EL PAíS › UNA COMPARACION ENTRE LOS PROCESOS ORALES ABIERTOS CONTRA LOS REPRESORES DESDE 2003 Y EL JUICIO A LAS JUNTAS
En los juicios contra los represores abiertos a partir de la anulación de las leyes de punto final y obediencia debida es un dato constante la militancia de las víctimas, que era ocultada en el juicio a los ex comandantes. La violencia sexual, las historias de vida y lo cotidiano son otros aspectos que aparecen en estas audiencias.
› Por Alejandra Dandan
La hipótesis podría plantearse en estos términos: los juicios orales sobre los crímenes en los centros clandestinos de la última dictadura parecen estar haciendo aparecer a los desaparecidos. Los testimonios de sobrevivientes y familiares construyen en las audiencias nuevos relatos que acentúan, entre otras cosas, sus identidades políticas. A contramano de lo que sucedió con la emblemática causa 13, elaborada a partir del informe Conadep, estos procesos recuperan las carnaduras cotidianas, los modos de vida, los deseos y detalles no sólo de ellos sino también de los sobrevivientes y los aleja de la idea exclusiva de las víctimas para volver a situarlos en el terreno político. Pero, además, hay nuevas aristas en las investigaciones. Intentos de comprobar paisajes hasta ahora invisibilizados, como la violencia sexual sobre varones y mujeres o la presencia en los lugares del horror de niños y adolescentes. Con todo eso, aparece por primera vez, además, la voz de los HIJOS. No sólo hablan en las audiencias sobre los efectos de la represión sobre sus vidas, sino que van recogiendo datos de las historias de sus padres con los que siguen armándolos, y por lo tanto armándose. Lo que sigue es un intento de puntear eso que aparece cada día en los tribunales, ante un público al que todavía, sin embargo, le cuesta aparecer.
Una de las características de los juicios contra los represores en estos tiempos es la acentuación de la idea de la militancia. Julio Santucho empezó a sentarse entre el público que asiste a las audiencias de los crímenes de Automotores Orletti luego de declarar sobre el secuestro de sus hermanos Carlos y Manuela y de su esposa Cristina. “Mi idea era ir a reivindicar la militancia de las chicas”, dice a Página/12. “Adhiero al enfoque del genocidio, y por lo tanto creo que no agarraron a inocentes. Lo que ahora noto es que no estoy solo con esa idea, me sentía solo en esta posición cuando volví al país hace veinte años, no se podía defender esa posición, ahora eso está, en los juicios está presente.” Desde que declaró vuelve a los tribunales cada tanto, pero especialmente cuando sabe que hablará uno de los sobrevivientes que ha estado con sus desaparecidos. Usualmente lo acompaña su hijo Miguel, que cuando termina la audiencia suele acercarse a los sobrevivientes como quien quiere saber más detalles. “A nivel familiar –dice Julio–, noto que mi hijo, más que yo, va a buscar datos de lo que le pasó a su madre, de las torturas por ejemplo, y eso que es un golpe muy fuerte, él lo busca y quiere saber eso, llenar un vacío. Es como si dijera: desaparecido está bien, pero quiere saber qué es un desaparecido, qué pasó, eso es lo yo experimento ahora, que mi hijo y muchos hijos tienen necesidad de esto, aunque sufra, me parece que es mejor, que los fortalece, y ésa es una función importante que hay que reconocer a los juicios.”
Miguel D’Agostino es sobreviviente del circuito del Club Atlético, Banco y Olimpo. Declaró ahora pero lo viene haciendo desde la Conadep. Apenas empieza a pensar en los cambios, subraya la idea de la militancia. “En el ’84 ni lo decíamos”, dice en línea con lo que repiten en estos días los abogados de los organismos de derechos humanos que integran las querellas de las causas, sobrevivientes y fiscales. A comienzos de los ochenta, con el Juicio a las Juntas sostenido en la teoría de los dos demonios, los sobrevivientes no hablaban de su pasado de militantes, entre otras razones porque podían quedar detenidos. Pero, además, las prioridades eran otras, dice en este caso la abogada Ana Oberlín: había que probar la existencia de los desaparecidos, de los centros, la sistematicidad de la represión. “Ibamos a declarar en ese momento y todavía nos estaban vigilando”, advierte D’Agostino. A algunos compañeros los llamaban a las casas. Hubo uruguayos que quedaron presos al regresar a su país. Y muchos familiares no hablaban porque seguían paralizados por el miedo. “Eso empezó a cambiar en los últimos años, desde la calle, con la publicación de cosas como las biografías políticas”, arriesga el mismo D’Agostino. Señala, entre otras cosas, la publicación de libros que marcaron un quiebre y en el que la voz de los sobrevivientes aparece parada en el espacio político antes del exterminio.
Daniel Cabezas declaró sobre el asesinato de su hermano y el secuestro de su madre en las audiencias de la ESMA. A Thelma Jara de Cabezas la obligaron a sentarse en una confitería de la Avenida del Libertador a dar una entrevista fraguada con un reportero de la revista Para Ti para desprestigiar a los Montoneros y los familiares de las víctimas. Mucha agua había pasado bajo el puente, cuando Daniel se sentó a prepararse para la audiencia. “Al comienzo me senté a estudiar porque no sabía cómo abordar eso de ser hijo y además militante, leí la teoría del genocidio del sociólogo Daniel Feierstein pero me di cuenta de que se me empantanaba todo porque no soy teórico, así que me puse a leer la sentencia de la causa 13, donde queda clarísimo la teoría de los dos demonios, y en el caso de mi madre vi que los jueces se preocupaban por saber si era montonera, o le mostraron la revista para que reconociera si había o no había participado del reportaje.” En ese contexto, decidió contar quién era su hermano, ese supuesto subversivo: “Quise contar qué hacían, hablar de la vida cotidiana como militantes, mostrar que no se levantaban a limpiar sus armas y salían a disparar, que los domingos al mediodía en casa nos juntábamos a comer un guiso de lentejas, que estaba mi vieja, que de pronto llegaba Cristina, La Gallega, de un territorio o el Gordo Tití y la Gorda, que nadie sabía los nombres reales pero eran amigos, estaban en casa, unos militaban con mi hermano en la UES y llegaba su novia que no militaba y hablaban de política y se iban y después cada uno diseñaba actividades en sus ámbitos, pegatinas por el 1º de Mayo”. En una de esas pegatinas, un grupo de tareas mató a su hermano. “Podría haber ido armado, porque las armas se usaban de manera defensiva, la gente debe saber y recordarlo porque todos conocían a militantes en los barrios.”
Esa misma trama recuperó el alegato de los fiscales en la causa ABO. Presentaron el alegato con un eje en las historias de vida, pero además las identidades políticas de las organizaciones y sistematizaron las caídas no por fechas como en la Conadep, sino por grupos de pertenencia política. Fue un correlato de lo que apareció en el relato de los testigos en las audiencias, no fue completamente espontáneo. Esa fiscalía, por ejemplo, decidió no preguntar sobre las torturas porque lo daban como elementos probados.
En otras causas, el tema apareció de diferentes maneras. En ocasiones se instaló como una estrategia defensiva. Como en el Juicio a las Juntas, al comienzo de estos nuevos juicios los abogados de los represores intentaron azuzar a los testigos preguntándoles por la militancia en lo que parecía un modo de justificar la masacre. Una expresión de esa postura todavía puede verse en estos días en el juicio del Tribunal Oral Federal de San Martín contra Luis Abelardo Patti. Su defensa, encabezada por el ex camarista Alfredo Bisordi, preguntó a Orlando Ubiedo –testigo y ex secretario general de la Uatre– qué quiso decir cuando habló de las tareas de “contrainteligencia” y para qué la hacían cuando con ese método los militantes sólo intentaban cubrirse las espaldas porque se sabían perseguidos. En la mayor parte de los juicios, esas chicanas sin embargo ya no aparecen: los defensores no preguntan por la militancia. Una de las razones es que, advertidos por las querellas, los testigos empezaron a hablar solos y a situarse en ese espacio político antes de que aparezcan las preguntas: eso no sólo les permitió recuperar sus lugares, sino construir la historia por sí mismos y no como un efecto de la sospecha del otro.
Estela Segado cree que ésa es una de las cuestiones más importantes de los juicios. Coordinadora del Archivo Documental de la Secretaría de Derechos Humanos de Nación, está convencida de que el terrorismo fue una persecución a la militancia, en la que todo militante era considerado terrorista por el solo hecho de ser militante. Que los jueces de la causa 13 estuvieron más interesados en saber si la persona había sido montonera que si había sido torturada. “En estos nuevos tiempos, se abre la posibilidad de comprender esta cuestión de que ‘militancia’ no es sinónimo de ‘asesino terrorista’, y la gente que militaba tiene el permiso para contar cuestiones que no se contaban: como las formas de poder resistir, como estar armados o meter libros en un taparrollos y donde logran decir que tomar pastillas de cianuro se hacía en ese marco.”
¿Pero esa recuperación es tan nueva? Segado dice que sí y que incluso “la militancia todavía está unida a la cuestión de lo delincuencia terrorista”.
En ese contexto, se advierte además la acentuación de los relatos personales. Los detalles. Las historias de vida, pero también la situación individual del secuestro, la tortura y opresión. Oberlin habla de una época distinta. Frente a los ochenta, años en lo que se necesitaba acreditar las desapariciones, los nuevos procesos penales muestran un acento puesto en la vivencia personal, dice. “De esta manera, presenciamos testimonios mucho más ricos en el detalle de la experiencia de cada sobreviviente. Pasamos de la necesidad de probar los desaparecidos y la sistematicidad a lo que le pasó a cada uno, empieza la reconstrucción más personal.”
La instancia del juicio oral que permite una escenificación de la Justicia es otro de los elementos en juego. La posibilidad de situarse por primera vez ante el círculo de acusados, de los responsables directos, lo potencia: “Los relatos se singularizan”, dice en este caso José Nebbia del CELS. “El que lo hizo está sentado ahí y lo están juzgando por lo que te hizo a vos, el relato se construye desde otro lugar y eso sólo aparece como una reparación para las víctimas: todos sienten un gran alivio una vez que terminaron de hablar, se sacan una mochila gigante.”
Los detallados relatos de las torturas entran en ese contexto. Son mucho más masivos de los que había habido hasta ahora. Todavía siguen siendo estremecedores y sorprendentes. “Antes –dice Oberlín–, muchos de los que habían sido torturados ni siquiera tomaban las torturas como un tema frente a lo que les había pasado a sus compañeros, como las muertes o desapariciones, se minimizaban y ahora aparecen.”
En esa singularización hay ejes que todavía son terreno de debate. Hablan y aparecen las fisuras, los discursos se humanizan, se hablan de los datos entregados en la tortura con los que terminó cayendo una persona. También de los “quebrados”. Situaciones que han convertido a las víctimas durante años sujetos recelados o cuestionados. Inés Sánchez, una antropóloga que es hija de una desaparecida del Vesubio, declaró que su madre había estado en el interior de la “sala Q” del Vesubio, donde estaban “los quebrados”. Llegó al campo clandestino embarazada de dos meses, había intentado poner los dedos en el enchufe para suicidarse, no se lo permitieron, intentó escaparse, tampoco pudo. “Dicen que mi madre participaba en las torturas –dijo ella–, mi mamá era una víctima más, más allá de lo que cada uno puede hacer, las cartas estaban echadas.”
Cuando aparecen narradas por los sobrevivientes, esas zonas oscuras, parte de los espacios del tabú entre los ex detenidos, suelen estar atadas a nuevas miradas. En las audiencias suele escucharse la palabra “trabajo esclavo” entre quienes estuvieron sometidos a las tareas de acopio de información o a servir a los represores. O se empiezan a contar las lides del cautiverio como relatos de estrategias de resistencia.
Una de ellas fue Adriana Marcus. En la declaración en el juicio de la ESMA, mencionó con esas palabras que así como otras secuestradas pintaban con lápiz de labios las puertas de un baño del Globo para rebelarse cuando los represores las llevaban a cenar, ella pedía calamaretis fritos porque era el plato más caro. O cuando la obligaban a desgrabar las escuchas ilegales de compañeros que por teléfono se daban citas, transcribían esos párrafos como inentendibles o los nombres con puntos suspensivos.
En el alegato de ABO, la querella encabezada por Rodolfo Yanzón acusó a los represores por la figura de la violencia sexual a partir del Protocolo de Estocolmo: “La tortura sexual empieza por la desnudez forzada, que en muchos países es un factor constante de toda situación de tortura. Nunca se es tan vulnerable como cuando uno se encuentra desnudo y desvalido”.
Arturo Chillada era un militante de la JP de Mercedes, desde hace años vive en España. Desde el consulado argentino en Madrid lo explicó en primera persona al declarar en la causa del Vesubio: “A mí me agredieron una sola vez y en concreto porque no recordaba el número que me habían puesto y me lo hicieron recordar a base de golpes”, explicó. Adentro del centro, dijo, los guardias los humillaban. Lo hicieron bañar con su amigo Javier, contra la pared, mientras los represores de atrás se reían y les decían que froten los cuerpos uno con otro. Y se reían, les gritaban, comentaban.
Ana Oberlín, Lorena Balardini y Laura Sobredo prepararon un documento para fundamentar el ingreso de este tema en las audiencias. En él recuerdan que desde la reapertura del proceso de justicia se profundizan cuestiones que hasta ahora fueron invisibilizadas. “Uno de estos temas ha sido el ejercicio de la violencia de género en sentido amplio, a través de la comisión de violaciones sexuales y de todo tipo de abusos y vejaciones a detenidos-desaparecidos, varones y mujeres alojados en centros clandestinos”. Y dicen: “De los testimonios surge nítidamente que las agresiones sexuales a las que fueron sometidos los detenidos no configuraron situaciones aisladas, sino que formaron parte de este plan general de aniquilamiento y degradación de la subjetividad de las personas. Además, la violencia sexual en toda su amplitud, así como la violación sexual en particular, fue ejecutada por personas pertenecientes a las diferentes fuerzas armadas y de seguridad e incluso en algunos casos por civiles que actuaron como parte del accionar represivo”.
Myriam Bregman, de la querella de Justicia Ya!, indica que muchos de los nuevos aspectos que aparecen en los juicios se dan a partir de entender por dónde deben ir las preguntas. Entre ellos, menciona el rol de los medios durante la dictadura, recuerda que se están abriendo juicios o se abrieron contra Editorial Atlántida por ejemplo por los casos de Cabezas y Angelina Barrios. Que aparece una búsqueda específica sobre el rol de la Iglesia, los curas que aparecieron en los centros clandestinos, los archivos y los civiles. “A partir de las preguntas –dice– salió el dato que el gerente de la Ford, que le decían ‘El loco Antonio’, de apellido Suárez, estaba tan compenetrado con la represión que participaba de operativos con el grupo de tareas de la ESMA.” O los datos que indican que Antonio Pernías llevaba a los prisioneros a comer a las casas de la alta sociedad para que vean que se estaban recuperando, donde también había curas, como destacó el testimonio de Silvia Labayrú. La participación civil para Bregman no es secundaria, sino que es una clase social empresaria que armó y preparó el golpe. Otro de los temas son los llamados testigos contextuales: bomberos, vecinos, empleados que están apareciendo por primera vez a declarar porque algo fuera de las salas se empezó a habilitar para que lo hagan. Pero también hijos de víctimas que tienen la necesidad de situarse a través de sus relatos en ese espacio.
No todo sin embargo es pura potencia. Hay traspiés. Pablo Llonto recuerda que como se sabía, por la organización de las causas hay testigos que deben declarar una y otra vez en distintos juicios. O una polución sobreabundante de datos que obliga a los querellantes a estar despiertos con cientos de antenas, porque muchos de los datos que aparecen en una audiencia sirven para otro, y se pierden. Esos recortes deja además a varios testigos en el aire. Hace unas semanas, pasó por la causa de El Vesubio un bombero voluntario de Monte Grande que por un llamado del intendente local acudió a levantar los cuerpos de la masacre que lleva el nombre de esa localidad. Al hombre le preguntaron si eso era normal. El dijo que en “la época de la subversión los llamaban para ir a buscar cadáveres a todos lados”. Nadie le preguntó nada sobre esas búsquedas quizá porque el objeto del juicio era uno de los centros clandestinos, pero esa información quedó en el aire. Sucedió también con Lila Pastoriza en Vesubio, cuando declaró sobre Pablo Miguez. Ella dijo que pudo saber que Pablo había sido visto por ultima vez en la comisaría de Valentín Alsina en Lanús. Nadie recogió el guante en ese momento para iniciar allí una pesquisa.
También hay testigos que se van sin contar lo que se esperaba que cuenten. Los hay. “Nosotros no tenemos capacidad para hablar con todos los testigos”, dice Liliana Mazea, querellante en El Vesubio. “A veces no se acuerdan de lo que ya declararon o de lo que pasó, pero además cuando te secuestraron y vos no estuviste en una organización ni estabas comprometido por nadie, la cadena se rompe por el eslabón mas débil: la gente tiene medio de que le vuelva a pasar porque no tiene esa red solidaria que les permitió hablar a otras víctimas, van casi obligados, les cuesta decir lo que sufrieron o pasaron porque tienen medio, que es otro de los logros del genocidio”.
Por último, Yanzón enumera otros datos como la actuación de los jueces. “Vemos en otras ciudades -sobre todo en Mendoza- la gran complicidad de jueces y algunos fiscales con la impunidad, algunos de ellos dispuestos a dar pelea y proferir amenazas, cosa que medida que avanzan los juicios se va haciendo mas evidente”. Otro de los temas es la Defensoría General de la Nación. “Son muchos los defensores oficiales que están trabajando, la mayoría son buenos profesionales, pero pasan los límites de una defensa técnica, cuando tratan de probar la “complicidad” de algunas víctimas con los represores, tratándoles de quitar justamente su lugar de víctimas para devaluar sus testimonios y establecer que los crímenes tuvieron otro apoyo y participantes: es gravísimo que, como un órgano estatal, tiendan a deslegitimar el lugar de víctimas en aras de posicionar mejor procesalmente a sus defendidos”.
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