EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
Lo que sucede en torno de Papel Prensa debe ser el tema más sencillamente complicado, y a la vez más complejamente sencillo en sus preguntas de fondo, de todos cuantos surcan la política argentina de los últimos tiempos. Y como elemento colateral puede sumársele el caso de Fibertel, porque sus rasgos informativos y semánticos son análogos. Por no decir idénticos.
Si se trata de información pura, los datos de las dos partes son tan enfrentados que, aun cuando el cotejo sea en extremo riguroso, no parece haber garantía de emerger sin dejar duda alguna. Lo solvente de la impresionante pieza oratoria desplegada por la Presidenta, en su alocución del martes pasado, fue contrastable con el testimonio de parte de la familia Graiver que Clarín y La Nación reprodujeron el miércoles. Pero esto fue refutado a su vez con la nota publicada el jueves por Tiempo Argentino, y en la que se reproduce lo que Isidoro Graiver, con pedido de confidencialidad, había confesado el 11 de junio de este mismo año: “Clarín y La Nación nos humillaron, fue un afano”, decía entonces, según se corroboró con la difusión televisiva del audio, quien menos de tres meses después señala exactamente lo contrario. La fortaleza de las pruebas documentales sólo podrá ser discernida por la Justicia. Fechas, procesos judiciales, investigaciones, tiempo transcurrido, redundan en una disección muy difícil aun para el ciudadano común interesado en el tema; siendo que, encima y al contrario de la cotidianidad de lo que ocurrirá con un servidor de red, con alrededor de un millón de usuarios, Papel Prensa no figuraba en la agenda social. Es más: podría apostarse con seguridad a que la mayoría no tiene o tenía mayor idea en torno de este conflicto, ni de en qué consiste esa empresa, excepto por registrarlo como otra escalada en la guerra entre el Gobierno y Clarín. Pero habrá que dejar para dentro de unas líneas qué se interpreta –la mayoría y uno mismo– sobre esa contienda.
Hay algunos aspectos que con honestidad intelectual deberían generar consenso unánime, si se trata de apreciar el tema específicamente. Pero es imposible que eso suceda, porque todas las particularidades están cercadas por el enfrentamiento. Detrás del principal grupo mediático del país se encolumna casi toda la oposición; e, incluso, periodistas que hace no tanto abrevaban en las fuentes del progresismo, y a los que escuchar hoy causa una impresión muy difícil de definir y tolerar. Al no haber forma, por tanto, de que unos y otros puedan o quieran escapar del corsé que les impone su posicionamiento global frente al oficialismo, o del pánico que les produce contrariar a Clarín, son inviables no ya el debate sino cualquier aspiración de elementalidad analítica. Lo más espantoso al respecto es la liviandad –por ser cínicamente suaves– con que se deja pasar que los dos diarios hablen de un clima de plena libertad como contexto de la compra de Papel Prensa, en noviembre de 1976. Eso es mucho. Demasiado. Excede, muy largamente, a toda ubicación política coyuntural. Está en un planeta donde no deberían caber ni los más furiosos adversarios de este Gobierno. Aceptar que digan esa animalada sólo puede situarse alrededor de los directivos de esos medios. De algunos de sus periodistas de cierto renombre ya se entiende bastante menos: el límite de la dignidad lo establece una paga y no el pegar un portazo rumbo a oportunidades laborales que no les faltarían, por menos plata aunque a salvo con sus espejos. De algunos dirigentes políticos pusilánimes se entiende todo. Pero de algunos colegas que ni siquiera tienen que ver con Clarín, que lo juzgan como el “débil” al que debe defenderse sin titubear y que hasta llegan a abonar la teoría de los dos demonios, para anclar su repudio al “montonerismo” kirchnerista, se acabaron los adjetivos. O no los hay.
Un segundo componente es la atrocidad del prejuzgamiento. Las opiniones no pueden ser libres si los hechos son alterados, por acción u omisión. Y el hecho concreto de lo sucedido la semana pasada es, técnicamente, uno solo: el Estado anoticia sobre una pesquisa que llevó a cabo en torno de una empresa, por un lado la eleva al arbitraje de la Justicia y por otro envía un proyecto de ley relacionado con la actividad de esa compañía. Todo lo demás es subjetivo: por qué el Gobierno se acuerda “recién ahora”, cómo no interpretar que hay una persecución contra Clarín, que detrás de esto hay la idea de Magnetto preso, y sucedáneos, es opinión. No es hecho. En consecuencia –y de allí la salvajada institucional y profesional, especialmente grave en políticos y colegas relacionados con el mundo del derecho y la investigación o escudriñamiento periodísticos– incurren en inversión de la carga de la prueba. Es el Gobierno el acusado, en lugar de esperar a que la Justicia se expida sobre la probanza documental que aquél aporta. Más aún: podría sostenerse que en verdad promueven la comisión de un delito, porque no otra cosa sería que el Estado ocultara pruebas de, como si fuera poco, una indagación que encaró el propio Estado. La más alucinante y ejemplificadora de las barbaridades, acerca de este punto, se escuchó en boca de Felipe Solá. No tuvo mayor trascendencia, vaya a saberse si porque nadie toma muy en serio lo que diga el diputado o porque en este clima puede decirse cuanto se quiera con garantía de impunidad total. Solá advirtió que mejor sería investigar cómo se conformó la fortuna del Grupo Szpolski, en derredor, agregó, de los aportes dinerarios del Gobierno. La primera obviedad es preguntarse qué tendrá que ver el culo con la llovizna, a menos que el diputado juzgue que inquirir en lo tocante a un presunto crimen elimina la obligación de hacerlo sobre otro. Pero lo más conmovedor es que Solá expide una sospecha que, si es legítima, lo compele a corroborarla, y no lo hace. Esta clase de dirigentes son los que luego hablan de seguridad jurídica y ausencia de calidad institucional.
Casi agotado el asombro moral, resta interrogarse en serio a propósito de qué hay detrás del conflicto entre el Gobierno y Clarín. Las conclusiones son muy distintas, de acuerdo con cuál de dos respuestas básicas se escoja. Una es que sólo media una repulsión mutua, cuyo comienzo puede situarse en el choque con “el campo”, y que ya derivó en una lucha muy pesada, sin retorno, en la que no habría otra cuestión que vencer al enemigo, a ese enemigo, con un nocaut humillante. En esta hipótesis, es nada menos, pero nada más, que la guerra entre un Gobierno y una corporación. Gigantesca, pero al fin y al cabo solamente una corporación. La segunda conjetura, en cambio, interpela si, en lugar o además de eso, hay una decisión firme de avanzar contra el conjunto de los intereses económicos más concentrados.
El periodista opina que hay mucho de lo primero, pero no está seguro de que el marco sea decididamente el segundo. Sí tiene la seguridad de que las condiciones objetivas están dadas para que, ya que estamos en el baile, bailemos. Y esto significa que, en lo que vaya a suceder, no interviene únicamente lo que impulse el kirchnerismo. Cuenta de qué lado se parará esta sociedad, cada uno de nosotros, frente al suceso de que, por primera vez desde la salida de la dictadura, hay la posibilidad de que la política se imponga a los grandes actores económicos.
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