hubiera sido demasiado”, acota. Al día siguiente que murió su hijo logró volver a vivir entre cuatro paredes. “Mi nene falleció el 4, y el 5 de julio nos llevaron a un hotel”, informa ella. Queda en el barrio de Constitución y el Estado paga 1300 pesos mensuales por una habitación.
Torres, su compañera Nora y los tres pequeños hijos que completan la familia también están alojados en un hotel. Sobre ambos padres no pesa una denuncia por abandono de persona como sucedió con los Lombardi, pero sí sufrieron un apriete por negarse a ir a un parador. La amenaza se completó con la insinuación de que podrían quitarles los chicos.
La vida de esta pareja transcurre de calle en calle desde 2008. El dice con cierto orgullo que tiene el secundario completo del colegio Don Bosco. Antes de quedar a la intemperie y de mandarse “un par de macanas” –de las que rindió cuentas ante la Justicia–, José, porteño del barrio de San Telmo, vivió en San Isidro y también en Ciudad Evita. Estuvo casado doce años, tuvo cinco hijos con su ex mujer y cuando se separó dejó una casa por el camino.
“Gracias a la solidaridad de la gente trabajo ahora en la parrilla del Club Estrella de Boedo. La presidenta, Claudia, me pagaba cien pesos por semana para cuidar los autos estacionados en la cuadra. Yo recaudaba unos pesos más por mi cuenta como cuidacoches y Nora me daba una mano con eso”, cuenta Torres antes de pedir permiso para retirarse porque debe llegar a horario al club. Su padre murió, su madre está internada en un geriátrico del barrio de Flores y una hermana falleció de cáncer. Su familia actual –dice– “vive de los 1500 pesos que me pagan en el club”.
Lombardi es hincha de Boca y muestra su huella de identidad futbolera para compararse con Macri: “¿Qué sabe él de ser pobre si nació en una cuna de oro? Yo soy de Boca y hasta el reloj de Boca tengo (señala el cuadrante pintado de azul y amarillo). Macri maneja el Gobierno de la Ciudad como si manejara la Bombonera y no es así. ¿Por qué en lugar de gastar tanto dinero en bicisendas no le da una oportunidad de vivir en un lugar digno a la gente que está desamparada en la calle?”.
Su último trabajo estable fue en un campo lechero de González Catán, donde permaneció siete años. Era su cuidador. Pero sus problemas comenzaron cuando tuvo un hijo con María Esther en el hospital de esa localidad. El recuerda que el bebé desapareció. Ella asiente con la cabeza. Es de pocas palabras, tiene el rostro curtido por las marcas de una vida peliaguda, de una pobreza que lacera. Ni siquiera cuenta con documentos. No puede gestionar ningún trámite o subsidio por ese motivo. Su marido arrima los pocos pesos que juntan gracias a las changas que consigue o al cartoneo. Pero cuando se alojaron en un hotel de la avenida Garay al 400 perdieron todo.
“La gente que estaba con nosotros en la calle nos vendió lo poco que teníamos. Hasta el carro me vendieron, que me había costado 350 pesos. Ahora tengo uno más barato”, se queja.
En el local de Proyecto Sur, sobre la calle Maza, suelen realizarse las asambleas de organizaciones sociales que pertenecen a la Red en la Calle. Allí Proyecto 7 asesora y ayuda a las personas sin techo. Les gestiona subsidios, resuelve problemas y reclama junto a ellos una solución definitiva de vivienda. En ese lugar, Fernández, Torres y los Lombardi comparten sus historias de vida con Página/12, historias con una misma matriz de miseria, de la que es muy difícil salir. Un ejemplo: Omar, el hijo de 10 años de Carlos y María Esther, no está escolarizado. Necesita inscribirse en un colegio para continuar sus estudios. Se lo están tramitando. Para él, por el momento, no rige un elemental derecho: el acceso a la educación.
Paola introduce un tema espinoso: la discriminación a los chicos que viven en situación de calle. Se mira con los Lombardi, que asienten lo que dice. “La gente es solidaria en general, pero también tiene miedo a acercarse porque teme nuestras reacciones. A mí me piden permiso para regalarme algo de ropa o comida.” Ella sabe cuál es la ley de la calle, tanto como lo sabe Carlos. “Los que estamos debajo de la autopista somos todos argentinos. ¿Qué pasa con la gente que trabajamos toda la vida? Porque yo lo hice toda mi vida. ¿De dónde vamos a sacar 1200 o 1400 pesos para pagar un hotel? ¿De dónde?”, se pregunta.
–¿Nunca se les ocurrió tomar una casa?
–Yo nunca lo hice. Lo único que se me ocurrió fue pedirle a la gente que me diera una casa para cuidar. No me gusta meterme en eso. Pero hay tantas casas abandonadas y el gobierno no hace nada para resolver ese problema –cuenta Lombardi.
A Fernández se le ocurrió hacerlo cuando estaba embarazada de Luisito. “Iba a tomar una casa, pero dio la casualidad que cuando lo había decidido, empecé con contracciones. Fue casi para la fecha que lo tuve al bebé, pero al final no me animé a ir por los dolores de panza que tenía. Lamentablemente, la desesperación te lleva a hacer esas cosas cuando hay chicos de por medio. Una no quiere. Yo, cuando me quedé en la calle fui llorando a la Municipalidad de Buenos Aires y les dije que no iba a pedir limosnas, ni dinero, sino que me dieran un lugar para poder vivir con mis hijos.”
Lombardi sugiere una curiosa solución para su problema de vivienda: “Ahí está la cárcel de Caseros abandonada. ¿Para qué la quieren? Hablan del espacio público y me hacen reír. ¿Por qué no me dan una maza y un martillo a mí, que la volteo y me construyo una vivienda? Tampoco podemos ir a una villa porque tenemos que pedirle permiso a un tipo para que nos dé un pedacito de terreno. O te puede pasar lo que me ocurrió a mí, que con mi familia nos sacaron debajo de un puente y nos tiraron allá por Lomas de Zamora, cerca de una cárcel de mujeres. Nos dejaron con una lonita y se desató una tormenta. Los tuve que meter a ellos dos (señala a María Esther y Omar) debajo de la lona para que no se mojaran. Nunca me olvido del frío que pasamos esa noche. Hasta que nos robaron todo y decidimos volver a la Capital”.
Las denuncias que hizo el gobierno porteño contra un grupo de padres con hijos en situación de calle lo sublevan y le disparan una última reflexión: “Que Macri se deje de hacer denuncias contra nosotros porque está jugando con los pobres. Es muy fácil meternos en un hotel y que después no tengamos nada para comer. Si piensa que con cien pesos por mes de una tarjetita para comprar comida vamos a comer todo un mes, está equivocado. Ese dinero alcanza solamente para la leche de los chicos”.
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